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La rabia

CARACAS: La rabia. La rabia cincela el mundo. La impotencia sufrida desde la muerte temprana de un hermano hasta el robo de un bolígrafo suscita ganas de cambio, para bien o para mal. O de desesperanza en cualquier caso. A la larga, todo se traduce en rabia. Y siendo o no usada la rabia para llevar a cabo una transición, esta toma efecto sobre quien la siente y quienes lo rodean.

Es domingo y son las cinco de la tarde en el Centro Comercial Paseo El Hatillo – uno de los más sifrinos de Caracas, donde supuestamente abunda la clase y el silencio se hace virtud. Estoy en la cola para pagar el tiquete del estacionamiento, asumiendo, como buen condenado, la paciencia de ello. Hojeo unas páginas de Soldados de Salamina, el libro que me acompaña graciosamente en el momento. Y de repente…

La rabia.

Ocurre que las voces se elevan, se alteran y, a manera de brisa ruda, comienzan a perturbar los oídos de quienes están presentes. “¿Cómo te me vas a colear así, falta de respeto?,” dice el acompañante de una mujer que anda pagando su tiquete. “No me estoy coleando, llevo rato haciendo mi cola,” responde el acusado. “Mentiroso, palurdo,” insiste el incriminador. Así va la conversación, palabra tras palabra; incómoda, sin lugar a dudas, pero no lo suficiente para desatar mayor miedo. “¡Es por basura como tú que el país está como está,” dice la mujer, no logrando concentrarse en su pago y desatando en caos. (El caos: aparecen dos personas más apoyando al culpado, familiares aparentemente, y amenazan con golpes al acompañante de la mujer, como si ella no estuviera en capacidades de defenderse.) Es comprensible hasta cierto punto. A nadie le gusta, después de todo, ser tomado como causa del peor de los males, de la enfermedad que nadie indujo, pero que repentinamente cobró vida.

Se hace, pues, presente la rabia en uno de los lugares más posh de la ciudad. Hace unos años vista como un error de clase, un problema propio de los valles y ranchos, esta ha quebrado las barreras de la ignorancia. La rabia no es un fantasma que recorre calles peligrosas, es parte de nuestro genotipo. De vez en cuando, como ocurrió luego de unos minutos mientras se daba el conflicto, sujetos tratan de hacerla una vileza cualquiera al entrometerse en estos casos y tratar de defender a alguien. “Él sí estaba haciendo la cola, yo lo vi.” Pero, así como este a veces se muestra, nunca falta quien aparece y dice: “no vale la pena.” Es la rabia como desesperanza asumida. Y en esto caso, me tocó a mí ser quien la profesara.

Pasado el evento, habiéndose ido todos los participantes del conflicto (y habiéndose, de igual modo, ido la preocupación general sobre el evento; habiéndose esta tornado en risa nerviosa), logré culminar mi cola, buscar mi móvil, salir del estacionamiento y llegar a mi hogar. Me eché en la cama y pensé en el evento. “No vale la pena.” ¿Fui un imbécil por proferir tales palabras, por dejar que un posible acto de violencia siguiese su curso? ¿O fui más bien un tipo sensato por querer evitar mayor problema?

Indeciso, solo logré cerrar los ojos un buen rato y, tras rabiar conmigo mismo por no verme poseyendo una respuesta concreta para mis preguntas, caí dormido. Como si al final del día, toda sensación, pensamiento racional o proceso fisiológico se debiese al furor inspirado por una ciudad que detesta la calma y el concilio. 

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