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La novela que gesta la historia (Parte II)

La novela que gesta la historia (Parte I)


La novela que repta

Al repasar las generaciones de fieles que estudiaron la sagrada teoría de Marx, el intento heroico y patético por extraer las leyes de la historia de una Tora de los impíos, es difícil no recordar el intenso carácter ficcional de la obra. Las frases reverberan sobre las pasiones que inventaron Hugo, Dumas, Musset y otros hijos de ese siglo.  Heinrich Heine, amigo de Marx, reconocía su vocación literaria, pero advertía su inclinación de héroe sombrío. Quizás Edmundo Dantes, el justiciero y vengativo Conde de Montecristo, fue una de sus musas. Desde las sombras sostenía parte de la irritación crónica de Marx; otro influjo que avivaba su pensamiento procedía de » los Miserables», el ímpetu que Víctor Hugo había divinizado para siempre en las barricadas (las metáforas de oleaje revolucionario, corrientes históricas que chocan y anegan en el espacio social, derivan de esa escena). Estos dos románticos se fundieron en una novela imaginaria (en el más certero sentido freudiano), que atravesó muchas biografías. Abarcó en su drama tanto a Friedrich Engels, sordo rival de un padre exitoso como empresario textil, como al furibundo Marx, cuyo matrimonio con una aristócrata alemana no le solucionó el problema doméstico. Los dos pensadores no tenían ni cadenas ni trabajo que perder, vivían de sus protectores. Compartían el mismo narcisismo exacerbado que los arrojaba a las comparaciones inevitables. Sus voces guardan el tono querellante, el ingenio aventurero, de las patologías románticas. Sus argumentos son impetuosos, una esgrima de sospechas y revelaciones que pretendían modificar la realidad en vez de intentar comprenderla como otros simples mortales. La propia acumulación de reconocimiento histórico, la avidez panfletaria, procuraban el nuevo Partenón de la época que ayudaron a inventar. Como a tantos participantes de la gaseosa filosofía alemana de entonces, los devaneos de Hegel habían suministrado un ideal erotizado del pensamiento, una novela del “pensar” curiosamente embanderada con la “materia”. La declamación obsesiva, religiosa, sembró multitudes, no a pesar de las normas rígidas y categorías sagradas, sino por su ejercicio, una fe que ofrecía el opio más barato.

Es cierto que del carácter novelesco de los textos de Marx no derivan automáticamente el autoritarismo estalinista o maoísta, el régimen coreano, cubano o venezolano. Eso requirió otra novela, “El estado y la revolución”, el manual leninista para llevar al matrimonio aquellas pasiones. Separar ese fondo emotivo tiene costos, el minucioso Althusser procuró convertir en ciencia la teoría marxista, higienizarla de ideología, despojarla de sus pasiones, pero éstas se le colaron por la ventana de la locura y terminó asesinando a su mujer. Las pasiones también alcanzaron a Garaudy, otro teórico voluntarioso, y sus ensueños hoy sostienen la ultraizquierda fascista de Melanchon en Francia. El país de la ilustración y la razón es también el país de las letras trepidantes, y Lamartine ya prevenía sus contagiosas pasiones a Hugo. No casualmente Madame Bovary, la novela moderna fundamental, termina en una condena de las novelas, escena postrera casi igual a la de Cervantes sobre la muerte de Alonso Quijano, el bueno, que había sido Quijote en su desvarío.

En algunos casos, la novela leída era recibida por la narración imaginaria ya instalada. La mezcla de voces luego parasitaría al héroe, como quizás ocurrió con los personajes folletinescos de Eugenio Sue o Knut Hamsum y la biografía reivindicativa que se inventó Hitler. La misma fabula que luego noveló el inescrutable pasado alemán de las multitudes. En otros, la novela circulaba por entregas, cambiaba de mano, y hacía historia con portadores involuntarios de la ficción. Un caso interesante es Jean Paul Sartre, uno de los pensadores más lúcidos de su tiempo, acostumbrado a pensar en contra e incorporar la subjetividad en los análisis políticos. Ofendido por la incipiente tecnología, observó que la bomba atómica era antihistórica. Nadie entendía lo que había querido decir, pero había una historia, una novela propia, donde ese capítulo no entraba. También en su obra “Las manos sucias” ilustró la razón por la que el estalinismo es perdonable, incluso bueno en sus errores, como asimismo postula su ensayo “El fantasma de Stalin”. Es un caso de un filósofo, novelista, ensayista de la literatura, encerrado en una novela univoca, una ficción inscrita que lo pensaba, pero él no podía leerla.

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