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Esteban Ierardo
Photo by: Jacob Torrey ©

La pandemia y lo más cercano

En lo invisible asoma una invasión. El tiempo prometía nuevas tibiezas de sol, otras campanadas de vida, el aroma de otros veranos, el don del caminar entre lo posible y lo deseado. Pero el visitante inopinado llega para acelerar tragedias, exigir muertes, empaparlo todo con el barniz del miedo, la angustia, la retracción en el encierro.

Frente a la gran conmoción de la pandemia, la primera tentación es describir la situación y postular escenarios futuros posibles. Pero quizá podamos también pensar lo que antes no se mostraba, y que ahora el contagio pandémico muestra y hace cercano para ser pensado.

Dentro de nuestra velocidad habitual, la trama biológica de la vida se insinúa como una realidad secundaria. Más real nos parecen la ciudad, sus artefactos, nuestros dispositivos, nuestras interacciones físicas o digitales. El cuerpo, lo biológico solo parecerían ámbitos de la investigación científica especializada, o es recordado en caso de enfermedad propia o de un familiar.

Las muertes por enfermedades contagiosas o por enfermedades producto de malas prácticas sociales  (tabaquismo, alcoholismo, sobredosis) son una constante, millones de personas mueren por estas y otras causas. Las gripes o neumonías, aun con vacunas, matan profusamente, subrayando la insistente precariedad del sapiens.

Pero en la vida pre-pandemia esto se lo encubría bajo los tapices de nuestro frenesí. Ahora, lo cercano, lo que siempre fue y será, la prioridad biológica de la vida, la enfermedad, el contagio, la vulnerabilidad desde lo biológico, se manifiestan con dramatismo apremiante.

Es tema para los entendidos, epidemiólogos, infectólogos, biólogos, si solo de forma totalmente espontánea y aleatoria el mundo natural produce nuevos virus de impacto demoledor sobre el aparato inmunológico de los humanos, y de si esto sirve como marco de explicación retrospectiva de las numerosas epidemias que esquilmaron una parte de la humanidad, y que ahora interesan a periodistas y no solo a historiadores: la peste en Atenas, que mató a Pericles, y a miles; la peste antoniana, que lo hizo con Marco Aurelio, y con miles; la de la época de Justiniano, la peste negra en la edad media, o la devastadora gripe española, ya en el siglo XX.

O queda para los entendidos también si el virus asesino nace de la interacción anómala entre el hombre y animal, y por ende de ciertas pautas culturales que permiten el contagio desde ciertos animales a los humanos, como lo ya tan difundido sobre lo que pudo ocurrir en el wet market de Wuhan, en China.

Lo que se muestra cercano ahora es lo que siempre es, a pesar de nuestro orden cultural y nuestro poder de abstracción y creación sofisticada de artefactos: somos, siempre, cuerpo y naturaleza. En este sustrato se aposenta la racionalidad biológica.

Este tipo de racionalidad nunca debería ser negada o subestimada, como el propio Nietzsche pregona en Así hablaba Zaratustra, cuando enfatiza, entre ritmos líricos y filosóficos, que la razón emerge del cuerpo y la materialidad henchida de vida, y no al revés.

Lo primero que se hace cercano es entonces la centralidad de una racionalidad biológica inmersa en la realidad natural en la que circulan proteínas, genes, y virus, y con la posible influencia humana en su generación.

No invisibilizar el sustrato biológico debería acercarnos a la unidad genética de la especie postulada por la biología celular. A nivel genético todos los humanos compartimos una misma estructura. La razón biológica no avala entonces ninguna división en razas mejores o inferiores. Y, a su vez, el virus democratiza la conciencia de la vulnerabilidad: el contagio traspasa a las clases diferentes, a las fabuladas razas inexistentes, o a los colectivos de creencias y tradiciones distintos.

El hombre antiguo apelaba al carnaval para una suspensión anual de las diferencias jerárquicas. En el fervor carnavalesco se invertían y disolvían las jerarquías, solo dentro de una acotada excepción ritual.

Hoy, la conciencia de unidad y colaboración en la lucha contra el mal común también es una excepcionalidad construida por el miedo globalizado. Para algunos críticos en este miedo hay mucho de exageración o de construcción del aparato informativo global; o del temor de los gobiernos que saben que la elevación de la famosa curva de contagio sacaría a luz, como ya lo está haciendo, las limitaciones de las infraestructuras sanitarias, amenazadas de colapso por una situación de presión inédita.  A su vez, la comprensible focalización en el tratamiento del contagio corre el riesgo de desatender otras patologías que merecen atención y cuyo desenlace mortal, a veces, es incluido en las desgraciadas listas de decesos de esta pandemia. Cuestiones a no soslayar.

