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Miguel Sabater
Miguel Sabater viceversa magazine

La única insatisfacción de Julio Verne (Parte II)

 

Cultura y Arte

Cuando se disipó la neblina me vi caminando por una estrecha calle adoquinada. De momento pensé que me encontraba en algún sitio de Praga. Poco después tuve la certidumbre de que era París, y que mi razón de estar allí era llegar a la estación de ferrocarril para seguir camino a Amiens.

Amiens, al norte de Francia, es la capital de la antigua región de Picardia. Desde el siglo xv su actividad fundamental es la textil. En ella permanece la imponente catedral gótica de Notre Dame, la mayor del país con una longitud de 143 metros.

La vida de Julio Verne consiste en levantarse antes de que amanezca, trabajar hasta las once, luego almuerza y se va al local de la Sociedad industrial donde están las salas de lectura. Allí nutre su espíritu documentándose con periódicos y revistas. Después regresa a casa donde continúa leyendo en su biblioteca para luego tomar un baño de agua tibia y cenar. Cuando el Consejo municipal se reúne en sesión, Verne suspende sus actividades literarias. Cumple cabalmente con su cargo de funcionario del Consejo, en lo cual se desempeña en actividades de tipo cultural.

—¿Cómo hace sus libros? —le pregunto después de haber saboreado un exquisito té acompañado con bizcochos.

—Yo siempre estoy escribiendo. Cuando no lo hago físicamente en una de mis novelas, estoy pensando en las diez que voy a escribir en el futuro. Pienso mucho en el argumento de mis próximas obras, y creo que es por eso que luego no me cuesta trabajo escribirlas. Es en las correcciones donde invierto la mayor parte de mi tiempo. Nunca estoy satisfecho antes de la séptima o la octava corrección, de modo que la última versión a veces ya tiene muy poco que ver con la primera.

—¿Esa actividad de corregir es aburrida?

—De ninguna manera. La corrección es parte de la creación. Es la creación en detalle, y lejos de aburrirme la disfruto mucho. Un libro nunca está acabado. Esta es una de las más amargas verdades del oficio, pero también es una de las más grandes enseñanzas que se adquieren al ejercerlo.

Así como Balzac se propuso con su Comedia Humana realizar una disección de la sociedad de su tiempo, Verne, en su ciclo de novelas Viajes Extraordinarios, tiene la intención de describir la tierra entera.

Cada novela de Verne es un acercamiento a la historia y la geografía de una región del planeta. Antes de imaginar personajes y tramas el novelista se documenta minuciosamente sobre el espacio y el tiempo donde se moverán sus personajes y ocurrirán los acontecimientos. Verne es un lector insaciable de obras científicas, de periódicos y revistas especializadas sobre ciencia, industria y geografía. Está suscrito a más de 20 publicaciones. De sus cuantiosas lecturas ha fichado miles de notas que conserva clasificadas según sus temas, y ello le ha servido para enriquecer sus libros con numerosos datos. En estas fichas están registradas también sus observaciones obtenidas en diversos viajes.

—Desde muchacho yo adoraba ver como trabajaban las máquinas. Recuerdo vívidamente que mi padre tenía una finca en Chantenay, en la desembocadura del río Loira cuando vivíamos en Nantes. En ninguna de mis estancias en Chantenay dejé de visitar la fábrica. Me pasaba de pie horas y horas observando cómo las máquinas hacían su trabajo. Usted no puede imaginar cuánto me complazco viendo la máquina de vapor de una locomotora; disfruto esa experiencia con la misma pasión con que pudiera contemplar un cuadro de Rafael o Correggio. Mi interés en las industrias humanas siempre ha sido un marcado rasgo de mi carácter, tan marcado como mi amor por la literatura.

—¿Cómo puede usted inventar tantas cosas?

—¿Quién ha dicho que yo invento en mis novelas? Siempre he tratado que todo parezca tan verdadero y simple como sea posible. La exactitud de mis descripciones las debo a numerosos apuntes y reflexiones que he registrado durante años.

—Se ha dicho que las mujeres no ocupan un lugar preponderante en sus novelas —le comento.

—Eso tampoco es exactamente así. Cuando hay necesidad de introducir el elemento femenino, lo encontrará en mis novelas. Ahora, lo que sucede es que el amor es una pasión absorbente y deja poco espacio para algo más en el corazón humano, y mis héroes necesitan de mucho ingenio e independencia para llegar a sus propósitos finales, y la presencia de una encantadora joven puede interferir en sus objetivos.

