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paola maita
Photo by: Hernán Piñera ©

La rebelión de los privilegios (II)

El 25 de diciembre del 2016, le dije estas palabras a S:

El próximo año me voy con o sin ti. Tú eliges.

Si tuviese que señalar el momento exacto en dónde la decisión de migrar tomó una fuerza irreversible en mi cabeza, tendría que ser este. Durante años, había sido un comentario casual y sin forma que remataba las frases sobre los planes futuros. Sin embargo, ese año me di cuenta que quizás esa vida que estaba viviendo no me llevaría a lograr aquello que tenía en mente.

Para mí, fue una decisión que no requería pensarla mucho porque sentía como el agua lentamente me llegaba al cuello. En cambio, para S., fue una decisión mucho más difícil. Quizás por miedo o por las circunstancias que estaba viviendo en ese momento, él no tenía tan clara la decisión de irse. Éramos dos personas tirando de la misma cuerda en direcciones contrarias: yo soltando cabos y él amarrándolos.

Quizás sería coherente pensar, por lo clara de mi decisión, que yo tenía un plan o unas posibilidades reales para lograr emigrar. La verdad es que, si aquello hubiese sido una partida de póker, yo era quien tenía la peor mano. No tenía ni los papeles ni los medios económicos para irme del país tan fácil. Por su parte, S. tenía más cartas a su favor para ello. Quien estaba decidido no tenía los medios, y quien los tenía, no se decidía. No iba a ser fácil llegar a un acuerdo.

Duramos una semana enfurruñados, cada uno atrincherado en su argumento de irse o quedarse. El 31 de diciembre logramos llegar a un acuerdo: nos iríamos a España.

Llegar al acuerdo de irnos fue rápido (aunque no fácil), pero el descifrar el cómo nos llevaría casi todo el 2017 para darle forma. En algún momento, entendimos que, por mucho que nos doliese, queríamos hacerlo por separado. Primero se vendría él. Teniendo nacionalidad española, podría comenzar a trabajar tan pronto como llegase y encontrase un trabajo. Él tenía una casa donde llegar, familia que lo podía acoger y posibilidades de encontrar un trabajo de forma legal. Entre él y yo, él era un migrante privilegiado.

Si yo hubiese contado con mis propios medios solamente, probablemente no estaría escribiendo esto desde una ciudad cerca de Barcelona. Quizás estaría en otra ciudad de Latinoamérica, o jamás me hubiese podido ir de Venezuela. El privilegio que me permite ser residente española es porque soy familia de un español. En el reverso de mi Tarjeta de Identificación de Extranjería, se deja claramente establecido las razones que me permiten estar aquí: Depende de D.N.I: xxxxxxxxx. Es decir, solo puedo estar aquí porque mi esposo tiene cierto origen. Punto.


Un día puedes estar en un sitio por ser quién eres, y al siguiente te conviertes en alguien a quien le permiten estar en un sitio por estar relacionado con otro que tiene unas raíces. Si mi historia personal no se hubiese montado de tal manera en la que yo me enamorase de uno de mis compañeros de colegio con madre española, no podría estar en este sitio del que me he enamorado.

Uno sobre otro, los privilegios que me han rodeado han ido abriendo posibilidades que agradezco pero, no dejo de pensar en los lados B de mi historia personal. No todos los que hemos tenido la fortuna de gozar de ciertos privilegios, como migrar de una forma planificada, somos conscientes de ellos.

Leo noticias de venezolanos deportados de Chile y no dejo de pensar que podría haber sido yo. Leo sobre náufragos venezolanos en el Mar Caribe, que mueren en el intento de llegar a Trinidad, y sigo pensando que podría haber sido yo. Veo a personas teniendo trabajos explotadores y subpagados, y vuelvo a pensar que si no hubiese recibido la educación que tengo, podría ser yo.

La vida se me va presentando como un complejo Tetris de privilegios que van cayendo y encajando entre sí. Esto me lleva a preguntarme cuál es el mecanismo que hace que en la rueda de los privilegios salga tu nombre o no.


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