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esteban ierardo
Photo by: Miguel ©

La puerta

El peregrino solo quiere llegar al gran palacio. En su aldea, una tradición dice que dentro del edificio está la gran riqueza, el derecho a la vida cómoda, harenes, y placeres que prometen otros placeres.

Desde su infancia, el peregrino escucha una voz que le dice que al llegar al palacio sus puertas se le abrirán.  Entonces disfrutará de lo que él merece: riqueza, vida feliz, el tiempo bajo control. Eso es lo justo.

Recorre entonces bosques, praderas, jardines, dos islas en el mar, un mirador de cara a una ciudad donde los edificios son grandes árboles. Todo aquello lo deja indiferente. Su mente solo está en el gran palacio. Su viaje entre bellezas naturales y urbanas son solo para distraerlo de su meta, siempre se dice.

Y en el camino pasa frente a una gran puerta hecha de piedra azul. Junto a ella, un hombre, vestido como un rey, está quieto, sentado, con un catalejo y una flauta sobre sus rodillas.

Alguna vez, el peregrino oyó de esa otra puerta: a quien ésta se le abriera se le mostrará lo que está en todas partes, pero que nadie ve o quiere ver. Qué estúpida leyenda, se dice el peregrino, mientras acelera el paso para ya no ver ni al loco que parece un rey ni a la puerta de piedra azul.

Sigue su marcha.

Y llega hasta una calle franqueada por leones de ámbar, cruces y diamantes. En el fondo, se alza el gran palacio.

Cuando se acerca al edificio se maravilla de su arquitectura. Junto a las grandes puertas de madera talladas con arabescos intrincados y cruces con alguien atado, hay un timbre de oro. Circular, perfecto. Toca para anunciar su llegada.

Las puertas se van a abrir. Seguro.

El mayordomo del palacio vendrá a recibirlo y a decirle que se alegran de su visita. Pero nadie viene a abrirle las puertas.

Con una rara paciencia para él, espera un poco más la respuesta. Pero cuando comprende que nadie va a venir, empieza a golpear las puertas. Golpea primero unas pocas veces, casi con timidez. Luego, con golpes más fuertes, casi furiosos. Golpea. Golpea. Se agota. Descansa. Duerme.

Cuando despierta se sorprende de que, a su lado, haya un canasto de alimentos frescos, y un jarro de agua. ¡Sí, seguro! ¡Una señal providencial! La justicia quiere que no se rinda, y que golpee hasta que se le dé lo que él merece. Entonces golpea la puerta un primer día, casi completo.

Al final de la tarde, se siente muy cansado. Desfallece. Se desmorona. Duerme. Despierta. De vuelta lo espera el canasto de las frutas y el agua que le dan nuevo ánimo.

Y así golpea con nueva fuerza.

Al final del día, el mucho sudor lo invita a dormir. La noche se hace presente. Ve las estrellas. Le molesta su luz lejana, inútil. Come. Bebe. Duerme. La repetición del ciclo: despierta, hace sus necesidades, golpea de nuevo las puertas cerradas.

Luego de tantos golpes, se da cuenta de que, mejor, tendría que volver a su aldea, para descansar por un año, y luego volver. Emprende el regreso. Pasa frente a la piedra azul, a cuyo lado sigue el solitario, raramente vestido, y con su catalejo y su flauta. El solitario canta. Se postra para tocar la tierra. Ese falso rey es un completo chiflado, se dice el peregrino.

Y luego de reponerse en su aldea, vuelve al palacio. Repite el ciclo de los golpes sobre las puertas. Finalmente, siente que el dolor le aplasta la cara. Algo hunde sus hombros. Y una voz viene desde lo alto del palacio: “Ve y vuelve, tendrás otra oportunidad”.

La esperanza renace en el peregrino.

En su aldea, descansa mucho tiempo, porque la vejez ya debilita sus músculos. Y entonces repite la marcha. En medio de su camino pasa frente a la puerta de la roca azul. El solitario ve las nubes; entre ellas, una paloma y un halcón vuelan hacia el otro lado de la piedra azulada; vuelan a través de una lejanía que es lo cercano, donde todo es para ver, escuchar. Las olas de un gran espacio.

¿En qué estará perdiendo su tiempo ahora?, se pregunta el que se cree destinado al gran palacio. Sigue de largo, y recorre la calle de los leones. De nuevo frente al gran edificio, asombrado, ve que sus puertas ya no están. Donde antes había una entrada, ahora se acomoda un bloque macizo de piedra con profusos arabescos.

Amargado, confundido, decide volver a la aldea, cuando el invierno y su frío soplan en el viento.

En el camino de vuelta, de nuevo ve la puerta de piedra azul. Ahora, está entreabierta. Y el hombre del catalejo y la flauta no se ven por ninguna parte. Al fin se fue ese loco, murmura el peregrino y, enojado, frustrado, se encamina hacia su aldea.

Y cuando el peregrino se pierde en la distancia, de la piedra azul entreabierta sale el que se vestía de rey, ahora desnudo, mientras toca su flauta, alegre, con mucho espacio en su mirada, y sin el deseo de ir a golpear las puertas de ningún palacio.


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