El estudio de Verne me sorprende. Es pequeño, y da la impresión de que es una especie de cabina del comandante de un navío. En una esquina, de frente a una gran ventana por la que puede verse la catedral de Amiens, se observa una mesa de trabajo cubierta con libros y mapas ordenados. En la esquina opuesta hay un pequeño catre donde Verne duerme después de la puesta de sol hasta el día siguiente en que, al alba, despierta para comenzar a trabajar. Además, hay un busto de Moliere y otro de Shakespeare y algunos cuadros pintados con acuarela entre los que figura su yate St. Michel.

Colindando con el estudio asoma una habitación clara y silenciosa, donde se observa una colección de libros de viajes, de ciencia y mapas. Aparte de esta biblioteca existe otra en que figuran todas las novelas de Verne en Francés: 80 volúmenes, y otra sección donde hay cientos de volúmenes en diversos formatos que son las traducciones de sus novelas a diversos idiomas.

La compañía de los Verne no merece abandonarse, pero recuerdo que dentro de una hora debo abordar el tren que pasa por Amiens de regreso a París.

—Lo acompañaremos —me dice Verne—. Así podremos enseñarle las curiosidades del pueblo.

Nos dirigimos al centro de la ciudad. Mientras el novelista me comenta lo que ha hecho la administración municipal por los progresos del pueblo, la señora Verne es saludada por algunas personas conocidas, asombradas de verla fuera de la casa a una hora desacostumbrada. A Verne lo saludan constantemente hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que lo tratan con notable respeto.

En el hotel de la villa, me mostró la galería de pinturas, haciendo ciertas observaciones de las obras expuestas. Luego visitamos la catedral Notre Dame, a la que todos los domingos asiste el matrimonio.

—Son ustedes muy gentiles —les digo a los Verne cuando atravesábamos la plaza—. Dígame una cosa —agregué dirigiéndome al escritor—, ¿esa insignia roja que lleva en su chaqueta, lo acredita como oficial de la Legión de Honor?

—Sí —respondió el novelista—. Es un reconocimiento. Fui el último hombre condecorado por el imperio.

—¿Cómo el último?

—El último. Dos horas después de firmado el decreto que me hizo miembro de la Legión de Honor, dejó de existir el imperio.

—Parece un hecho de novela —le digo.

—Pero así fue. Sin embargo, no son las condecoraciones lo que ansío, sino el reconocimiento de las personas por lo que he hecho o he intentado hacer.

—Excúseme. No lo entiendo.

—Es muy sencillo. Hace quince años atrás Dumas hijo propuso mi nombre para la Academia francesa, pero no aceptaron mi elección. Ahora, recientemente, han renovado la Academia, y sigo siendo ignorado. Dumas me dijo que, si yo hubiera sido un autor norteamericano o inglés, mis libros tal vez habrían sido traducidos al Francés y mis compatriotas me hubieran considerado como uno de los más notables escritores de ficción. Y yo creo que tenía razón. Esta ha sido la única insatisfacción de mi vida.

—Suele ocurrir —comento—. En mi país no pocos escritores empezaron a ser mejor considerados después de conocidos en el exterior. Otros tuvieron y tienen peor suerte: como si no existieran.

Ya nos encontrábamos en el cementerio de la Madeleine, al que los esposos Verne me habían prometido llevarme antes de nuestra despedida.

—Este es el camposanto de Amiens —me dice, al parecer, un empleado del cementerio que ahora inexplicablemente me acompaña. Es un hombre alto, de expresión severa, que anda junto a mí ofreciéndome datos del lugar. Mientras conversa conmigo advierto que a mi alrededor no están los Verne.

—¿Dónde están los Verne? —le pregunto.

—Ahí —responde el empleado con un movimiento de cabeza.

Justamente entonces nos detuvimos. El guía señala una tumba en cuya inscripción figuran los nombres de Julio y

Honorine. Sobre el sepulcro se impone una escultura del novelista.

—La obra se titula «Hacia la inmortalidad y la eterna juventud» —me explica el guía—. Fue diseñada por el escultor amiense Albert Roze en 1907.

—Hace cien años —comento, algo distraído—. Pero, ¿cuándo murió Verne? —pregunto de inmediato, desconcertado.

—El 24 de marzo de 1905. Su funeral se extendió a cuatro días y se difundió en los diarios más importantes del mundo. Está pálido, ¿se siente mal?

—No. Es que no lo sabía. Excúseme. Recordé que ya tengo que irme.

Ahora, mientras regreso de Amiens en este tren que se desplaza a través de un sendero de niebla interminable, recuesto la cabeza, cierro los ojos y veo el monumento: Julio Verne saliendo de su propio sepulcro mirando al cielo y con la mano en alto llevando una flor natural.

—La flor se la ponemos todos los días, —recuerdo que me dijo el guía.

Es el testimonio que Amiens le hace diariamente a su escritor. Me habría gustado tanto que Verne lo supiera. Así podría vivir su muerte con la satisfacción de que Francia le hizo justicia.


Photo Credits: Malin Andreassen

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