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La noche de los dientes

Buenas noches, pasen, pasen por favor, dijo el dirigente Jesús Sánchez Cristos. Nos ofreció tomar asiento, en cualquiera de las sillas, dijo. Había sillas frente a nosotros y a los pies de la tarima, yo me senté en la que ya he elegido como mi favorita. Quieren café, dijo, casi sin mirarnos, es un hombre que siempre demuestra una actitud neutral. Ya estaba listo todo para comenzar la sesión, de una cafetera de vidrio con manija de plástico el dirigente sirvió el café en vasos de poliestireno. Nos repartió a todos. Aquí está el azúcar, la leche, o crema si quieren, y allá está una bolsita con mantecados por si tienen hambre, dijo. Yo solo tomé café, los mantecados se veían rancios. Usted cree que venga más gente, preguntó el muchacho del suéter azul mientras soplaba al humeante vaso. Sí claro, dijo el dirigente mirando hacia la puerta, con la verdadera esperanza de que su respuesta tuviera validez. Es temprano aun, esperemos diez minutos más.

Los cuatro recién llegados y yo, fuimos esa noche los únicos, nos sentamos, todos nos mirábamos sin saber que decir. El dirigente ya me conocía y no preguntó mi nombre, pero los otros eran nuevos, como regla era necesario que se presentaran, creo que uno de ellos ya había venido pero se ausentó un mes y este era su primer día de regreso, pensé haberlo visto antes pero puede que lo esté confundiendo. El muchacho del suéter azul dijo su nombre, fue uno de esos nombres difíciles de entender, era algo así como Justino Morales o Adalberto Martínez, junto a él se sentó el que dijo llamarse Paco Gabilondo Soler, después seguía uno que dijo ser Dolores del Rio y al último estaba el más viejo de todos, Gerson Ashmid.

El dirigente tomó su asiento sobre la tarima. Nos miraba desde esa altura como quien mira un río pasar. Después de media hora nos dimos cuenta de que ya nadie iba a venir, era más que obvio. Sánchez Cristos por más que quiso alargar la espera notó en nuestros rostros la pena y con una mueca de decepción fue y cerró la puerta, no sin antes sacar la cabeza una última vez par rectificar la soledad del patio.

Bien, comencemos, dijo, aunque éramos solo cinco miembros y a él, le pareció tener suficiente material para discutir esa noche. Los primeros minutos la pasamos presentándonos unos a otros, hablamos de nuestros empleos, de nuestras familias, los que tenían hijos o eran casados decían los nombres de sus hijos y esposas, edades y sexo, y para finalizar las presentaciones declarábamos por que queríamos ingresar al Club de las Dentaduras Diferentes Anónimas. El propósito del club era dar a conocer nuestras demandas, brindarnos apoyo, aprender a aceptar nuestra condición, asumir responsabilidad y reconocer nuestro miedo.

El dirigente tomó la palabra y pasó varios minutos explicándonos que hemos vivido arraigados a un rechazo y una discriminación social por más de lo necesario, simplemente porque nos huele mal la boca. Pero eso no es un delito, dice. Recalcó que todos con esta condición sabemos que nuestra fisionomía no es placentera para la gente, pero que la sociedad ignora que esto es una discapacidad, y no reconocida, que nuestra lucha es una lucha permanente porque nuestra demanda es ser aceptados tal y como somos. Pero hay que empezar por nosotros mismos. Si nosotros aceptamos nuestra condición, que sabemos puede causar repugnancia en algunos, nosotros seremos consientes de lo que nuestra condición nos puede causar; física y mentalmente y tenemos que asumir total y absoluta responsabilidad. Además, debemos admitir que le tenemos pavor a los odontólogos y médicos dentistas.

A ver, quién de ustedes cree que es un delito tener la dentadura en mal estado, preguntó el dirigente, que me explique por qué. Todos nos quedamos callados. Yo ya me sabía las charlas de iniciación de memoria, iba a todas las sesiones, una vez por semana y cada primer sábado del mes salíamos los compañeros a las calles a distribuir propaganda. Este era mi tercer mes en el Club y los compañeros que conocí en las primeras sesiones poco a poco se fueron alejando y ya no retornaron, no sé si por miedo o por falta de credo, pero cada semana faltaba por lo menos un miembro y muy pocas veces llegaba uno nuevo. El reto era convencer a los recién ingresados de regresar y mantener una asistencia constante, pero era más duro reconocer que, al ingresar, uno mismo corría el riesgo de traicionarse a sí mismo y no volver jamás por pena. El del suéter azul habló, dijo que él desde que tenía uso de razón tenía los dientes podridos, que cuando era muy pequeño había sufrido una complicación en las caries que le llevó a una infección de las pulpas. Esto con el tiempo y la negligencia le causaba un dolor insoportable hasta que se le murieron los nervios y el dolor cesó poco a poco, y así hasta que paró por completo. Dijo que sus padres lo llevaron al dentista pero que el terror le invadió y por más fuerza que aplicaron para tratar de matarle las infecciones él se rehusó aullando, mordiendo, incluso puñeteando al dentista hasta que logró escapar. De la vergüenza sus padres nunca pudieron regresar a hacer otra cita, ni a ese dentista ni a ningún otro, hasta que el tiempo los hizo olvidarse del bochornoso evento. Después su padre murió, su madre tuvo que ocuparse de seis hijos sola, lavando y planchando ropa ajena y pues eso no daba para una visita al dentista. El tiempo pasó, él creció, pero el terror a la curación nuca se esfumó, algunos de los dientes se le cayeron, los que no, pues, estaban podridos. Así que decidió vivir con su condición a como diera lugar.

