Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Adriana Cabrera

La suerte de Mario Ordóñez

Mario había intentado salirse de ese hueco. Se había ido huyendo de Él Cajón, adonde a pesar de las instalaciones de la estación de policía, el olor a muerte lo había invadido todo. Los paras lograron ocupar el corregimiento, decimaron y descuartizaron a más de la mitad de su familia e hicieron explotar cuanto edificio quedaba en pie.  Mario les había burlado la guardia y se les había volado. Tomando la margen izquierda del rio Catatumbo se había ido a perder en los laberintos del corregimiento de Rincón Hondo, en una de esas veredas despobladas, rodeada de robles y de guayacanes y perdida entre aromas silvestres que lo cautivaron. Se había ido a meter por allá donde se invadían predios sin pedir permiso y se hacía plata con facilidad, nadie controlaba nada. Buen lugar para recomenza según él.

Aunque Mario no dudaba que fuera fácil, sabía que el negocio se hacía en esos parajes montando su propio « laboratorio », porque entre tanto caos la única fuente de sobrevivencia que daba para comer era la siembra de coca y aún más su elaboración. La coca había remplazado el plátano, el café y el frijol y hacia la prosperidad de la zona a ciel o abierto. Pequeñas guaridas se instalaban anárquicamente creando una zona de monopolio del negocio.

El se escapó con su novia,  que ya llevaba un retraso. Portaban juntos esas ganas frescas de convertirse en familia, él la de ser su propio patrón y ella la de mantener una casa, con su huerta y su jardín. Les hubiera bastado con poco. Lo que él llevaba guardado era para invertirlo en su negocio y salvar el pellejo. Era cuestión de un año, maximo dos. La pasta se vendía fácil y ganaría lo suficiente para instalarse después en algún pueblo y empezar algo normal. Pero de esa región ya se oía hablar en muchas partes y atraía a muchos más veían las ganancias de campear.

Lo que Mario no sabía era que para preparar la pasta por sus propios medios, tenia que ingeniársela y maniobrar con productos ordinarios químicos y peligrosos, tenía que saber disimular y encontrar compradores que no lo vendieran ante las bandas que la revendían a mejores precios y tenía que desconfiar del que lo quisiera ayudar. Las mismas bandas de antiguos paras y guerrilleros vendidos, intercambiados, arrepentidos o transformados que cundían e iban y venían en toda esa zona. Era un hervidero. Zona libre del estado, zona del no derecho, zona pára los que supieran ingeniárselas y no tuvieran para eso ningún escrúpulo y más bien poco ingenio. Lo básico sin preceptos ni afabulaciones. Gente que como él había visto la calaña profitable del asunto.

Después supo también que había que cancelarles vacuna a los dos bandos, o a los bandos que hubieran, y que una vez estando allí, le iban a seguir la huella, la conversadera y la manipulación, para mantenerlo obligado a fabricar la pasta hasta entregar los huesos. Era el único oficio que se le ofrecia a los forasteros que aterrizaban allí, a él o a los que vinieran. No le quedaba de otra. Todos se hacían los locos pero cada uno buscaba su tajada.

Mario se escapó con Tatiana, su novia, y el que sería su primer hijo. Estaba convencido de que por allá no vendrían a buscarlos, en una zona baldía donde si apenas encontrarian guérilleros tratando de esconderse o perseguidos que como él buscaban tantear la suerte.

Que iluso Mario, pensar que los paras no tenían ojos por todas partes. Que iluso ignorar que hoy en día, todo estaba conectado y que a pesar de tratarse de un caserío; sin carreteras ni electricidad, sin acueducto, ni alcantarillado, apenas servido de agua de los caños naturales, todo era conocido de antes, se sabía y se hablaba poco, todo se controlaba y se medía, se compraba y se vendía. Las Rangers conocían bien la ruta de los de estaderos, fabricantes de pasta, de los informadores y de los revendedores. Un recién llegado era siempre para ellos una nueva ganancia que se agregaba.

Antes de la guerra que él había padecido, las zanahorias tenían color zanahoria, pero allí crecían poco a poco con un color ocre o a veces un color tan naranja que parecía irreal. Eran grandes, demasiado grandes, enormes, seguro eran transgénicas, se decía él, como todo, como las hierbas, como las guayabas y hasta los plátanos, pero que importaba, había que comer y mantener el negocio.

Todo había sido invadido por los sustancias y las hortalizas no eran excepción. En ese mundo de fármacos a Mario le tocó empezar a hacer sus prácticas y sus experiencias. Le tocó aprender a mezclar los componentes, a calibrar las medidas y a saber revolver hasta obtener la buena proporción. Lo más simple fue conseguir los ingredientes, aunque en eso también tenía que saber regatear, todos sabían de eso.

Los sulfatos, la gasolina, el amoniaco hasta el cemento, un mercado paralelo de materias primas se había desarrollado y eran más fácil de conseguir que los mismos alimentos o los materiales de construcción. Para comer algo diferente al frijol y al patacón le tocaba a cada uno tener su propia huerta o más bien su propio lodazal.

