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Juan Pablo Gómez
Juan Pablo Gómez - ViceVersa Magazine

La Reina de Cartago

La mujer es la que permanece;

rama de sauce que llora en las orillas de los ríos

 Rosario Castellanos

Pocos personajes de la literatura occidental despiertan una devoción tan intensa como Elisa o Dido, la reina de Cartago. Aunque se sabe que era un personaje histórico, su verdadera inmortalidad se debe a la recreación poética que hizo de ella Virgilio en los primeros cuatro cantos de la Eneida. En particular, el canto IV es de una sublimidad incomparable a tal punto que el personaje parece habérsele escapado de las manos al gran poeta mantuano y haber adquirido una consistencia y una corporeidad pocas veces vistas en toda la literatura universal. La hermosa reina viuda es víctima de la diosa Venus que, a través de su hijo Eros, hará que se enamore perdida y trágicamente de Eneas. El destino de Eneas es el destino de la futura Roma, por ello Dido es sólo una plácida estancia para un largo y arduo trayecto, y debe ser desechada. En cambio, para Dido, unas promisorias nupcias con Eneas significarían la plenitud: no sólo a nivel emocional e individual, sino que además garantizarían el bienestar y el futuro de Cartago. Pero los dioses quisieron otra cosa. Dido será cruelmente abandonada y, viendo su honra mancillada, optará por el suicidio como única salida. El mito definitivo del amor auténtico: el amor ardiente y la muerte en la pira. Después de Virgilio, poetas, músicos y artistas plásticos quedaron prendados de ese impulso del pathos de la reina cartaginesa como arquetipo de la amante absoluta, que lo apostó literalmente todo a su amor, y perdió.

Basta leer la “Lamentación de Dido” de la poeta mexicana Rosario Castellanos para tener la impresión de que la reina africana tiene un peso importante en el tópico de la mujer abandonada. También da la impresión de que su sufrimiento es paradigmático, es decir, funda un modelo a seguir, un patrón para recrear el propio dolor y materializarlo en la figura legendaria de la antigüedad. Pero la Dido de Rosario Castellanos es la de Virgilio, como lo fue la de Chaucer o la de Boccaccio. Su fama, dignificada por el arte, hacía que fuese reconocida por los lectores o el auditorio desde la época medieval. La Dido de toda la tradición es, sin duda alguna, la Dido de la Eneida. Se trata de una recreación poética, la hecha por el mantuano, con fines claros éticos, míticos y políticos para encumbrar a la Roma Imperial. Y Dido es la contrafigura que debe ser aplastada: mujer, africana, extranjera, “bárbara”, impulsiva, insensata, recuerdo de Cleopatra, recuerdo de los tirios, recuerdo de la derrotada Cartago. Así, la Dido de Virgilio es también la de Ovidio, la de Chaucer, la de Dante, la de Guillén de Castro, la de Marlowe, es decir, la que se instaló en la tradición.

Conviene recordar que la primera versión que conoció Roma fue la de Nevio. Ya San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín rechazaron o lamentaron la versión del mantuano por considerar que alteraba una verdad incuestionable: Dido permaneció fiel a su marido muerto y no contrajo jamás segundas nupcias. Además, en términos históricos, no era difícil hacerse a la idea de que los supuestos viajes de Eneas no pudieron haber coincidido jamás con el asentamiento de los fenicios en Cartago, la Ciudad Nueva. Pero la verdad histórica y los ejemplos canónicos que moldean los dogmas (en este caso cristianos) importan poco o nada a la tradición poética. La literatura de Occidente fija su atención en la emoción desbordada de una Dido que ya intuye fatalmente que será abandonada.

Se trata de un amor trágico: reconocer el fatídico error, caer en un arrebato o locura momentánea, sufrir un dolor extremo, optar por el suicidio y no contar ni siquiera con el consuelo de un hijo fruto de ese amor. La actitud de entrega absoluta a su pasión es lo que ha parecido interesar más a generaciones de artistas y poetas. Reescribir a Dido es una posibilidad que presenta siempre una magnífica oportunidad de darle tratamiento propio a un motivo tan universal y fecundo como el sufrimiento humano llevado a niveles insoportables. Una mujer que da la vida literalmente por amor es una obsesión en Occidente. Porque vemos en un personaje así un símbolo de la vida vivida como totalidad, nos conmueve su autenticidad, su genuino padecer; símbolo también de un abandono de sí misma, de un amor doloroso que conduce a la muerte y con el cual nos reconocemos todos un poco figuradamente, y sobre todas las cosas, reconocemos nuestra limitación: muy pocos se atreverían a llegar a ese extremo. Y Virgilio ideó a una Elisa de extremos: pasa de un extremo al opuesto por culpa del pathos. Pierde la cabeza porque ha dado supremacía al sentimiento. En términos generales, el común de la gente no se atreve a tanto. Naturalmente esto último no podría decirse de algunos de los grandes artistas y poetas del periodo romántico, por ejemplo. Los límites entre la pasión extrema y la locura son difusos. Pero hallar en la vida y muerte de Dido un símbolo del abandono del que será víctima toda vida humana, tarde o temprano, es un tema literario que sigue conmoviendo a todos los capaces de apreciarlo.

Muy pocos autores son más modernos, más versionados, más vigentes que Virgilio. Sólo compite con su gran modelo de referencia: Homero. Pocas lecturas terminan siendo experiencias tan genuinas y gratificantes. No sólo por el lirismo y el conocimiento que sus obras inspiran y enseñan, sino porque sin darse cuenta, uno relee toda la tradición posterior y las incesantes reinterpretaciones de los mismos pasajes y los mismos personajes de siempre. Aquella fantasiosa frase que se le atribuye a Flaubert al final de su vida: “Madame Bovary c´est moi”, ¿no recuerda a la Elisa latente en toda la humanidad? Ya decía Borges que los verdaderos grandes temas de toda la literatura universal podían contarse con los dedos de una mano.

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