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Fabián Soberón

La última hora

El hombre, solo, camina por el pasillo estrecho de la casa, en Paraguay. Ya no es el presidente ni el ministro ni el soldado. Es un viejo que fuma, lento, paciente, en las horas rojas de la tarde quieta. Mira la pasiva caída de la lluvia en la ventana.

Se detiene. Toca las paredes, el borde de la mesa. Está casi ciego. De pronto, sin que el destino lo haya dictado, un estertor invade su corazón frágil. Como un monje inoportuno cae, impelido por el ataque, y alcanza a manotear el lomo romo del sillón. Su cuerpo golpea, en el piso, rotundo, su camisa se abre y una mano queda apoyada en el pecho abierto.

Sarmiento ha muerto.

Después de unas horas, las moscas rodean el cuarto. Un vaso sucio refleja el vuelo sórdido de las moscas y ostenta el vacío del instante.

En la foto, Sarmiento está recostado en un sillón, con los ojos cerrados, y con el nudo en la garganta tensa. La garganta tiene los recuerdos amontonados como moscas feroces. Los brazos cuelgan, impasibles y solitarios. La lentitud de la muerte se ha posado en el cuerpo blando.

Todo el pasado se acumula en la imagen.

El cuerpo tieso es un laberinto de recuerdos.

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