A Guillermo Rojas
Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos.
CÉSAR VALLEJO
LA PRIMERA VEZ QUE ESCUCHÉ HABLAR de Alejandro Jodorowsky yo estaba borracho y me puse a reír como un histérico. Pero en este cuento no voy a hablar de Jodorowsky. No voy a hablar ni bien ni mal de Jodorowsky, entre otras cosas porque Jodorowsky me interesa muy poco. En este cuento voy a hablar de mí, de cuando estudiaba y trabajaba en París y pensaba que con un poco de soledad y un poco de sufrimiento yo podría, con el tiempo, escapar a los desórdenes de mi vida pasada. Pero a mitad de camino algo pasó que abandoné la tesis del doctorado, después de dos años y medio de insomnio, y también abandoné el trabajo en el restaurante que me ayudaba, mal que bien, a mantenerme a flote. Estaba cansado. Estaba arruinado. Estaba a punto de perder definitivamente mi visa de estudiante, lo que suponía tener que regresar a mi país, al desbarajuste de mi vida pasada. Estuve meses tratando de reponerme de una depresión crónica que me mantenía durmiendo dieciocho horas por día, casi siempre bajo medicación. A veces lograba salir de mi chambre y me embarcaba en largas caminatas a través de las calles laberínticas de Le Marais, tratando de pensar, obligándome a pensar aunque fuera en voz alta. A veces me cruzaba con algún conocido, generalmente latinoamericano, gente que también parecía deprimida o estropeada. En Europa los latinoamericanos se deprimen como bichos y se ponen a vivir como bichos, y uno lo sabe, uno aprende a darse cuenta. Primero desaparecen y luego, después de mucho tiempo, uno se los consigue por casualidad en una tratoría china comiendo como salvajes, comiendo como come una persona acostumbrada a comer sola. Y apenas si te miran a los ojos, como si en ese momento, además de tener que lidiar con la jodida depresión, tuvieran que lidiar con un sentimiento insoportable de vergüenza. Por eso la gente se aleja. La gente siempre se aleja y uno termina espantosamente solo, comiendo cerdo agridulce en una tratoría china. Solo un amigo español seguía preocupándose por mi situación, seguía visitándome en casa. A veces llegaba con comida. A veces con alguna botella de cerveza. Fue él quien me habló por primera vez de la psicomagia y de Jodorowsky, una tarde que logró sacarme de mi agujero. Esa noche nos sentamos a orillas del embalse de La Villette y descorchamos dos botellas de borgoña que mi amigo había traído consigo. Él mismo era uno de los tantos sujetos que frecuentaban asiduamente Le Temeraire, algo así como un café donde los discípulos del tal Jodorowsky recibían a los creyentes y a los curiosos. Uno llegaba con una pregunta y luego le leían las cartas del tarot de Marsella o algo similar. Mi amigo me contó que de pequeño su madre solía vestirlo de niña los fines de semana. Desde entonces, había comenzado a coleccionar pesadillas en donde siempre aparecía disfrazado de ramera o de mujer policía o de muñeca rusa. Él se lo había comentado al sujeto mientras éste le echaba las cartas. El sujeto caviló. La solución era muy simple. Mi amigo tenía que pasearse por las tiendas de ropa femenina de París, tenía que comprar un vestido y unos tacones. También una peluca y un estuche de maquillaje. Luego saldría a la calle completamente disfrazado de mujer y quedaría con algún compañero de confianza en un café de la ciudad. Fue ahí que me puse a reír como un histérico, pero mi amigo pareció ofenderse y yo preferí no darle más vueltas al asunto. Sin embargo, en algún punto oscuro de la noche me sacó la promesa de acompañarlo al día siguiente a Le Temeraire. Yo acepté, entre otras cosas porque estaba muy borracho. Nos despedimos y yo me marché caminando a