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willy wong
Photo Credits: Marketa ©

La soledad más acompañada

Cuando era niño uno de mis pasatiempos favoritos era revisar el mapa mundial en los libros de geografía. En mi país, el Perú, no existía la televisión por cable y la programación nacional era bastante limitada en cuanto a contenido internacional. En tanto, contemplar los países y sus banderas en los textos era lo que permitía dar rienda suelta a mi gran sueño: viajar solo. Mi mayor anhelo, mi meta al cumplir la mayoría de edad, era tomar un avión sin compañía. Imaginarme pisando tierras foráneas, descubriendo la movilización para llegar a un destino, conversando con entes con pensamientos diversos a los míos; era un placer mental que se proyectaba en mi piel hasta erizar mis pocos vellos. Una sensación que disfrutaba cada vez más al celebrar un año más de vida. El tiempo se iba acortando y los dieciocho años se avecinaban con grandes expectativas. El viaje solitario lo sentía a la vuelta de la esquina.

Y fue así. A los cuatro meses de celebrar mi onomástico número dieciocho subía a un Boeing con rumbo a Buenos Aires, mi ciudad soñada. Era el mes de julio, uno de los meses más fríos en Sudamérica, pero a la vez uno de los que contribuía con lo que me atraía de la capital porteña: la elegancia. Al llegar al centro de la ciudad, el desfile de abrigos de paño y piel, adornados con bufandas color camello, alborotaban mi vista. Las famosas chompas de cachemir, así como las botas de cuero sólido, irrumpían mis sentidos de manera estrepitosa. Nunca antes mi afición por la moda se había sentido tan escoltada. En cada caf­é, restaurante y parada turística, el glamour argentino se convertía en otro amigo íntimo. De aquellos con los que se vive con intensidad, y que aún cuando los dejamos presencialmente, los llevamos en el alma profundamente. El estilo gaucho marcó el styling que me acompaña hasta el día de hoy.

Mi segunda travesía conmigo mismo en el exterior se dirigió al norte, muy al norte, y nuevamente un mes de julio. La región de los finos quesos y las exquisitas truchas me daba la bienvenida, pero en contraposición a la anterior visita, esta vez llegaba durante la estación de verano. Philadelphia, digna y ostentosa, me abrazaba en Bethlehem, unas de sus ciudades universitarias más cálidas. Armoniosamente llena de árboles con garbo, recintos intelectuales y sobrias edificaciones; desde el primer día, el urbanismo con la que había sido concebida inundó mi razonamiento. Esa convivencia entre las tendencias y el pasado, de lo nuevo con lo épico, de lo moderno con lo emblemático; calaron en mi perspectiva sobre el arte urbano. Era el año 1998 y Belén, en español, me regalaba la amistad con la apreciación por la arquitectura, con la admiración por las obras del hombre de ayer y de ese entonces.

Después de Norteamérica prosiguieron muchas más naciones que engordaron mi viajera agenda. Cada una de ellas impetuosa y radiante, con ganas de dar a conocer atributos únicos de su historia, de sus tradiciones. Características culturales propias que se volvían camaradas, presentes y perdurables, de mis viajes. De esos cuestionados por no tener compañía humana y que argumentaban su existencia en amigos imaginarios. Y es que el enrumbar solitariamente a un paraje cualquiera, es quizás la acción predestinada a encontrar las asociaciones menos pensadas y sutilmente impactantes. Regresar a casa con una, dos, tres, o cinco visiones diferentes respecto a los temas mundanos y trascendentales, luego de haberlos meditado en el lugar de los hechos, es, creo yo con humildad, indudablemente la soledad más acompañada que se pueda experimentar.


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