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Jorge Majfud
Jorge Majfud

La primera muerte de Ernest Hatuey (Parte I)

En una calle de asfalto cubierto por el polvo que todo lo desdibuja, a la hora en que el día se reparte entre la tarde y la noche y los olores de las aldeas de Irak se vuelven intensos como en las tiendas de granos y especies de los árabes de Manhattan, el convoy entró a la ciudad milenaria sin cambiar el paso. Por la ventanita de la unidad 16, Ernest vio pasar las primeras casas de techos planos y sin luces adentro. Vio las mismas personas de siempre que caminaban como sombras grises y silenciosas, como si tratasen de existir lo menos posible, apenas lo necesario como para volver a sus casas, o como si no supieran otras formas de vivir. Se había acostumbrado a las casas y a las calles, siempre desdibujadas, como si fuesen un bosquejo inacabado, sin límites claros, sin colores precisos, sin nada nítido que hiciera de aquella ciudad una ciudad y de aquella gente hombres y mujeres concretos y no personajes de viejas historias infantiles.

Entre las 17:00 y las 17:15 una explosión levantó por el aire a la unidad que marchaba delante. Como lo indicaba el procedimiento para esas ocasiones, las unidades adelantadas que no habían sido afectadas no se detuvieron. La que iba delante de Hatuey disminuyó la marcha para desviar la unidad siniestrada mientras un soldado abría fuego contra los nativos que no alcanzaban a recuperarse de la estampida.

En el vértigo habitual, acentuado por la sordera del estampido, Ernest se asomó por la escotilla y vio a un hombre que intentaba levantar a un niño. De alguna forma, no sabía cómo, había visto a ese hombre y a ese niño un instante antes de la explosión. Iban caminando de la mano. Iban vestidos más o menos igual, sin colores, con camisas y pantalones holgados, blancos, grises o simplemente sucios. En algún momento el niño comenzó a correr como si hubiese visto al mismo Diablo. Iba descalzo. Unos segundos después ocurrió la explosión y casi enseguida la ráfaga de disparos de la unidad que lo precedía.

Murieron dos compañeros de Arizona, aunque nunca supo quiénes. Tal vez supo el nombre del niño que había caído en la segunda ráfaga. Recordaba los gritos en árabe de alguien que lo llamaba. Recordaba el grito del niño y, sobre todo, recordaba, como una maldición eterna, el silencio que había seguido a aquella descarnada expresión de dolor o de miedo. El hombre gritaba Johef, o Yohef, o Youssef. Era un grito como un vómito, como si en uno de esos nombres estuviese vomitando toda su vida en aquella tierra maldita por Dios, pensaba. El vómito se extendía en la e, en la última e que se arrastraba en un ronquido que luego se ahogaba en la f. Yousseeef. No sabía por qué, pero esta vocal se había vuelto algo importante en su vida. ¿Por qué el vómito se ahogaba en esa e que a veces se volvía como una i interminable? ¿Por qué se le habían fijado esos detalles cuando había cosas más importantes en la guerra? El hombre que gritaba debía ser el padre. Porque sólo un padre —se animó a pensar— puede gritar de aquella forma que calaba los huesos. Tal vez gritaba para que el convoy se detuviera, alcanzó a reconocer una vez, totalmente ebrio en un bar de la calle Ocean Front de Jacksonville Beach. Tal vez gritaba para que los soldados dejaran de limpiar el área antes de continuar la marcha, omitió decir aquella tarde, pero lo reconoció en un correo electrónico que envió a su primo Eduardo en San Francisco, justo cuando salía de Hawái en el atunero que lo llevaría finalmente a Japón.

También reconoció, en el mismo correo, que cuando escuchó el primer grito casi detuvo el Abrams. Hubiese sido contra el reglamento, razón por la cual la unidad continuó el camino programado.

Pero no importaban las mejores razones para olvidar. Ernest no podía deshacerse de ese grito, de la e y del hombre tratando de levantar algo sin forma concreta. Como si esa hubiese sido la única baja en toda la guerra.

El niño había quedado detrás, tendido sobre una mancha de sangre. Su padre insistía en levantarlo, pero por alguna razón no encontraba la forma. Hatuey lo maldecía por esto. Una y otra vez lo había visto en sus sueños tratando de levantar ese bulto enredado en una túnica blanca o gris.

Ernest Hatuey iba a parar el M1 Abrams. Pudo hacerlo, aunque era contra el reglamento. Pudo hacerlo y no lo hizo. Tampoco podía saber si el niño había muerto en la explosión o bajo las garras del Abrams. Y aunque había resuelto la situación de forma correcta según las reglas y el estándar, aunque había visto morir mucha gente antes y después de esa tarde, esa tarde no fue como cualquier otra —y sólo Dios y el Diablo saben por qué.

Durante el resto del despliegue en Irak, Ernest Hatuey cumplió con sus obligaciones dentro del objetivo y las formas previstas. En la guerra no es posible apreciar que algo funciona mal, así que en los siguientes meses trabajó con disciplina a la espera del regreso definitivo.

Finalmente, el miércoles 21 de marzo de 2007, arribó al aeropuerto Hartsfield-Jackson de Atlanta. Cuando tomó el metro que lo llevaba de la terminal B a la T, quiso pensar en Claudia, en sus padres. Quiso sentir la misma ansiedad de sus compañeros.


Photo Credits: Daniel Krieg

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