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natalia bravo

La vagina monoteísta

Con su cara bien lavada, repuso el orden en su vida: abrió el diccionario al azar, su dedo apuntó la palabra “compromiso”; una hojeada del polvoriento librito que había olvidado entre los horarios de oficina sirvió de desfibrilador para despertarlo de golpe. La revelación ocurrió un mes después de haber sufrido la enfermedad de la insatisfacción. Regularizó la temperatura corporal, tal como una rana sumergida en agua hirviendo. Vistió “de punta en blanco”, calzó zapatos de suela dura y decidió encargar flores para la boda.

Su boca aún permanecía sedienta de tanto hablarme aquella madrugada, pero el tufo a alcohol excusó cualquier promesa o desvío.

Marcó mi número una vez más. Esta vez no fue para revivir la sensación que le producían sus ojos vendados, mi boca deslizando sus labios, las trufas que compartimos escuchando temas de The Beatles o una de esas tantas veces que arrimó su cuerpo entero y asfixiante sobre el mío como si no midiera casi dos metros, como si fuese la pluma de un gorrión que sutilmente brinca de un hombro a otro porque sabe que es libre y puede retomar el vuelo.

Tampoco hizo eco de nuestras largas conversaciones ni de su declaración de matrimonio frente a la piel tersa económicamente aceitada de una bella stripper española que jugueteaba para arrebatarle el par de billetes con los que sobrevivíamos a las calles de Nueva York; nunca una mujer desnuda tuvo tan poco poder sobre la mirada de un hombre, sus ojos latían apuntándome y eran para mí…. para mí no había otro, no había mayor acto de amor que ese: él era libre y me apretaba fuertemente. Él fue libre, me lo confesó tres años después al beber vorazmente –devorador siempre fue– su entrada a la respetable sociedad a la que nunca quiso pertenecer.

Por el contrario, marcó mi número para decirme que necesitaba el nombre de mi mejor amigo florista; ése, el que haría los arreglos para su boda con otra mujer, una ni tan libre ni tan estricta, más bien, indicada, que amaneció a su lado a la hora perfecta.

La sentencia fue condenatoria: le entregué una libertad desmedida y culposa que su madre celó hasta convencer, incomprensible para el frágil mortal que aun se acurruca ilusorio entre mis piernas. Él es mi figura imaginaria comparativa, el único capaz de convertirme en esta escultura de mármol a la que continuamente le lloran los ojos. Mi niño grande desmoronó mi mundo y marchó como si no hubiese existido, sólo queda una invulnerable muralla similar a la que le prometen a un país que apenas se curaba del racismo.

¿Quién comprenderá el odio que retienen las víctimas de guerra o a mi corazón, resguardado entre minas, que está dispuesto a contraatacar a todo aquel que se le parezca?

 

Dedicado a Luis y a sus semejantes


Photo Credits: Jerry Ferguson

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