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Los elementales de Michael McDowell

La oscuridad de la duna blanca

Michael McDowell
Los elementales
Ed. La bestia equilátera

Los elementales, de Michael McDowell, retoma un visitado asunto del gótico: la casa embrujada o encantada. A partir de este asunto, el autor se las arregla para darle una vuelta de tuerca. Los logros del libro se relacionan con la construcción de los personajes, los diálogos cuidados de forma milimétrica, la elaboración de una atmósfera asfixiante, las descripciones escritas con un lenguaje preciso y el lugar central otorgado a los escenarios: la naturaleza atravesada por el halo místico o sobrenatural.

Big Barbara, madre de Leigh y Luker, Dauphin (esposo de Leigh y uno de los hombres más ricos del condado), India (hija de Luker) y Odessa (la negra vidente) van a pasar unos días en las casas victorianas de Beldame, una playa ubicada en el condado de Baldwin, Alabama. El predio de Beldame tiene tres casas. La tercera está abandonada y casi tapada por un montículo de arena.

La vida de las dos familias (McCray y Savage) cambia con la muerte de Marian Savage, la madre de Dauphin. Este toma la decisión de alejarse de la ciudad de Mobile luego del funeral de su madre.

La novela pone en escena varias cuestiones: los conflictos familiares, la relación de las personas con la naturaleza, el poder del mal sobrenatural, el racismo y el humor en los diálogos aceitados. McDowell conoce claramente la tradición gótica y reescribe los tópicos del género de terror moviendo los hilos y desplazando algunas piezas en su tablero narrativo.

Con respecto a los conflictos familiares, la novela presenta disputas en varios frentes: Big Barbara, alcohólica incurable, está a punto de separarse de su marido Lawton McCray. Luker, uno de sus hijos, está separado de la madre de India y eso desata la lengua rabiosa de la suegra, la borracha Big Barbara. Luker no oculta su desprecio por la difunta Marian Savage. Marian Savage quería mucho a sus hijos Darney y MaryScot hasta que estos se murieron o se fueron en direcciones que ella no quería. Marian quería menos al único que se ocupó del funeral, Dauphin. Indiana, la única hija de Luker, desprecia a Odessa, la sirvienta negra y flaca de la familia Savage.

En Beldame el calor es un oprobio y una nítida amenaza. En un momento de la novela llueve de una forma desaforada, inhumana. La arena inunda la tercera casa incontrolablemente y hacia el final del libro ocurrirá otro fenómeno inexplicable relacionado con la arena blanca y pura.

Los elementales son espíritus del mal. Quizás sea este punto el que más está sujeto a las convenciones del género y el hilo más débil de la trama. Los elementales hacen el mal sin por qué. La fuerza ciega de los granos de arena funciona como una metáfora del poder imparable del mal como fuerza metafísica.

Los diálogos recuerdan, por momentos, los mejores intercambios verbales de un guión de cine. En el caso de la novela esto no es un desatino sino todo lo contrario. El conocimiento que tenía el autor de la escritura guionística resulta beneficioso para el libro: los personajes hablan con una naturalidad que sorprende a la vez que se genera un clima verosímil. Los diálogos no entorpecen el avance de la trama. En otras ocasiones, las palabras de los personajes tienen el filo y la agudeza de un cuchillo punzante. Cito solo un ejemplo: “Los muertos regresan pero no siempre recuerdan quienes fueron”.

Es importante destacar que, aunque suele relacionarse la estética de McDowell con el gótico sureño, no guarda vínculos significativos con sureños notables: el viejo patriarca Faulkner, la católica Flannery O Connor, el seco y brillante Cormac McCarthy. Si bien McDowell propone algunas discusiones morales y ciertos abusos físicos, la violación de la norma no se centra en la deformidad moral de los personajes (como sí sucede con el desvío o el delirio moral en Faulkner o el grotesco en O’Connor) sino en la deformidad física y sobrenatural de los monstruos de la arena.

No es baladí destacar la traducción realizada por Teresa Arijón. A ella le debemos el uso de ciertas palabras que, si bien tienen origen en el vocabulario y en las elecciones morfosintácticas del autor, pueden destacarse como hallazgos verbales: garúa, anatema, obliterado.

La novela es atípica en varios sentidos: por el lenguaje exquisito, por momentos, por los diálogos inusuales y por la creación de una trama que va más allá de las convenciones del género. En cuanto a las descripciones, rememoro un pasaje notable sobre las variaciones de la luz, la oscuridad y el brillo en el entorno:

“Estaba oscuro, aunque la luz de la luna relumbraba sobre los bordes de las barandas, volviéndolos tan brillantes como la arena que se extendía hacia el infinito. La arena resplandecía bajo la luz de la luna y opacaba la blancura de las olas del golfo y la fosforescencia de la laguna. Más allá del porche, la arena era una blancura congelada como un mar, pálida y terrible.”

Lo que más impacta en el libro no son las escenas típicas del horror sino que el autor haya podido inventar una peripecia estructurada (como el riguroso mecanismo de un reloj suizo) a partir de familias disfuncionales, mostrar la elemental corrupción política y los sinsabores en las pasiones humanas. Me detengo en un personaje: la negra y flaca empleada de los Savage, Odessa Red. Es cierto que Odessa posee poderes especiales y esa cualidad de su personalidad está narrada con pericia (“A veces despierto en mitad de la noche y pienso que estoy acostada en mi cama, y entonces abro los ojos y ya no estoy en la cama”). Pero, sobre todo, es un logro del autor cómo describe las últimas escenas, ese cúmulo de situaciones asociadas con la arena y la sangre. McDowell cuenta los sucesos con un escalpelo finísimo, con un dominio lingüístico que sorprende y abisma. Y esto que digo sobre Odessa Red puede decirse sobre escenas o situaciones específicas de Luker, India o Big Barbara. En este sentido, Los elementales es una pieza que sigue los pasos del género y es, también, una novela atravesada por la cuidadosa escritura de las descripciones y el uso de un vocabulario que disloca el lugar común.


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