Todo comenzó cuando encendí el televisor y vi al rey del tenis con una prenda de vestir -dejémoslo así, porque no sé si llamarla chaqueta, campera, saco con capota o con un sinfín de definiciones latinoamericanas- con una palabra simple como único estampado en el pecho. Una palabra intervenida con el logo de su majestad en el medio. Mezclaba, usando dos colores planos, la palabra que define su juego y el logo de su marca, que no es otra cosa que sus dos iniciales principales. Y digo que todo comenzó, porque a partir de entonces, la palabra perfección cambió mi percepción de lo que define. Como si lo que yo llamé perfecto hasta entonces hubiera recobrado vida y se hubiera erguido y, además, hubiera dado su primer paso frente a mis ojos mientras mi humanidad agobiada y doliente se petrificaba más cada vez.
Y entonces sucedió. Mientras tanto, en una página de videos que visito con frecuencia, se llevaba a cabo una entrevista entre un escritor joven colombiano y un falso periodista, hijo de un periodista de verdad. El escritor mencionaba a Chesterton, escritor y periodista británico de principios del siglo veinte, y refería sus milagros, es decir, sus libros. Argüía que la causa que pretende que el Vaticano lo canonice es más que justa por ellos. Y, entre Federer y Costaín, mezclaron en mí una bebida que todavía no se había fabricado, aunque siempre estuvieron allí, en la despensa que es el pecho, los dos ingredientes: la literatura y la perfección. Bebí entonces sin medida, como me suele suceder en las primeras veces, hasta la ebriedad. Y ya ebrio, escribí esto que leen, que muy poco tiene que ver con la una o con la otra, porque son las dos al a vez: yo.
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