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adrian marcelo
Photo by: Mike ©

La Plata (Argentina) desde la ventana

Abro las persianas en este invierno que cala los huesos. Pese a quedar en el Cono Sur, La Plata es una ciudad que da al río de La Plata, no al mar, de más de 100.000 habitantes. Húmeda. Calurosa en verano. Fría en otoño e invierno. Pero en ocasiones uno se lleva sorpresas. La luz matinal me hiere los ojos porque he madrugado y el sol irrumpe como una catarata en el estudio. Miro por la ventana y, es curioso, se escuchan sonidos de carritos de mercadería de personas que marchan rumbo a la feria a comprar verduras, miel, condimentos, hongos secos, con sus mascarillas. El mercado en lugar de dos hileras enfrentadas de puestos ahora tiene tan solo una. Se mantiene la distancia social. En casa el diario fue arrojado por encima de la reja temprano.

Hay hojas en el suelo de toda la ciudad de La Plata. Ecos de un otoño que dejó secuelas. De tanto en tanto barro la vereda con una escoba y las amontono junto al árbol que está justo frente a mi casa. Luego pasarán los barrederos y se ocuparán de embolsarlas. En esta ciudad, luego de una inundación terrible en la que hubo muertos, devastó casas y una crecida en la que las alcantarillas no dieron abasto los basureros y barrederos rigurosamente hacen su trabajo de rutina. Salen de noche o madrugada, cuando no hay tránsito.

El barrio es, me dicen, elegante. Sin embargo hay algunas casas muy pobres. Y no advierto demasiados lujos como sí puedo apreciar en otros sectores residenciales de La Plata. Será que me he acostumbrado a esta vecindad en la que las cosas no me parecen estridentes a fuerza de vivirlas, de mirarlas, de caminarlas. Mi vecino tiene una casa imponente. Inmensa. Pero me he acostumbrado a ella. Y ahora me parece una casa como cualquier otra. He perdido la noción de sus dimensiones colosales.

En el Hospital en la esquina de casa el hijo de mi prima estuvo en neonatología. Acababa de nacer. De modo que toda la familia, pese a no poder visitarlo, vivió comunicada por celular en el grupo de la familia. El Hospital tenía terminantemente prohibido a los padres entrar más que de a uno a ver a su hijo. La madre le daba el pecho, cuando eso era posible. Pero con tapabocas y toda regla de higiene. Le escribí un cuento por su reciente llegada. Me pareció una bella forma de darle la bienvenida a esta familia y a este mundo. Al fin y al cabo, es el mejor regalo que un escritor puede regalarle a su sobrino. Como un artesano amasa una vasija. O un artista plástico talla una escultura.

Mi pelo está muy crecido porque las peluquerías están cerradas. De modo que si bien me lo he cortado como me ha sido posible el resultado ha sido decepcionante. Cada vez que tengo un zoom me da vergüenza no disponer de la estética impecable que solía tener en mi vida cotidiana antes de que se desencadenara la pandemia.

En esta casa se escribe mucho, se lee mucho y se trabaja. Recibo pocos correos por día. Pero suelen ser demandas a las que debo responder. De modo que la pandemia con este sedentarismo de una circularidad paralizante para muchos o adaptativa a nuevas rutinas, en mí, que soy escritor y realizo colaboraciones para medios de prensa sobre todo, ha surtido un efecto de producción de trabajo que esa desventaja ha promovido.

Salgo poco, lo imprescindible. Con el barbijo y veo gente con barbijo y gente sin barbijo. Gente que se hace a un lado cuando uno camina y gente que no. El panorama es variado. Estamos en un punto en el que la cuarentena es rigurosamente obligatoria. Sin embargo me decía un amigo de Buenos Aires que los habitantes de esa ciudad eran muy irresponsables por el nivel de circulación y también de falta de medidas preventivas. No usan barbijos muchos de ellos. Las motos circulan libremente.

Leí en el diario que la ciudad de La Plata es la segunda ciudad de más de 100.000 habitantes con menos casos de Coronavirus. Eso doy por descontado habla bien de los platenses. Habla bien de la gestión gubernamental. Habla bien del sistema de prevención que se ha implementado. Y habla bien de la gente que arriesga la vida a diario para que eso se cumpla.

Escucho autos desde casa de tanto en tanto. Durante la semana bastantes. Y los fines de semana, sobre todo los sábados por la noche, suelen pasar en mayores cantidades. El riesgo es algo con lo que muchos especulan. Y también es algo que muchos ignoran.

Me fricciono las manos con alcohol en gel o bien con agua y jabón ni bien entro a casa. Mantengo la distancia social pero siento que estas circunstancias que han atacado al mundo al ser de naturaleza universal si bien tienen repercusiones incalculables, también nos hacen sentir que estamos pasando todos o casi todos por la misma situación. Estamos menos solos. Hay hambre en Argentina. Los comedores barriales o de las villas miserias, esos asentamientos urbanos precarios en los que la gente vive hacinada, se han visto desbordados. Hay hambre.

De noche cierro la persiana y miro la casa de puertas adentro. Ha adoptado los contornos de una madriguera. Como si yo fuera un mamífero al estilo de un hurón que se ocultara en su cueva. O una tortuga por dentro de su malaquita.

