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La respuesta vacilante: La poesía de Wislawa Szymborska

Wislawa Szymborska (1923-2012), la poeta polaca de alas de barro y atardecer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1996, dejó el mundo físico de los vivos a fines de enero de 2012, después de haberse prodigado en lecciones de vida y pensamiento, de obra y heroísmo, de filosofía y humanismo a la altura del otro, para quienes han seguido el ritmo singular y el decir profundo de su palabra y su silencio.

Szymborska, junto a Czeslaw Milosz y Zbigniew Hebert, también nacidos en Polonia, es una de los tres mayores poetas europeos del siglo XX, no sólo por la originalidad, la textura humana y la hondura de cada una de sus creaciones, sino porque en el holocausto permanente que ha sido la historia de Polonia (el doble asalto de Alemania y la URSS; la ocupación nazi; los campos de exterminio instalados en su territorio; la larga noche del totalitarismo estalinista; el derrumbe del orbe socialista y, desde los años noventa, la imposición del capitalismo salvaje como modelo político), hizo de su quehacer poético una forma de respirar y de vivir, la verdadera piel de su libertad, fuente de consuelo a la altura de sus lectores y una estrategia para instaurar archipiélagos de luz en la conciencia conmovida de su tiempo.

Si casi todo el siglo XX, por ese eclipse de la racionalidad que hizo sucumbir y dominó a tantos, parece un cementerio de primaveras frustradas y sueños caídos, lo que vivimos en el medio siglo que va del 39 al 89 fue uno de los períodos más oscuros en la historia del hombre. Esa época fue la del extravío de la razón en segundas nupcias con la demencia ideológica. Postular, en nombre de una ideología, que el otro no tenía derecho a existir o a profesar una concepción ideológica distinta, fue la base fundacional del agrio totalitarismo que vino después. Expedir salvoconductos ideológicos o políticos para legitimar la persecución y la eliminación del otro, como ocurrió con los gobiernos que habían bebido los caldos y venenos del totalitarismo más atroz, de izquierda y derecha, fue el camino más corto hacia las farsas sangrientas que prepararon la Segunda Guerra Mundial y la noche que vino después. Convertir a la “masa” indefensa de seres humanos en engranaje y pieza de repuesto del mecanismo del poder; en regimientos de desahuciados o “indeseables” aptos para el sacrificio por voluntad de Estado; en asamblea de números listos para la cámara de gas, el campo de concentración o cualquier otra forma de eliminación sumaria, han sido algunas de las peores evidencias de la crueldad a que pudo llegar el totalitarismo de Estado en el siglo XX.

Todo esto lo vivió Wislawa Szymborska en su adolescencia, su juventud y su edad madura, desde los clavos del dolor: desde la específica condición humana que le tocó en el reparto del ser en el cosmos, y la todavía más específica condición de poeta que abrazó a muy temprana edad. Con gran acierto, escribió José Emilio Pacheco (Proceso No. 1840, 5 de febrero de 2012): “Wislawa Szymborska ha respondido a estos cataclismos con la poesía más sabia, intensa y original de nuestro tiempo”.

A pesar de haber nacido y vivido en una de las naciones sometidas por el imperialismo soviético, Szymborska se liberó del corsé del “realismo socialista” para escribir una de las obras más dolorosa y luminosamente humanas de todos los tiempos. Julia Hartwig, en una velada dedicada a la poeta en 1993, dijo que la concepción de “la poesía como conciencia” de Czeslaw Milosz, definía de una manera muy precisa la poesía de Szymborska. Julia Hartwig se refería al ensayo que había publicado Milosz bajo ese título en 1991, en el que escribió: “Así, la poesía polaca elaboró una meditación existencial, lo cual exigió abandonar el puro lirismo y aventurarse en un discurso que pudiera ser acusado de banal”. Szymborska corrió el riesgo: el lado negro de su existencialismo es de piel amarga, pero concibió y desarrolló una obra cuyos cimientos más profundos están en el temblor del ser, en una poética de preguntas fundamentales que, a pesar de estar poblada de gritos mudos, descubre y construye desde la soledad y la angustia una lingüística de las posibles respuestas.

