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Daniel Cmapos
Photo Credits: Marketa ©

Por la ribera del Hudson

Aunque tratás de simplificar tu vida, a veces se te complica. Es como si intentaras integrarla pero se te fragmenta. O como si intentaras encarrilarla pero se te descarrila.

Sin embargo, si te quedás quieto, en silencio, y observás y escuchás, lo percibís todo más claro. En lo complejo, lo fragmentado, lo enredado, aprendés a discernir lo simple, lo integrado, lo libre, lo natural, lo vital.

Para encarrilarte agarrás, por ejemplo, un tren hacia el norte de Nuyork a lo largo de la ribera este del río Hudson. Es un sábado otoñal, seminublado, fresco. Las aguas fluyen grises y encrestadas hacia el Atlántico. Suceda lo que suceda, las aguas del río fluyen, pasan. Fluyen. Pasan.

En los peñascos y colinas de la ribera oeste, el bosque caducifolio se incendia en llamaradas rojas, amarillas y anaranjadas que contrastan con el verde oscuro de los coníferos. Aquí y allá se asoman las paredes de roca gris y estratificada de los peñascos. Han pasado muchas eras geológicas y muchas historias humanas, muchas alegrías y tristezas, placeres y dolores, luchas y felicidades, en cuanto el Hudson, paciente y constante, creaba su cauce, tallaba sus cañones, regaba sus valles.

Conforme el tren avanza cauce arriba por la ribera, te vas relajando y sentís paz acariciándote por dentro. Al otro lado del río ya no ves peñascos sino las estribaciones de las montañas Catskills en pleno apogeo otoñal.

Llegás a la estación de Beacon al atardecer. El sol se pone tras las nubes que descansan sobre las cumbres de las Catskills en la medianía. Ilumina el cielo con su brillante haz y deja una estela fugaz en las aguas.

En el andén te reciben tus amigos amados y te llevan a casa para ofrecerte una deliciosa sopa de papa y vegetales, ayotes, camotes y zapallos al horno, con cidra de manzana bien caliente. Te regalan tambiés sus abrazos, su atención y su cuidado.

Cuando el hielo nocturno ya ha descendido de las montañas vecinas y enfriado el pueblo, te encienden una fogata. Observás tranquilo, junto con ellos, estrellas que nunca ves en la ciudad y escuchás en silencio el crujir del fuego consumiendo la madera y el aullar del viento por entre las ramas de los arces, robles y sauces.

Te quedás muy quieto. Sentís sin pensar. Regresa la simplicidad. Se asienta la serenidad. Se ordena el ser. El espíritu siente que es soplo de vida y el cuerpo sabe que es vida en proceso y ambos se integran y sienten y saben que juntos forman un Todo con el TODO.


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