Pero el miedo ya está instalado. Y con razón contundente. Italia y España luchan denodadamente por impedir la propagación del ejército invisible de la infección que ya ha producido miles de víctimas. En América Latina también se combate el peligro de extensión del virus. Chile, Argentina han dispuesto la cuarentena necesaria sin dudas. En New York, soplan vientos ásperos, inquietantes. La castigada África, ya abrumada por carencias estructurales, es especialmente vulnerable. Y para los que cuestionan la justificación de la cuarentena, México y Brasil, que no la han impuesto hasta ahora, acaso de forma irresponsable, son ejemplos de esta discutible decisión.

En este abrumador contexto, muchas dinámicas ahora cercanas ameritan su reinterpretación. La historia no puede concebirse ya solo como zumbido de la evolución hipertecnológica; lo histórico debería resignificarse bajo las categorías irreductibles de la incertidumbre y la contingencia. Las aspas del molino de lo inesperado no dejan de girar.

Antes, y lo seguirán haciendo, los transhumanistas hablaban de un futuro de mejoría humana a través de la tecnología incorporada a nuestro cuerpo, con una ostensible extensión de la longevidad; y, en casos de desmesura profética extrema, como el de Kurzweil o Dmitry Itskov, de acceso a la misma inmortalidad. Hoy debemos pasar de lo mesiánico transhumanista a la comprensión de la falta de certeza en la sucesión de lo futuro. El virus, lo biológico primordial acribilla todos los sueños del transhumano desesperado por superar su realidad orgánica, por descartar el condicionamiento del cuerpo y la naturaleza como una carcasa polvorienta y obsoleta.

La noción de distopia es otro concepto que muta y se amplía ante el mal pandémico. En su divulgación más corriente, lo distópico es la visión pesimista de un porvenir en el que colapsa la civilización. Un ácido corruptor como distopia tecnológica. Pero hoy la disfuncionalidad acontece desde la matriz biológica y no desde cortocircuitos tecno-algoritmicos. Primacía real de lo distópico biológico entonces antes que las pesadillas improbables de derrumbe tecnológico. Una literatura distópica sobre lo viral anticipó ya esa posibilidad consumada hoy: por ejemplo La peste escarlata, de Jack London, o El último hombre, de Mary Shelley.

Lo tecnológico médico exterioriza su límite en la lucha contra muchas enfermedades ya conocidas, pero también frente a la nueva forma de coronavirus. Pero, hoy, la dificultad para la elaboración de una vacuna patentiza que el caballo negro de la perturbación biológica gana la carrera. Esto quizá no sea así en un porvenir lejano. O quizá nuevas mutaciones de virus siempre estén por delante de una medicina hipertecnologizada. No podemos saberlo.

Pero lo tecnológico contemporáneo, sí puede ejercer un control o vigilancia comprobable de las poblaciones, sus movimientos, hasta incluso sondear sus deseos, mediante las herramientas informáticas globales del Bigdata, la geolocalización o el reconocimiento facial. Como ya advierten algunos observadores como Harari o Byung Chul Han, esta experiencia desnuda hoy diferencias culturales en la relación con los datos concentrados sobre los individuos.

Occidente es reticente a la violación de la privacidad total de nuestros datos. Distinta a la situación en Asia. Esto mejor los prepara culturalmente para la concentración de datos interpretados por inteligencia artificial para la ubicación de personas infectadas, o en peligro de infección, para su aislamiento selectivo.

En lo futuro no se dará seguramente un salto cuántico hacia una conciencia de unidad real y el reconocimiento de la primacía esencial de los procesos naturales. Pero será indispensable la construcción de algún nuevo tipo de globalización. No solo la globalización económica del mercado o de lo tecnológico-informático, sino una coordinación sanitaria planetaria más eficaz y con más atribuciones para políticas concertadas de prevención y protección que trasciendan las limitaciones de la Organización Mundial de la Salud.

En la prevención futura se encuentra también la espinosa discusión de ciertas tradiciones que legitiman la manipulación de animales salvajes para su consumo o para fines de medicina mágica. De realmente estar ahí la causa del virus, luego, por un efecto mariposa éste se extiende por todo el mundo aprovechándose de la velocidad de los desplazamientos por aire, mar y tierra.

