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La República del Este: aproximaciones y periferias (VIII)

 

Urbanismo y República

“También es necesario inventar la ciudad”

Adriano González León

 

Caracas aún bosteza

Un correlato importante de la República del Este es la historia viva y contemporánea de la Caracas moderna.En tiempos de Juan Vicente Gómez esa ciudad deseada, soñada, imaginada, se introduce en la poesía de Antonio Arráiz, Pablo Rojas Guardia, Luis Fernando Álvarez, Salustio González Rincones y, entre otros, en estos versos de José Ramón Heredia que resumen bien los aires de la época:

“Ya viajamos en sueños concretos,

persiguiendo remolinos azules de horizontes destrozados,

entre saludos de palmeras que pasan y lunas fugitivas,

y errantes, maravillosos cinemas.

Imprevistas estrellas nos gritan en rojo y verde las órdenes de marcha,

y hondos mugidos, húmedos luceros,

se asoman a las ventanillas, abiertas a civilizadas brisas.

Todo se mueve alrededor de nosotros

y somos el centro de un vértigo milagroso”.

 

Caupolican Ovalles

 

Aún se trataba, como decía Juan Liscano, de una ciudad habitada por fantasmas rurales. Luis Buitrago Segura, en su mencionado artículo “Cómo se hace y se destruye una ciudad”, ya había expuesto: “Hacia mediados de la década del 40, Caracas conservaba aún algo del secreto encanto que descubrieron Humboldt y ‘Los viajeros de la Ilustración’.Eso que atrajo e hizo arraigar a hombres como los sabios Adolfo Ernest, Henry Pittier, Vila, y tantos otros que contribuyeron a crear un estilo de vida y crear un país. Su sociedad seguía siendo amable y gentil, con un tono de alegría criolla antillana y una buena dosis de ‘sprit’ francés, sin ser frívola, y de la picaresca española, conforme la describió recientemente el sabio Francisco Tamayo para el libro Caracas la horrible. Todavía no había perdido la forma de estrella irregular añorada por el mismo Tamayo.

Escasamente superaba el cuarto millón de habitantes, y los caraqueños reaccionaron con estupor e indignación cuando los urbanistas franceses, suerte de futurólogos de la época, previendo el estallido del petróleo diseñaron el crecimiento de la ciudad para ochocientos mil habitantes en el año 2000. ‘Será un infierno. Nuestros hijos tendrán que ser mutantes para sobrevivir entre la contaminación, la suciedad industrial y el caos social’, se dijeron. No estuvieron equivocados. Sólo que esa visión dantesca les llegó con veinticinco años de anticipación y ellos mismos debieron padecer sus predicciones.

El comienzo del desastre puede situarse en la década del cincuenta”.

Las haciendas del valle poco a poco irían convirtiéndose en urbanizaciones. Así lo ha relatado uno de los cronistas más importantes de la ciudad, Enrique Bernardo Nuñez: “A partir de la Segunda Guerra Mundial comienza otra etapa en la historia de la ciudad. Las propiedades agrícolas de los alrededores se convirtieron en barrios de residencias, islotes de la gran ciudad. Caen sus arboledas seculares. San Felipe, en el pueblo de San José de Chacao, hacienda del padre José Antonio Mohedano, donde éste hizo a finales del siglo XVIII los primeros ensayos del cultivo de café, que luego se propaga por todo el país, se convierte en La Castellana. Unos pasos más adelante, El Paraíso, antes Los Dolores, Serrano y Quintero, dejan sitio a la urbanización Altamira. En la casa de la hacienda Los Doloresnació Manuel Díaz Rodríguez, autor de Peregrina, y también la misma Peregrina, por otro nombre Cecilia, en cuyo relato se describe el paisaje de aquellos contornos. Separada por la quebrada de pajaritos, hoy embovedada, y el arroyo de Sebucán, que se desprende del Ávila, se halla la de Los Palos Grandes, hacienda un tiempo de Trinidad de Lorenzi. Queda todavía La Floresta, la estancia de frutas del padre Pedro Ramón Palacios Sojo, donde se bebió la primera taza de café. Todavía pueden verse las ruinas de alguna casa de esclavitud, algún tanque de añil cubierto por la maleza, alguna piedra de molino medio enterrada, cerca de la casa de San Felipe, convertida en centro de recreación nocturna. Blandín o Blandaín se transformó en Country Club. Sans souci, llamado así por Humboldt, es también centro de urbanización. Ya no se puede seguir el camino que tornaron Humboldt y Bonpland para ascender al Ávila. Bello Monte es la hacienda de don Andrés Ibarra, donde se festejó a Humboldt la noche de reyes de 1800.El trapiche Ibarra es ahora Ciudad Universitaria. Bolívar hizo mansión en la casa de esta hacienda, durante su permanencia en Caracas, en los primeros meses de 1827. En esta hacienda, por otro nombre Maripérez, se desenvuelve la escena entre el Libertador y el señor Felipe Lazo, de la familia que le disputaba su posesión de las minas de Aroa, según refiere Carmelo Fernández en sus Memorias. Bolívar tenía interés en poner en claro sus derechos sobre las minas, que tenía de sus antepasados, pues deseaba venderlos en Londres (…) La Carlota fue transformada en aeropuerto. De otras haciendas situadas en la vía del Este, o camino de Petare: El Rosal, Volcán, La Trinidad, Los Ruices (hoy, Los Cortijos), San José, La Ciénaga, quedan aún los nombres. Otras, como Los Ribas, propiedad de José Félix Ribas, Trapichito, Güere-Güere, han sido olvidados o barridos por el tiempo”. Y así sigue hacia el antiguo centro de la ciudad, donde se concentrarán la mayor parte de “rancheríos” contemporáneos, como los llama Núñez.