casa, y esa noche, como estaba ebrio, esa noche soñé furiosamente. Cuando desperté me puse algo de ropa y telefoneé a mi amigo desde una cabina en la calle. Estaba ansioso. Él prometió que llegaría lo antes posible. Yo lo esperé sentado en las escaleras del metro. Tardó un poco. Cuando llegó, ambos atravesamos en silencio la rotonda de la Bastilla y nos dirigimos al local. Ya en el sitio nos acodamos en la barra y mi amigo pidió dos cervezas. Luego un mesonero, un gordo con una mancha de café en la camisa, se acercó a la barra con un talonario y nos vendió dos ticketes, uno para mí y otro para mi amigo, y sin que me diera tiempo a decir “este tickete es mío” ya me estaban llamando por mi número desde una mesa al fondo y yo obedecí, me acerqué, sudando como un chancho, con un temblor en mi mano derecha que intenté disimular ocultándola bajo la mesa. El tipo me sonrió o intentó sonreírme mientras revolvía las cartas. Luego me pidió que las revolviera yo mismo. Accedí. Coloqué el mazo sobre la mesa y lo encaré. Escuche, le dije en perfecto castellano, yo no soy un hombre muy culto, y tampoco creo en esa mariquera de los sueños, de manera que no hace falta que me lea las cartas. Sin embargo,me detuve. Al lado una niña, acaso la hija del sujeto, jugaba con un pequeño ordenador, sin inmutarse Algunas mesas más allá una mujer hermosa me miraba sin pestañear. Pensé que ella también hablaba castellano, pero preferí ignorarla y seguí con lo que había empezado, un sueño inconfesable, ¿me entiende? Yo estaba en mi chambre, pero eso ya no era mi chambre sino una celda más en un inmenso sanatorio. Pasé mucho tiempo buscando desesperadamente una ventana sin barrotes hasta que la conseguí y decidí que saltaría, que saltaría desde el último piso de ese inmenso sanatorio que se perdía uniformemente en el horizonte. ¿Y sabe qué? No tuve miedo, aunque en la vida real yo le tengo pavor a las alturas. Por eso las ventanas de mi chambre casi siempre están cerradas, incluso en verano. Pero yo salté y además me sentí bien, mucho mejor de lo que me siento ahora hablando con usted, ¿me entiende? ¿Y ahora qué mierda va a decirme? ¿Que intente saltar de Pont Neuf, como hacen algunos eslavos borrachos cuando pasan por París en sus vacaciones de verano? ¿Que me aliste en el cuerpo de paracaidistas de la Armada Francesa? ¿Y de dónde mierda quiere que saque el dinero para los uniformes? Pero el sujeto —o debería decir el discípulo— permanecía en un silencio sólido, indivisible. Tomó el manojo de cartas, las extendió boca abajo sobre la mesa y me pidió que eligiera una. Yo tomé una carta, la coloqué sobre la mesa y me quedé mirándolo directamente a los ojos. El discípulo pareció ponerse nervioso y comenzó a hablar en un castellano más bien mediocre de la soledad, de que yo era un muchacho muy solo y que quizá, quizá lo que me hacía falta era una compañera o un compañero, o un perro, eso, un perro, lo que me hacía falta era tener un perro. ¿Pero cómo que un perro?, pensé, si yo no estaba en condiciones de cuidar ni una mata, ¿cómo mierda iba a encargarme de un perro? Pero el discípulo insistía. La veía clara: yo y el perro en un barco trasatlántico, yo y el perro en el embalse de La Villette, yo y el perro en el jardín de Luxemburgo, yo y el perro en mi chambre de nueve metros cuadrados, los dos oliendo a orine de perro y a perrarina. Lo que el discípulo no sabía era que yo ya había tenido un perro y lo había abandonado para venirme a pasar hambre a París, y desde entonces no había dejado de tener pesadillas con mi perro, sobre todo porque yo solía maltratar a mi perro, que era una de las tantas cosas que mi ex novia no podía soportar. Por ejemplo, cuando el perro