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Manuel Adrian Lopez
viceversa magazine

Con la número diecisiete me despido

Al principio pensé que dialogaría estrictamente con los espíritus de Inwood. Estaba seguro que conectaría con Elise en la calle Bennett e iría a tocar la puerta donde vivió la esposa de Houdini. Fue peor. Anduve de conversación en conversación con absolutamente todos los que se me acercaron. Algunas veces eran vivos, pero no sabían que ya habían pasado a mejor vida.

El camino nunca pudo planearse. Se hacía a la marcha. Todo podía crear ese efecto dominó y venirse encima. Cualquier canción podía tomarme por el cuello y doblegarme a escribir la próxima crónica. Las malditas elecciones del noviembre pasado, los personajes, los izquierdosos, los de derechas, las intelectuales que marchan por la mujer, pero son incapaces de ayudar a otra mujer, igual de talentosa o más, que tengan cerca. No conocen la bondad. En fin, las listas que no cambian. Y la vida de uno, que es tipo camaleón, va de color en color de acuerdo a lo que está sucediendo en ese momento.

A veces te frenas un tanto. Evitas decir demasiado aunque no estás medicado y cualquier cosa puede suceder. Te jode que asuman quien eres. Molesta que piensen que estas asociado a un grupo, a un movimiento, a pensar como cotorra y que perteneces a cierto partido político. En realidad no perteneces a nada. Has observado con extremo cuidado, entras y sales para volver a tu cueva imperfecta. Piensan que no necesitas nada. En sus mentes eres completamente solvente y además te sobra para darles a todos. Si supieran de tus maniobras, que no son heroicas porque todos lo hacen, pero igual son maniobras. No eres académico, no te beneficias de lo poco o lo mucho que dan las universidades. Sudas con cojones la vida.

La única maestría que tienes es el arte de saber perder. El arte de entender que las pérdidas suelen ser ganancias. Así has dejado ir montones de tesoros y otros menos valiosos. La libertad de poder hacer siempre lo que quieres es también una esclavitud. Te esclavizas antes los ojos de los demás que piensan que tú no requieres comida en el pico. Cierto, has ido buscando la comida tú mismo. Has creado espacios, aquí y allá, y muy posible en donde quiera que vayas. Es tu caminar. Sabes de sobra que no solo es escribir los versos, también hay que alimentarse de lecturas, de vivencias, de cada respiro a tu alrededor. Y tienes tatuado en tu frente la consigna que nunca olvidas, “cada poeta debe ayudar a otro poeta”. No, ahora mismo no sabes quien dijo eso, o es posible que no haya sido una sola persona. No importa.

En tu interior estas cocinando guisos que no compartes con nadie. También has aprendido a callar, a decir menos o nada. Tropiezas con piedras muy similares. La gente se marea, se equivoca contigo. Piensan que no vas a darte cuenta de sus intenciones. Inventan, pero no son Edison. No. Son desquiciados y desquiciadas, ladrones de energía, usurpadores de luz ajena.

Llegas a la crónica número diecisiete. Tiempo de hacer un alto. Aprovechar el verano que tanto detestas para las exhibiciones pertinentes. Luego, cerrar puertas y ventanas en espera del invierno, sin tan siquiera pensar en el otoño.

Te seduce el número diecisiete.  Su suma da ocho. El ocho es Obbatalá, el Santísimo. Obbatalá ha vivido en mi casa dentro de una vasija de porcelana inglesa, sin embargo no era mi santo. Un santo al que he respetado. Le proveí con un techo.  Cada vez que pude contribuir con sus caprichos lo hice. Creía en su poder. Sentía su armonía e inteligencia ancestral. Pero todo termina un día. No pudimos despedirnos. No supe en que envase se lo llevaron. Sé que en sus profundidades, en conjunto con sus piedras algo mío se fue. No he querido investigar más para tomar dos o tres decisiones necesarias. El peso ha caído siempre con el paso del tiempo. Hoy comienza el verdadero olvido.

Despierto al amanecer para cocinar antes de que el calor sea demasiado insoportable. Preparo mi rutina. La comida de latica para la niña. Claro, primero los treats. Luego reviso su caja. Limpio con esmero aun sin lavarme la cara. Pongo el café. Corro hacia la silla delante del escritorio antes que ella me la quite. Esta mañana Carson McCullers me mira fijamente. Está molesta. Me dice con esa voz tiznada de cerveza que debo enfocarme. Dice que es tiempo de escribir lo que me falta. No quiere que dilate más los libros imprescindibles. Bajo la cabeza y acepto el regaño. Vendrán. Están a punto de lograrse. Dame un tiempito más por estas tierras. Déjame llegar a la próxima estación.

Si la luz redentora te llama buen ser
Y te llama con amor a la tierra
Yo quisiera ver a ese ser
Cantándole gloria al Divino Manuel
Oye, buen ser, avanza y ven
Que el coro te llama y te dice; “ven”


Photo Credits: Marco Verch ©

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