 

La ciudad empieza a trepidar

Pero es durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez quela ciudad terminará por imponer sus facciones modernas. Celeste Olalquiaga, en su excelente ensayo sobre la construcción del Helicoide, titulado “Babel Tropical”, ha señalado que: “En la década de los años 50, la combinación de treinta años de ingresos petroleros y de un dictador — el General Marcos Pérez Jiménez, quien se dedicó a modernizar Caracas— hizo de Venezuela un paraíso para arquitectos provenientes del extranjero”. Uno de estos fue Graziano Gasparini, arquitecto de origen veneciano que llegó a Venezuela en 1948, a sus 24 años de edad, con un título del Instituto Universitario de Arquitectura en Venecia, y de quien podemos oír su interesante testimonio a través de una entrevista que le hiciese Guadalupe Burelli:

¿Sabía algo del país antes de llegar?

Vine aquí primero que nada, sin hablar español, sólo lo chapuceaba un poco y me interesó inmediatamente el país desde el punto de vista de la pasión mía grande que siempre fue la historia de la Arquitectura. Quién sabe si Venecia ayudó mucho en eso, porque ahí uno tiene un muestrario de 10 siglos de Arquitectura desde los ejemplos veneto-bizantinos hasta el siglo XIX con lo neocolonial, neogótico, etc. Después viajé a Bogotá, donde hice lo mismo que aquí y regresé a Caracas poco tiempo antes del golpe de Estado de Pérez Jiménez. Por ese motivo, pusieron toque de queda y eso me trastornó todos los programas que tenía y me encontré prácticamente bloqueado aquí. En el hotel donde yo estaba en el centro de Caracas, al norte de Altagracia, conocí a los ingenieros Rodríguez Delfino y Enrique Pardo ─que después pusieron una compañía que se llamaba Técnica Constructora─, quienes me propusieron hacerles un pequeño croquis para una casa en Los Caobos que les había pedido el director del Banco de Maracaibo, Apolodoro Chirinos. No tenía nada que hacer y acepté de inmediato con la suerte de que les encantaron los planitos que hice, y al poco tiempo comenzaron a construir la casa. Luego de unos cuatro meses aquí pude regresar a Italia, pero antes de partir, mis amigos ingenieros me dijeron que pasara un tiempo allá y volviera ya que aquí se necesitaban arquitectos porque prácticamente no había.

¿No existía la Facultad de Arquitectura todavía?

Aún no, y los pocos arquitectos que había, no llegaban a diez: Villanueva, Gustavo Wallis, Gustavo Guinand, Tomás Sanabria, Andrés Vegas, Martín Vegas y algún otro, que se habían formado fuera. Volviendo a los ingenieros, regresé, efectivamente, y ellos inmediatamente me dieron trabajo en un pequeño edificio aquí, una quinta allá, de modo que trabajé bastante bien. Era el momento después de la guerra cuando se comenzaba a trabajar y aquí con el petróleo había muchas oportunidades”.

Por su parte, sobre esta ciudad construida en gran medida por inmigrantes, escribió Mariano Picón Salas en 1957: “La nueva Caracas que comenzó a edificarse a partir de 1945 es hija ─no sabemos todavía si amorosa o cruel─ de las palas mecánicas. El llamado ‘movimiento de tierras’ no sólo emparejaba niveles de nuevas calles, derribaba árboles en distantes urbanizaciones, sino que parecía operar a fondo entre las colinas cruzadas de quebradas y barrancos que forman el estrecho valle natal de los caraqueños. Se aplanaban cerros; se les sometía a una especie de peluquería tecnológica para alisarlos y abrirles caminos; se perforaban túneles y pulverizaban muros para los ambiciosos ensanches. En estos años ─de 1945 a 1957─ los caraqueños sepultaron con los áticos de yeso y el papel de tapicería de sus antiguas casas todos los recuerdos de un pasado remoto o inmediato; enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo de nuestros padres. Se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto ─a veces caótico─ resumen de las más variadas experiencias del mundo; hay pedazos de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johanesburgo, de Jakarta. Hay casas o lo Le Corbusier, a lo Niemayer, a lo Gino Ponti. Hay una especial, violenta y discutida policromía que reviste de los colores más cálidos los bloques de apartamentos. Se identifica la mano de obra y el estilo particular de cada grupo de inmigrantes en ciertos detalles ornamentales”.

Eugenio Montejo escribía en su melancólico poema “Caracas”: “Caracas, ¿dónde estuvo? / Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras, / ya no se ve nada de mi infancia”.Salvador Garmendia, en su relato “Precio raya”, adoptaba otra poética, de asunción realista, grotesca, y no de nostalgia, ante el nuevo rostro de la ciudad: “Llegó a Caracas en el 54 en pleno cataclismo petrolero, cuando la fiebre de las trituradoras urbanas había alcanzado el paroxismo y todo el mezclote del siglo XIX se venía abajo, abriendo brechas por todas partes en una ciudad todavía dormilona y friolenta. Colmenas de italianos cargados con sus bagajes de posguerra eran descargadas cada día en el puerto de La Guaira como si fuesen lotes de una mercancía estropeada y desde allí, cegados por un sol ponzoñoso y unos verdes sobrecargados que les taponaban las ideas, eran conducidos a Caracas y depositados en el propio lugar de la obra, donde meses más tarde veríamos levantarse fachadas (preparándose inmediatamente a envejecer y quedar convertidas en máscaras ruines, tal como podemos verlas hoy en día), cientos de esas fachadas monótonas, amarillentas, provistas de seis filas de ventanas estrechas, coronadas por algún barbarismo de mampostería y yeso, como por ejemplo el grupo de la loba romana amamantando a sus bebés”.


La República del Este: aproximaciones y periferias (VII)

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