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Eduardo Vilades
Photo by: @ondasderuido ©

La nota con membrete de guadaña

El olor a rancio, la envidia y el vuelva usted mañana continúan siendo las credenciales de este país de pandereta en el que triunfa el lerdo y se defenestra al brillante. El español ama lo cutre porque se ha criado en la decadencia, porque hace las cosas deprisa y corriendo, porque le carcome tanto el resentimiento que es incapaz de pensar por sí mismo. Es folclórico por naturaleza y le gusta la polémica, tiende al tremendismo, va a la guerra sin conocer al enemigo o inventándoselo, disfruta como nadie convirtiéndose en protagonista en situaciones de crisis como la provocada por el coronavirus sin más argumentos que el bramido de cuartel.

Esto fue lo que me dijo Luis el otro día cuando me lo crucé por las escaleras. Me dejó un poco confusa porque me lo soltó de golpe, como un axioma vital que guardaba en su interior y que tenía que salir por algún sitio. Curioso que sea un psiquiatra quien se libera conmigo en el rellano. Luis vive en el quinto derecha y yo en el cuarto. Cuando se murió mi padre hace tres semanas me ayudó mucho. Fue un visto y no visto, un lunes por la mañana conversábamos juntos en la terraza y cuatro días después ya no estaba. No pude despedirme de él.

¿Por qué la gente cuando muere no lo hace con todo su material? ¿Por qué deja su impronta, su aroma? Mi padre sigue presente en casa y, al parecer, en la mente de mis vecinos, todo un detalle. Ayer mismo me encontré una nota amenazante en la que me recomendaban que fuese a vivir a un hotel porque estaba infectando la comunidad al trabajar en un supermercado y porque mi padre había fallecido por Covid. La misiva estaba muy bien escrita, hasta algunas palabras eran difíciles para mí, pues no tuve la suerte de recibir una educación en condiciones. En estos tiempos de confinamiento parece que mis vecinos están empapándose de la Larousse de la estantería. Esto se une a que han rescatado términos en desuso desde hace tiempo como empatía, hermandad, confraternidad y amor al prójimo. Con lo bien que cocino (mis torrijas son famosas en todo el barrio) no entiendo por qué no me entregaron la nota en persona. Les hubiese abierto de mil amores nada más oír el timbre. Es posible que pensaran que una oleada de virus flotando como motas de polvo en suspensión les habría azotado en la cara nada más abrir. La nota estaba pegada con celo, alguien golpeó la puerta y desapareció. Fue a las nueve de la noche. A las ocho aplauso y a las nueve insulto. ¿Qué harán a las diez y que habrán hecho a las siete? Es maravilloso que mis vecinos sigan una rutina tan estricta, en tiempos de crisis hay que ser muy disciplinados.

Luis tiene miedo al poder del Estado. Yo no entiendo mucho de eso, pero me gusta que me dejen en paz. Teme que lo que está pasando hará que volvamos a economías más intervenidas y controladas, a sistemas más autoritarios. Incluso el otro día me dijo que la tecnología de vigilancia masiva que antes espantaba a muchos Gobiernos ahora se emplea de modo normal, que hay aplicaciones para detectar a los que tienen el corona. Esto a mí me suena a estigmatización.

Me hace gracia porque mis vecinos compran en el supermercado en el que trabajo como reponedora. Cuando me ven se apartan y cuchichean entre ellos. A veces tienen la deferencia de subir el tono de voz para hacerme partícipe de su conversación. Mira, esa es la puta del cuarto cuyo padre murió de corona y que saca a los niños al patio interior. Lo de los niños pasó hace poco, con esto del encierro no sé ni en que día vivo. Tengo tres hijos de 6, 8 y 10 años. Llevan más de un mes sin salir a la calle. Habrá gente que vive en pisos de 200 metros cuadrados o en adosados con jardín, pero yo no. Manualidades, dibujos, ejercicios (no tengo acceso a Internet porque no llego a fin de mes, de manera que no pueden hacer las tareas del colegio y no me han proporcionado el número de un tutor que les mande otros deberes ni que les supervise), juegos, películas. Cuando se han terminado las entregas de Harry Potter, cuando no duermen por la ansiedad que les provoca el encierro, cuando les salen sarpullidos y eczemas por la falta de aire, una se vuelve loca. Mi bloque tiene un patio interior enorme, cuando digo enorme es que parece un parque, con árboles y bancos. No sé cuando salí con mis tres hijos a que estirasen las piernas. No había nadie, solo nosotros. Me insultaron, escupieron y llamaron de todo menos bonita. Hasta alguien lanzó un cubo con lejía, supongo que para desinfectarnos. Que me llamen guarra me la refanfinfla, pero que lo hagan delante de mis niños me gusta menos.

Vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano. Eso añadió Luis cuando se lo conté. Haber afrontado la gestión de la pandemia como una guerra en la que todos somos soldados ha impulsado un control que roza lo estaliniano. Lo vemos en los balcones llenos de vigilantes, algo típico del español medio, a quien atrae la camorra y la doble moral, la discusión barata y el abrazo hipócrita, el aplauso a las ocho y el insulto a las nueve.

Quien dijo eso, lo de llamarme puta en el supermercado, un chaval de unos 40 años que aparenta 70, se fue de la tienda con varias latas de cerveza y bollería industrial. En el estanco de la esquina compró dos cartones de tabaco. Insisto en que yo no estudié, pero no sé donde leí que la obesidad, el alcohol y el tabaco matan 20 veces más que el corona. La mala hostia también, hubiese añadido mi padre.

Luis me gusta. Ahora coincido mucho con él cuando tendemos la ropa. Ambos somos conscientes de que todo el vecindario nos escucha, pero nos encanta provocarles. Es un hombre muy guapo, se parece a mi difunto marido. No murió de corona, que no cunda el pánico, le dio un infarto fulminante mientras follábamos. Al menos se fue contento, eso creo, recuerdo su expresión cuando le pedía que se levantase porque no podía respirar. Peso muerto, nunca mejor dicho. Luis se parece a él, desnudo no lo sé, me lo he imaginado empotrándome en el rellano, pero en directo nunca le he visto. Luis se define a sí mismo como un maldito, dice que es un concepto freudiano que inculca a sus pacientes. A él también le han amenazado porque trabaja en el hospital. Proporciona apoyo psicológico a quienes han sufrido una pérdida.

Ser maldito es ser consciente de que tu discurso no tendrá ningún tipo de repercusión porque no existen oídos que lleguen a entenderlo. Es no coincidir con tu tiempo y desear ser como los demás pero no poder. Eso me dijo el otro día mientras tendía una toalla rojo pasión. No le entendí, pero me quedé como boba escuchándole.

No sé que hacer esta noche. Estoy cansada de ver películas y leer. Tampoco soporto la telebasura ni los informativos. Es normal que me insulten y la gente se tome la justicia por su mano si el programa que más se ve es ¡Sálvame! Me entristece que nadie se pregunte por la historia que hay detrás de cada persona. ¿Qué ponen en este canal? Un informativo, qué pereza. “David Lynch considera que el mundo mejorará tras la pandemia. Desde su mansión de 400 metros cuadrados en Los Ángeles el director de cine cree que el hombre está lleno de amor y que el mundo será más equilibrado y espiritual después del corona”. ¿Qué está haciendo? Qué mono, lamparitas de cartón para matar el tiempo. Yo no soy muy lista, pero creo que también diría lo mismo que ese señor si viviese en esa casa con esa piscina… Lo más seguro es que me echen del supermercado y que pierda la custodia de mis hijos porque no tendré dinero para mantenerlos. Mañana pensaré en ello, mientras tanto me centraré en el equilibrio espiritual y la concordia internacional del cineasta de las lamparitas.

El egoísmo es la clave del comportamiento humano, en especial en un país mezquino y desmenuzado como España, aunque la sociedad trata de corregir tal comportamiento favoreciendo la convivencia forzada y engañándose a sí misma en tiempos de confinamiento como el actual. Tu vecino te escupirá mañana igual que te escupió ayer.

Luis no es experto en tranquilizarme, pero agradezco que diga lo que piensa. A ver si la semana que viene le invito a cenar y me lo trajino.

Espero que mis vecinos me dejen vivir. Yo paso de ellos, me dan igual, hasta pena, también me da pena el lodazal que me rodea, pero que dejen en paz a mis hijos. La gente es una mierda, pero es lo único que tenemos. Uno nunca es tan libre ni tan independiente ni tan objetivo ni tan frío como cree, siempre hay algún gilipollas que termina por afectar a tu vida de alguna manera. Bastante tenemos con esta guerra que llegó de la nada para quedarse como para que se joda gratuitamente al prójimo. Hay gente que se empeña en que existen personas con súper poderes, se creen enérgicos al insultar y juzgar sin tener conocimiento de causa, puede que les excite luchar por el ficticio bien común. Pero yo os advierto, amigos míos, que lo único que veréis con súper poderes llegará portando una guadaña. Nadie irá a vuestro entierro, como mucho dejarán una nota pegada a la puerta de casa…


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