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rodrigo peña Lang

La noche de los desheredados

NUEVA YORK: Se había anunciado que a partir de las 10 de la noche de aquel viernes, la tormenta más grande del invierno llegaría a cubrir de nieve las calles de palmo a palmo a lo largo de la ciudad de Nueva York. Los trenes amenazaban con discontinuar su servicio, los buses seguramente no llegarían a destino, el comercio cerraría sus puertas al caer la noche, y los transeúntes, cada uno refugiado en sus madrigueras, esperarían a que la calma viniese a acomodarse después del vendaval.

En la Quinta Avenida casi no caminaba nadie, las joyas en las vitrinas no tenían espectadores y uno que otro auto de paso tímido se perdía en la distancia. Una pareja de rezagados que no halló hospedaje en las casas de acogidas estaban sentados, acurrucados con los cuerpos apretados debajo de uno de los ventanales. Una luz blanca que se escapaba del cristal sobre sus cabezas los volvía más evidentes y vulnerables de lo que ya eran y se hacía imposible no despertar la atención de las pocas almas a la redonda. Él era Mike y ella Erika, ambos de origen mexicano, pero ninguno de los dos dominaba el español, venían del sur, de Texas. Llevaban un tiempo en Nueva York tratando de hallar camino, en el sur la vida se había vuelto mezquina y decidieron arriesgar lo que les quedaba y partir a la ciudad de las promesas. Pero la ciudad de las promesas no supo responder a tanta expectativa, les acogió fría y ambigua.

Las luces en Times Square seguían tal cual lo han sido siempre, tiritando en las pantallas, derramando colores, llenando los rincones con sus relámpagos de energía despilfarrada. Justo a la salida del McDonald’s de la calle 42, debajo de la alfombra de ampolletas que cuelgan del techo en la calzada afuera del restaurant, estaba Lindsay. Una mujer de ojos color Nilo. Fumaba un cigarro sucio y se calentaba las manos, guarnecidas con guantes de lana gastada, refregándolas una contra otra. Había acomodado todos sus cachivaches arrimándose en ellos, se amparaba con una frazada mal cocida y esperaba a su esposo mientras él buscaba agua caliente. Llevaban menos de un año en la ciudad, habían dejado lo poco que tenían en el norte del estado, resueltos a cambiar el rumbo de sus vidas y probar nuevos aires en la capital de las luminiscencias. Después de pasar por la casa de una cuñada en Harlem, hartos de ser testigos de violencias domésticas que eran el pan de cada día, habían decidido rentar una pieza y sustentar la vida con los ahorros que quedaban, con la esperanza de que uno de los dos hallara trabajo de un momento a otro. Pero el trabajo nunca llegó, la renta se acumuló y no quedó más remedio que seguir intentando con el mismo rigor, pero desde la calle.

A unos pocos metros estaba doña Mary, con el color café en su piel tiñendo su espacio completo, con sus ojos saltones y medios amarillentos, con sus manos rasgadas por el frío, y con su cara arrugada por el maltrato de los años que no terminan de andar. El gélido trajinar de los primeros copos de nieve le calaban profundo los huesos en los pies que apenas abrigaba con un par de calcetas gastadas y unas chancletas que poco y nada hacían para proteger su pellejo entumido. Llevaba muchos años en la calle, se alimentaba de la misericordia de la gente, generalmente hallaba hospedaje en una de las casas de acogidas de Manhattan, pero aquella noche la demanda era tal que se había quedado sin espacio y tuvo que partir con los ojos lagrimeando dolores a recorrer las calles. Su historia no era muy distinta a la de los demás, había sido una mujer con casa y familia alguna vez, pero la destreza innegable de la heroína la había hecho poner media vida en el filo de la desgracia y ahora sola y arrepentida lamentaba los ásperos recuerdos de los pasajes de sus días.