La apelación a los medios tecnológicos del Bigdata como la experiencia de Corea del sur y Japón lo testifican, es un camino para mejor arrostrar las emergencias. Este supone concentración de datos. Muchos se opondrán en Occidente. Y con razón. Bajo la excusa de mejor prevención futura de las epidemias especialmente virulentas se prepara un escenario para aceptar sin reparos el monopolio de nuestros datos personales por los estados y empresas informáticas.

Pero esta objeción debe enfrentar un triste hecho fáctico: aunque nos opongamos, ya en Occidente cuando un Estado quiere saber algo sobre alguien ausculta toda su privacidad por medios informáticos. Los servicios de inteligencia pueden averiguar, ya de hecho lo hacen, todo sobre nosotros cuando así lo disponen. Esto ya se activó bajo la lucha contra el terrorismo en la que se confunden la excusa y las necesidades reales de seguridad.

El capitalismo concentrará más información. Nada nuevo: el orden actual de un capitalismo informático a través de las grandes corporaciones (incluyendo al propio Facebook Google, y demás), y los estados, la lucha es para obtener el control de la información relevante. Pero la noción misma de concentración debe avivar la consternación. La concentración de la riqueza en el capitalismo es uno de sus axiomas básicos. Esa concentración, el día después de la crisis sanitaria, y aún antes, bien podría intentar escapar de las consecuencias de la bomba económica silenciosa que destruye, además de vidas, trabajos, formas de ingreso y supervivencia. Y que hoy avizora posibles estallidos sociales.

Ahora más que nunca el protagonismo de los estados debe actuar como dique de contención de las víctimas del empobrecimiento y el desempleo, que lastiman con las estocadas de la carencia y el desamparo; y limitar los abusos del alza de precios aprovechándose de la escasez y las necesidades. Ahora, y el día después.

A su vez, el tablero geopolítico es motivo de interrogación, y también de incertidumbre. Estados Unidos reniega de su  anterior rol “protector del mundo”, que ahora le es disputado por la Federación rusa y China. Pero la persistencia de la lucha política y económica entre los grandes bloques de poder norteamericano, chino y ruso será parte de la dura realidad de lo que en el día después no cambiará. Sin embargo, esa falta de cambio subrayará aún más la contradicción entre la dirección que sigue el capitalismo de la concentración de la información y la riqueza y la lucha de los grandes actores del orden mundial, y la necesidad de otro tipo de pensamiento y acción abiertos a las necesidades de todos los seres humanos.

Pero volvamos a la reflexión más “existencial”.

En la “prehistoria” respeto a la pandemia global, que ya ha contaminado hasta la fecha a más de 500 mil personas, y matado a más de 23.000, nuestra voracidad consumista y materialista necesitó la continua borradura de la dimensión trágica de la muerte. El sociólogo Nobert Elias ya advirtió ese ocultamiento estructural. La evidencia de las muertes en aumento comunicadas por el periodismo desnuda lo que antes era el quebranto mortal soterrado. Ahora la proximidad de la muerte debiera estimular la meditación existencial, no como una cuestión solo de filósofos, sino del propio sentido común en cuanto a percibir la fragilidad de la vida pero también, y de forma paradojal, el gran don de estar vivo.

Es el tránsito del viejo vacío existencial del espíritu al temor existencial ante el virus. Pero ese temor, nuevamente, corre el peligro de no trascender nuestra superficialidad en la que la finitud, lo mortal y nuestra debilidad siempre son ocultados entre torbellinos de entretenimientos y formas de escape.

Por otro lado, algunos postulan que, a diferencia de lo sugerido por la ficción Black mirror, lo que se ahora se trasparenta es una “nueva santidad tecnológica” que nos salva y permite estar comunicados, como antídoto contra el fantasma del confinamiento y la incomunicación. En lo superficial esto es así. Pero soslaya que, primero, la conectividad tecnodigital ya antes de esta contingencia era uno de los signos del progreso técnico innegable; pero que, a su vez era y es también el medio de circulación de torrentes quemantes de odio, obsesiones narcisistas, perversiones diversas que ofician de entretenimiento de muchos, y que en parte se ocultan en la deep web; y que también es el canal idóneo para la multiplicación, muchas veces, de la desinformación o la mejor manipulación. Estas últimas particularidades son las atravesadas por el filoso aguijón de las ficciones tipo Black mirror.

El lado del progreso técnico ya estaba, y ahora se lo advierte mejor. Pero también tendría que advertirse que la sociedad de la excitación del hiperconsumo del entretenimiento que se agota en sí mismo, ahora funciona más que nunca; como también el exceso informativo que nos ametralla con la intoxicación noticiosa que, a veces, hace del alarmismo una estrategia de rating.