Se sabía que el cemento no era propiamente para levantar el rancho, ni para hechar la azotea. Todo eso se canjeaba de manera escueta y banalizada como si se tratara de un campus de químicos experimentadores.

Mario montó su rancho con latas y uno que otro palo anudado. El clima no era problema, las lluvias espesas y recias venían por temporadas. Lo que le ponía los nervios de punta era esos componentes que empezaban a invadir y a repartirse por todas partes. No le habían enseñado el cuidado que debía tener para manipularlos, ni cómo protegerse de ellos y proteger su medio ambiente. Nadie les había  enseñado cómo hacer, todos aprendieron ahí mismo.

Se había organizado con apenas lo necesario para dormir y cocinar. Dos piezas y una fosa séptica al fondo del matorral. Una pieza para dormir, la otra para campear, aunque al final todo funcionaba alrededor del sitio donde campeaba adaptando y tomando más y más espacio para las diferentes etapas por las que la pasta tenía que pasar. Había improvisado una especie de cocina- laboratorio y se extendía porque la pieza le había quedado pequeña. De todas maneras sin tuberías ni alcantarillado todo terminaría por llegar al mismo lugar.

El rancho en terreno baldío, librado a los caprichos de la naturaleza, se  inundaba y se secaba sin perder nada del polvo ni de sus componentes.

En poco tiempo se convirtió en un terreno podrido, listo para botar y abandonar, las canecas y los plásticos, las madejas de bolsas, la balanza, era todo un energúmeno químico que iba invadiéndolo todo. Por un lado se guardaba una parte seca a donde se terminaba el proceso y se cortaba y envolvía la pasta. Era la parte más limpia del proceso terminado. Por la otra, los componentes se mezclaban al lodo y al agua de las lluvias, se formaban riachuelos de cócteles fármacos donde las gallinas picoreaban y el bebé jugaba mientras los dos absorbidos en las maniobras sacaban adelante su obra. Todo se volvío gris y polvoriento en poco tiempo. Los canales hedían nauseabundos y el camino a los caños naturales había infestado las aguas y el aire.

En medio de ese desagüe, de esa pestilencia y de ese macabro paisaje empezaron a moverse los críos. A penas tenían en pie y ya tenían la panza hinchada. No se sabía si era de sopa o del agua ya demasiado infectada. En todo caso a nadie le iba a importar. Ellos a cientos de kilómetros de la civilización no podían encontrar quien pudiera diagnosticárselo. Solo existían ranchos delabrados, que operaban bajo el mismo código, en las mismas condiciones, bajos las mismas latas de zinc y en el mismo barro ya envenenado. Ellos habían querido esconderse y el mundo los escondía voluntariamente.

Hacíendo su vida como el que quiere salir rápido de un mal paso, mientras se espera que aparezca algo bueno para continuar, para justificar tantos pasos torcidos hechos voluntariamente, en ese tipo de esperas que se hacen eternas. Lo bueno nunca llega, ademas con tanta vacuna, la fatalidad les negaba cualquier otra salida.

Mario había empezado a quedarse calvo, sus manos se pelaban y su pulmones comenzaban a sufrir. El amoniaco trabajado con frecuencia comenzaba a rasparle la garganta, a secarle el pecho. Ya se le había olvidado porque se había ido a meter ahí. Escuchó hablar de la amnistía, pero de la droga nada. En ese tema eran menos claros. Pero Mario no perdía las esperanzas, eran tantos como él !!

Con las famosas negociaciones, fueron otros los que se decidieron a venir. Los paras no iban a perder su negocio, ademas tenían una memoria larga y ancha y llegaron allí. La banda que le había borrado parte de su historia era ahora una autodefensa articulada y organizada a visión más larga y empresarial. El negocio era ahora de ellos y no se lo iban a dejar quitar. Ya no solo había jefes sino también emisarios que cumplían órdenes y se organizaban por escaños. El militar, el comercial, de todas formas todos armados y dispuestos a lo mismo, ya no tenían tanto tiempo para hacer pruebas sanguinarias, iban bajando al que se opusiera de una y seguían al siguiente sin más.

Empezaron a organizar el caserío en una especie de industria multinacional. La coca como el mejor producto interior bruto y su calidad en proporción a la decadencia que dejaba tras de sí como mejor prueba.

Se oyó hablar de las victimas, de la memoria, del perdón, también hablaban de la reconciliación, la radio decía tantas cosas mientras Mario campeaba, el negocio nunca había funcionado tan bien. Mario ya estaba cogiendo cancha. Lastima su salud no iba en la misma dirección, no vería crecer sus hijos, ni verlos llegar hasta el colegio, ni ellos tampoco verían otra cosa que el negocio de papá. Solo les quedaba prolongarlo porque la vida no les daba para más.

Hey you,
¿nos brindas un café?