Kevin y sus cinco perros estaban arrimados en el pavimento que ya empezaba a empaparse, a unos 20 metros de Lindsay y doña Mary. Saludaba con una sonrisa envidiable mientras le daba sorbetes a la taza de café caliente que se empinaba tratando de hacerle frente a la inclemencia de la temperatura. Los perros comían trozos de pan que alguien le había donado, según él los perros necesitaban comer con más urgencia. Se esmeraba en darles abrigo, las frazadas deterioradas y hediondas no daban abasto para todos, una vez Kevin acomodada la masa de lana en los cinco perros, ellos se movían y se deslizaban las frazadas dejándolos descubiertos otra vez. Kevin volvía, con la parsimonia del mar antes de la tormenta, a acomodarles los trastos viejos en sus lomos que se empezaban también a llenar de agua.

En el umbral de una de las ventanas del Port Authority estaba doña Ane. Hurgaba sin éxito entre sus bolsas restos de comida. Tenía en la mirada el dejo de desconfianza que se planta en el rostro de un desesperado. La tez suave y oscura, las pantorrillas abrigadas con calcetas de telas gruesas, los zapatos roídos, el chaleco sucio, los labios amoratados, y dos bolsas de carne y agua esparramadas debajo de sus ojos. Miraba de cuando en cuando el portal de la ventana, observaba la nieve caer y los párpados pesados se desploman sin que nadie los empujase. Boca media abierta apoyada sobre el cristal y los alaridos de sus ronquidos despertaban a los otros allegados.

En la Séptima Avenida, entre las calles 33 y 34, estaba Dan y Cristina. Una pareja que urgía por centavos a los transeúntes que ya casi no andaban a las 11 de la noche. Dan decía que las casas de acogidas eran lugares de mucho peligro. Aseguraba que allí violaban a las mujeres, que robaban, que intimidaban, que se drogaban, y él no estaba dispuesto a exponer a su mujer a tanta bellaquería. Su meta era juntar 40 dólares para pagar una pieza en un hostal y pasar la noche. La blanca y espesa hiel se les colaba entre las narices y no había quien se detuviera a darle unas chauchas.

Continuó así la hora de la inclemencia y las calles se colmaron a sus anchas de la tupida nieve que caía como queriendo congelar toda la comarca. Nevó casi un metro y duró casi toda la noche. Al siguiente día los más osados salieron a la calle con sus camionetas todoterreno a recorrer Times Square jalando a un par de amigos en sus skiies, resbalando las calles y enardeciendo los ánimos perdidos. En Queens la gente se congregaba en las laderas de los parques con sus hijos, deslizándose colina abajo, disfrazando de fiesta la desdichada realidad. Se reportaron cinco muertos, dos en Queens y tres en Staten Island, todos murieron mientras apaleaban nieve para darse paso entre el denso hielo blanco. Muchas oficinas se mantuvieron cerradas, los niños se quedaron sin escuela, las madres se quedaron en pijamas, los padres se la pasaron el día entero desenterrando autos de entre la nieve, los bares locales se llenaron de los mejores amantes de cervezas aficionados y las fotos de la pálida catástrofe caían como una segunda tormenta en portales de Instagram y Facebook.

De la doña Mary nunca se escuchó palabra, más de algún ladrido resonó en el eco de Times Square de los cinco perros de Kevin. Nadie supo si el esposo de Lindsay llegó alguna vez con el agua caliente, y si Dan y Cristina hallaron refugio aquella noche en algún hostal. La doña Ane probablemente dormitó la noche de corrida y de los mexicanoamericanos de Texas nadie habló en el periódico, por lo que se deduce que tal vez no hayan muerto. Los allegados en las calles de nuestra ciudad son parte de la bisutería, tanto como lo son las luces, las pantallas gigantes, los músicos, los raros y nosotros, “los normales”. No podría existir el paisaje sin ellos, son tan obviamente comunes que ni si quiera se delatan al pasar de nuestros ojos adiestrados. No nos damos por enterados ni nos sentimos aludidos, es como ver un grifo o un auto estacionado, conviven entre nosotros con su desafortunado andar pero a nosotros nos vacunaron para no verlos mendigar.


Photo Credits: Timothy Krause

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