MEDELLÍN: Caminamos los tres muy cerca uno del otro y del lado correcto de la noche.
Entramos en el bosque y nos sentamos junto a un oscuro pino que probablemente no quería que estuviéramos ahí, pues no hacía más que crujir con el viento.
Silenciosos, escuchando los árboles; creo que no intentaban decirnos algo, les importábamos mínimamente. Y la ciudad asomaba entre las ramas más viejas. Rostros negros de noche se concentraban en las almitas titilantes de aquel velorio de urbe. Estábamos muy lejos de ella, aunque la pudiéramos ver, estaba lejos y yo por lo menos no intentaba acerarme. Ella, la ciudad, seguía en su pálpito distante y, estuve totalmente seguro, que no le importábamos, como a los árboles, porque no iba a cambiar por nosotros el rostro, continuaría siendo fría y ruda.
¡Salté! Ellas dos me miraron pero seguían sin hacer nada. Bajé corriendo a donde aparecían las raíces del tosco pino. Metí la mano en un agujero en la tierra, esperando, por supuesto, no encontrarme con una zarigüeya molesta por despertarla, aunque ellas sean nocturnas, ésta podía estar dormida.
Lo encontré, ya viejo y un poco desfigurado por la humedad. Un tabaco que había dejado un mes atrás para que el duende terminara de fumarlo.
¡Aquí está! – Grité, – ¡el duende me lo ha dejado otra vez!
Y ellas dos cambiaron ese rostro silencioso de ciudad moribunda, por una sonrisa de duende. Se agitaron con el tabaco, con el duende, dejaron de mirar ese más allá de funeral, para quedarse conmigo en aquel pedazo de bosque. Las dos se pasaron el tabaco por los dedos. Seguramente sintieron lo rugoso de la hoja, la forma de raíz que había adquirido y siguieron sonriendo. No se podía encontrar forma para quitarles la alegría de estar allí, en la noche con el tabaco del duende, ese que mordí casi una luna atrás.
Tomé el tabaco otra vez para mí. Volví a ponerlo en el agujero de zarigüeya para que el duende fuera a encontrar su oportunidad.
– Es de él, a mí dejó de pertenecerme cuando lo entregué.
– Sí, es de él – respondieron las dos en una conexión instantánea.
Algún día, esperando que sea una noche, una de esas maravillosas noches sin luna, de montaña, donde el frío arrastra las ramas de los árboles hacía el sur y hay tantas estrellas absurdas sobre la mancha negra de la oscuridad. La ciudad perdida detrás de las colinas y yo en mi tranquilidad sin escuchar su rugido. Regresar a la madriguera. Encender un fósforo con la suela de mi zapato. Darle fuego al viejo tabaco y hacer sonreír a otra mujer.
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