La escritura me hace resistir pero al disponer de interacción vía redes sociales, el teléfono celular, los emails, el teléfono, las videollamadas, alguna salida, las presencias son suplantadas por estas manifestaciones a las que se suma algún zoom. En este preciso momento estoy haciendo un curso sobre Heidegger con el poeta y ensayista argentino Hugo Mujica, premiado internacionalmente, quien vivió en Greenwich Village por los ’60. Tiene muchos libros de poesía publicados. Miro su rostro una vez por semana en mi Notebook. En el curso somos 90 personas. Me formulo preguntas y la filosofía me devuelve más de ellas. Es la distorsión del espejo.

Por la ciudad, en este escaso perímetro por el que me muevo, circulan parejas ¿amigos? ¿novios? Lo ignoro. Supongo que públicamente mantendrán la distancia social. No sé si eso durará luego en sus encuentros íntimos. Con mi hija nos comunicamos por celular o videollamada, vive con su madre.

Ha leído un artículo mío sobre Simone de Beauvoir que subí a Facebook y le ha gustado. Y a mí me ha gustado que le gustara. Me enteré hoy. Ya lo hablaremos.

Los hijos de mi hermano, pequeños ambos, una mujer y un varón, están confinados en un living. La mayor con clases con zoom. Hablo por teléfono a menudo. Mamá cocina. Mi hija, cocina. Otras mujeres tejen, muchos hacen su pan, hacen sus mermeladas. Me hago la cama para deshacerla, como todo el mundo. Pero cobra otro sentido hacerla. Me doy cuenta de eso.

Una guerra contra un enemigo invisible. Inescrutable. Imprevisible. Inesperado.

He bajado la persiana. Escucho, como dije, algunos autos que pasan. Ayer vi una bicicleta. Iba con barbijo. Me estremeció. Ignoro por qué.

Leo a Margo Glantz, a Manuel Puig, a Alan Pauls que ha escrito sobre Manuel Puig y bastante literatura infantil argentina contemporánea por trabajo y por placer. Salen publicaciones mías que le dan sentido a esta otra ventana que parece manifestar otra clase de vida que uno ignora por otros motivos. Una reacción frente a esa energía vital, energía psíquica que uno ha plasmado en una pantalla dibujando ciertos signos (y no otros).

Escribir cobra un sentido muy distinto en estas circunstancias. He escrito sobre la pandemia algunos artículos. Resulta imposible que hasta la escritura se sustraiga a ella. Es un ejercicio de supervivencia. Por mi parte, escribo en forma cotidiana. Y afortunadamente se publican los trabajos en distintos medios digitales o en papel de mi especialidad en Letras.

Escucho música pero sobre todo entrevistas a escritores y escritoras argentinos hablando de distintos temas: sus poéticas, la traducción, el teatro, dando conferencias a su vez sobre otros escritores, en mesas redondas, en diálogos. Escucho clases virtuales de talleres de escritura que algunos escritores o escritoras famosos comparten desde sus muros Facebook. Eso me mantiene vivo. Y mantiene vivo el pensamiento sobre la escritura. Y sobre la lectura. Son autores y autoras que he leído. En ocasiones mucho o bien toda su obra. A algunos los he entrevistado.

La ventana por el momento es la pantalla de mi computadora. Salgo de tanto en tanto al jardín, pero hace mucho frío. La hierba ha crecido mucho en los canteros. El jardinero que llegaba con su máquina a cortar el pasto o bien recortar los pocos arbustos hace tiempo que no viene. Barro también el patio de las hojas de los árboles del vecino de los cuales el viento helado de invierno suele desprender sus últimas hojas. Pienso en la primavera. No habrá que esperar tanto. El tiempo vuela. Los días se parecen mucho. Quizás demasiado. Tal vez porque los espacios se parecen demasiado.

Cuando salgo a hacer las compras procuro darme algún gusto. Comprar un flan o bien un arroz con leche. Una mousse de chocolate. Jugo de naranjas exprimido puro. Sin agregado alguno de azúcar o agua. Voy al cajero a retirar dinero. Me desinfecto de inmediato las manos.

Me entero de que han fallecido algunos escritores por Coronavirus, circunstancia que me consterna. Y me entero de que en mi ciudad se han contagiado trabajadores de la salud. Algunos sobreviven. Mi primo, que es médico, está trabajando, y usa un equipo de protección que se ha comprado él mismo. Quiere el mejor.

El mate, la bebida argentina por excelencia, en mi caso con hierbas naturales, acompaña el trabajo mientras hago un alto. Miro por la ventana y escucho una moto que se detiene en la puerta de casa. Llega el correo. Llega a veces gente a pedir comida o un paquete de azúcar ofreciéndose a cambio a barrer la vereda. Son esas cosas que si uno tiene una gota de sensibilidad le parten el alma al medio.

Leo poco los diarios para evitar sumar a los problemas sanitarios enfrentamientos políticos. Veo poco cine pero me esperan dos reseñas para una revista académica de un país que no es el mío. Todo en la casa parece inmóvil. En primer lugar yo mismo.


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