Sin duda, esta coyuntura espolea una aceleración en los aprendizajes virtuales. Pero esa no es la cuestión: incorporar lo virtual a nuestra vida es, en principio, progreso, mejor circulación de la información y mejor acceso al conocimiento. El peligro de la nueva celebración de la superación del aislamiento por mediaciones digitales, sin ninguna mediación crítica, es nuevamente el olvido de los procesos y sustratos más profundos: lo que hoy se vive debiera desnudar y mostrar con más nitidez, además del valor de la bienvenida comunicación digital, la importancia aún mayor del mundo físico, no virtual, en el que acontece la propagación del virus, su contaminación y destrucción de vidas. Por más que nos empecinemos en negarlos o no verlos, los procesos naturales siempre están ahí y ninguna nueva aplicación cambiará eso.

En el mejor de los casos esta situación debería construir un paradigma de la coexistencia entre lo virtual y lo material, físico y biológico. Si no se advierte esta complementariedad, más nos sumergiremos en la enajenación tecnodependiente que se embelesa con la idea de una vida anclada en el existir frente y entre pantallas. Una actitud que no percibe la profundidad de los entornos.

Los entornos nunca percibidos ni pensados en su presencia son ahora las superficies de los picaportes, las barandas de las escaleras, el propio suelo, donde se acumula el virus. Son vehículos de contagio que nos devuelven a la percepción de todo lo que hay en el espacio que nos rodea.

Pero ese espacio a su vez pertenece a una realidad mayor que ahora más se exhibe, si bien con el riesgo de no ser pensada tampoco en toda su significación.

Vemos a diario las noticias sobre el retorno de la naturaleza, de las plantas y animales, a las ciudades ahora convertidas en geografías urbanas semi-desérticas. Los delfines que vuelven a los canales de Venecia de aguas purificadas, los distintos animales que incursionan entre calles solitarias y que se asoman a territorios humanos desconocidos y vedados para ellos. Muchas son fake news, como la de los delfines venecianos. Pero no todo es falsificación.

El presidente del Parque Nacional de las Calanques, próximo a Marsella, asegura que “la naturaleza y los animales están regresando a sus espacios naturales a una velocidad sorprendente”, o la Liga francesa de Protección de las Aves invita “a la gente a abrir sus ventanas, observar los pájaros, e identificarlos sí pueden”. En todo esto rezuma una sospecha, una certidumbre olvidada dentro de la vida normal: la naturaleza puede reabsorber los espacios que el humano coloniza, y reabsorber al humano mismo al fin de sus días.

La presencia humana que se cree única es una emergencia dentro de los entornos mayores del medio ambiente natural. Ese entorno natural solemos negarlo en su proximidad y omnipresencia, a diferencia de los animales sin la capacidad de negación del nexo de todas las formas de vida en un espacio vital común.

Es necesario impugnar el negacionismo, no solo como negación del cambio climático sino también como negación de la realidad física, biológica, ambiental, natural, universal, planetaria.

Por la vía del sufrimiento y la enfermedad, la materialidad corporal física y biológica ahora vibra  en lo cercano. La materialidad que es un misterio en su origen, un misterio espiritual. La espiritualidad corpórea, sensorial, de lo visible y lo intangible, de lo temporal y lo espacial. Esa materialidad, que no es así pura materia, de nuestros cuerpos, de nuestros cerebros colmados de ideas e intuiciones, de lo material orgánico, de los entornos, de los microorganismos invisibles. Por ese sustrato, ahora cercano, fluyen los genes, las células, los átomos, el enigma imperecedero del ser. Y el virus que nos amenaza.

En esta situación límite, los sustratos profundos de la vida debieran sernos más cercanos. Claro, todo un sistema impide e impedirá que sea así. El aprendizaje obligado de la pausa y la lentitud es peligro de desánimo, depresión, carencias crecientes. Pero, sin dejar de ser todo eso, la lentitud también puede ser la percepción de lo más cercano, lo que siempre está en lo hondo y no se percibe; lo que siempre está ahí, siempre lo estuvo y estará: la fragilidad de la vida, la proximidad de la muerte, el valor único de cada existencia, la memoria de todo lo vivido y percibido por un ser vivo humano o animal.

Esto pasará. Y luego quizá de a poco, como diría Borges, empezaremos a ser tallados por el olvido. La vida no se detiene en los muros de nuestra velocidad compulsiva, sino que brota desde ramas de materia silenciosa, misteriosa. Ahí se ocultan los virus peligrosos, pero también desde ahí, surgen, siempre, los vientres que darán nueva vida.


Photo by: Jacob Torrey ©

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