La poesía de Szymborska, “ese encerrar el alma en un suspiro roto”, se dirige a explorar el lado sombra y el lado luz del ser, de los seres, no para proponer una salida al dilema de ser (¿la hay?), ni para formular respuestas alternativas a las que ha concebido la metafísica, ni para crear una poesía de salvación, sino, tan sólo, para hacer visible nuestra singularidad de ser en el universo y mostrarnos que hay una redención posible, en cada uno de nosotros, a partir de la palabra.

Cuando descubro el rostro de Szymborska, iluminado bajo el sol de los siglos o en la solapa de un libro que no ha envejecido todavía, no veo un rostro sino un corazón pleno que danza sobre su propia luz, a pesar de que en los bastidores y engranes del siglo XX reinan el nihilismo, la extinción de la inocencia, la degradación de lo humano, el apagamiento de toda forma de blancura, la oscuridad.

Frente a la maquinaria histórica e ideológica que trabaja el deterioro espiritual y urde el desastre por doquier, Szymborska introduce en el discurso poético la ironía y el humor, esos dos recursos que tienen las almas grandes para sobrevolar el lodo y situar su estirpe más allá de las fealdades de la realidad. En un contexto de rostros duros y en un país de quijadas endurecidas, es de reconocerse que alguien deslice el fino hilo de la ironía frente al horror de la existencia, como hace Szymborska con el cincel de su poesía:

Mis señas personales
son el entusiasmo y la desesperación.
———-
Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.

En los dos libros que integran El gran número / Fin y principio y otros poemas (publicados en 1997 en la Colección de poesía Hiperión, con prólogo de María Filipowicz-Rudek y Juan Carlos Vidal) y en Poesía no completa (editado en 2002, con prólogo de Elena Poniatowska), Wislawa Szymborska despliega una gran variedad de registros y matices en su escritura; una poesía de soledad que hace de ella, de la soledad, el centro iluminado de la existencia; un ritmo de poesía en voz baja que hace del prójimo el cómplice y el confidente mayor de la aventura poética y, dentro de todo ello, una singular manera de abordar las preguntas esenciales que ya había mostrado en Por eso vivimos (1952) y en Llamada al Yeti (1957).

El poema “Asombro”, escrito en 1972, no sólo es muestra de una escritura ejercida desde el punto de vista del otro, en lo que tiene de angustia y extrañeza el paso del hombre por el mundo, sino de que la poesía esencial de Szymborska sabe mostrar al mundo a través del prisma de la sorpresa metafísica.

¿Por qué demasiado una persona?
¿Esta y no otra? ¿Y qué hago yo aquí?
¿Un día que es martes? ¿En casa y no en un nido?
¿En piel y no en una cáscara? ¿Con un rostro y no una hoja?
¿Por qué sólo una vez personalmente?
¿Precisamente en la tierra? ¿Junto a la pequeña estrella?
¿Después de tantas eras de ausencia?

Szymborska, a lo largo de toda su obra, se desdobla en dos dimensiones: la profunda y dolorosamente terrenal de quien busca dotar de significado el cascarón de vida que es la travesía por la existencia y, por otra, la de una autora que parece no ser carne, hueso ni cartílago del reino de este mundo, porque su poesía -además de honda e intensa por los asuntos que trata- es poesía que derrite el alma porque pertenece a la estirpe de una grave y luminosa sencillez metafísica.

La buena poesía, cuando verdaderamente la hay -como es el caso-, es filosofía concentrada, no sólo porque desnuda al yo e intenta desentrañar las complejidades y misterios del ser a partir del diálogo genuino con uno mismo, sino porque, desde los claroscuros de la existencia, acomete la tentativa de descifrar al mundo.

Hay algo de todo esto en el pensamiento de Szymborska, cuando, en una entrevista realizada poco después de la recepción del Nobel, afirma que la poesía es “más de una respuesta vacilante”. No se detiene a explicar por qué ni a desglosar su idea; sólo remite a sus lectores al enigma que subyace a todo pensamiento y a toda creación. En todo caso, nada es rotundo y definitivo y todo es provisional en una visión poética del mundo; todo se propone a nuestros sentidos y a nuestro afán de conocer como un enigma a descifrar, porque la respuesta del poeta a cada interrogante que le sale al paso nace afectada por la provisionalidad de la palabra, pues lo humano es tránsito, y ser –con Pitágoras, Parménides, Heráclito y Plotino- es, en realidad, estar siendo.

Extraer filtros de luz de la oscuridad circundante es, quizá, uno de los mayores aportes de la poesía de Wislawa Szymborska.

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