se orinaba o se cagaba alegremente por la casa, yo esperaba a que ella se marchara y entonces aprovechaba y le caía a coscorrones al perro. Eso pensé y solté un manotazo sobre la mesa mientras mi amigo español me tiraba del brazo y me ayudaba a salir del café. Y esa misma noche, ya solo en mi chambre, volví a repetir el sueño de la ventana sin barrotes y el sucesivo salto, y como en el sueño anterior, volví a sentirme extraordinariamente bien y extraordinariamente acompañado, como si más allá de esa ventana sin barrotes que era mi sueño, yo pudiera finalmente encontrarme con los demás y ser uno con ellos, brumosamente consciente con ellos, abrazado y trémulo y trasparente con ellos. De manera que al día siguiente, apenas me desperté, volví a salir de casa tan rápido como pude y tomé rumbo a Bastilla. En el camino me di cuenta de que había salido en piyama, pero ya era demasiado tarde. Necesitaba llegar a ese sitio, necesitaba hablar con el discípulo lo antes posible. Cuando el sujeto me vio llegar, enseguida llamó a uno de los mesoneros. Era el mismo gordo con la mancha de café del día anterior. Yo me acerqué a la barra, como si nada, y pedí que me vendieran un ticket, pero el sujeto que atendía se negó, alegando que ya todos los tickets se habían vendido y que tendría que venir otro día. Era el colmo. Tomé un vaso de cerveza que reposaba sobre la barra y lo arrojé contra el suelo. El gordo me agarró del cogote y me sacó a patadas del bar. La tarde era caliente. La canícula, la canícula, pensé, y me largué a mi casa profundamente ofendido. Cuando llegué, abrí la despensa y saqué una botella de un licor raro que alguien, acaso mi amigo español, había dejado allí hacía meses y me la empiné de un solo trago. Luego pasé al paquete completo de ansiolíticos, a ver si me tranquilizaba o me moría, hasta que caí profundo en la cama, pero ya no podría recordar cómo. Sólo recuerdo haber sentido el sol en mi rostro, un sol fuerte que parecía entrar a raudales por las ventanas de mi chambre. Estaba sudando. Pensé: la luz es distinta cuando uno toma pastillas. Luego me acerqué a la ventana, la abrí y me agarré del marco de madera y me encaramé como pude, para luego despeñarme de cabeza, hasta caer seis pisos más abajo, en el pavimento. Básicamente, me desnuqué. Sólo un golpe blando, como el de una bolsa de leche rebotando en el piso, y luego un pitido que fue apagándose dulcemente, muy dulcemente, hasta que ya no sentí nada más. Cuando llegaron los paramédicos yo todavía tenía pulso, pero estaba inconsciente. O estaba terriblemente consciente, observando el trajín de los paramédicos desde algún resquicio increíble de mi cerebro comático. Me montaron a toda prisa en una ambulancia del servicio público, pero ya en la ambulancia entré en paro y comenzaron los trabajos de reanimación, que se extendieron incluso en el hospital, en una habitación cerrada como una celda de sanatorio. No sé cuánto duró todo aquello, acaso veinte o treinta minutos. Yo sólo quería que todo terminara de una buena vez. Al final decidieron dejarme tranquilo. Apagaron las máquinas. La última enfermera abrió las ventanas y cerró la puerta tras de sí. Yo me senté en la cama, o una parte de mí se sentó en la cama, y pensé primero que lo de la ventana era en verdad una broma de mal gusto. Luego decidí levantarme y me acerqué e intenté apoyarme del marco de aquella ventana; y primero tuve miedo, luego me dio arrechera. Afuera, el sol se derramaba entrecortadamente en el viejo jardín del hospital. Abajo algunos pacientes en andaderas, algunas enfermeras y un perro atado a un árbol, como olvidado por su dueño, que me miraba fijamente a los ojos sentado sobre sus patas traseras.