Todos aplaudimos cuando terminó de hablar, era un símbolo que todos manifestábamos en unísono, signo de admiración por su valentía y también un modo de demostrar nuestro apoyo. Cada uno de los nuevos contó historias similares y el factor más común entre todos, denominando la decadencia de sus dentaduras, era el miedo al dentista. Mi turno de hablar llegó, yo sabía desde el principio que el dirigente me pediría eso, era esencial que compartiera mi experiencia en el club. Así que les conté todo, como llegué, el miedo que experimenté, los pasos por dar y los amigos que conocí, sin olvidar nunca mencionar el apoyo del Club. Terminé mis palabras diciendo que si no fuera por el Club mi vida aun seguiría en las cavernas del olvido y del miedo. Y no te olvides de la confrontación al rechazo, me dijo el dirigente. Yo lo miré como se mira a un maestro, los otros me miraron a mí. Sí, he aprendido a admitir que no tengo por qué ser rechazado.

La sesión terminó, todos nos levantamos, todos prometimos regresar, todos aseguramos estar contentos, todos nos dimos la mano y las buenas noches. Hubo agradecimiento por parte de los nuevos, parecían contentos. Pero siempre es así el primer día. Cuando me disponía a salir el dirigente me pidió unos minutos. Vi como despedía al último de los nuevos y permanecí inmóvil junto a mi silla. El dirigente cerró la puerta y se acercó a mí. Permanecimos de pie, él era un hombre flaco, negro y un poco más alto que yo. Gracias, me dijo. Su aliento me golpeó el rostro, amalgamas de putrefacción entre las encías y café. De un modo cariñoso y rígido a la vez me tomó de un hombro y me aseguró que si seguíamos así podíamos llegar a ser un club muy importante, dijo que tenía muchos planes. Uno de ellos era crecer, ofrecer mucho más ayuda, incluso talleres para orientadores. Por un momento como que se olvidó de que estaba yo frente a él porque miraba las paredes del salón mientras hablaba, yo sentí que se imaginaba cosas, incluso que las veía. Decía qué de tanto que íbamos a crecer como Club iba a necesitar a un asistente, una oficina, y así miraba un rincón del salón; necesitaríamos más asesores, y miraba otra esquina del cuarto; más espacio, y entonces la mirada se le proyectaba a otro salón que ya yo no podía ver. Cuando sus ojos regresaron y se enfocaron en mí, se quedó observándome la dentadura como esperando a que yo dijera algo. Solo se me ocurrió decir, sí. Nos vemos la próxima semana pues, dijo, y dio media vuelta. No me acompañó a la puerta y caminé un poco resentido, pero más por pensar que dije algo que él no esperaba. Antes de dar el paso hacia afuera lo vi que acomodaba las sillas con mucha paciencia. Salí y me fui a casa.

La semana fue larga, llovió mucho, llovió como por tres días seguidos y luego el calor era insoportable, la humedad se convirtió en el infierno. En la siguiente reunión aparecieron tres de los cuatro nuevos de la semana pasada. Vi que el dirigente estaba decepcionado, para él, y en cierto modo ya lo era para mí, el hecho de que no regresara un miembro nuevo era una verdadera tortura. Yo me sentía vacío, sentía que el Club no iba a llegar nunca a convertirse en algo serio, el dirigente la verdad no sé lo que sentía, pero yo creo que el sentía algo peor.

Comenzamos y al poco rato casi que se desmaya uno de los nuevos, al parecer había ido enfermo. Había sido invitado a subir a la tarima y compartir algo de su historia con nosotros y no soportó el esfuerzo que su deteriorado estado físico empleó al ascender los tres escaloncitos. Ya en el micrófono, porque aunque éramos pocos usábamos micrófono, lo vi que se balanceaba y perdió el equilibrio hasta que se cayó. Lo bueno es que aterrizó sobre sus asentaderas y pudimos ayudarlo. Si se hubiera caído de frente yo creo que se hubiera desgraciado.

Al final de la sesión el dirigente estaba abatido, no quiso hablar con nadie. Yo me fui rápido, su estado de animo se me contagió y se me subió la presión. En casa bebí un poco de té, la señora de abajo, que siempre sube a ver si necesito algo, y a veces me lava la ropa, cuando tengo un poco de dinero extra, vino y me preparó un té de manzanilla y unas quesadillas de chicharrón que le sobraron de esa tarde, aparte de lavar ropa ajena también vende quesadillas afuera de un mercado. El chicharrón me dio asco, inmediatamente lo vomité. Ay señor, dijo la señora, creo que no le gustó mi chicharroncito, no es eso, le dije, la verdad no me siento bien, qué será, me preguntó, quien sabe, pero mejor me voy a dormir, termínese el tecito, verá que le va a caer re bien.

Cuando la señora se fue, aunque estaba cansado no puede dormir, tuve pesadillas con quesadillas toda la noche, odio las pesadillas pero nunca había tenido una con las quesadillas. Siempre que tengo una durante el sueño sé que estoy teniendo una pesadilla, pero me molesta mucho no tener el control de despertar sino hasta que a la pesadilla se le antoja dejarme en paz. Y esa noche tuve como tres pesadillas y solo comí a duras penas y con malestar dos quesadillas. Al día siguiente no fui a trabajar, llamé a la farmacia y le dije a Miguel Alemán que me disculpara pero que me sentía muy mal y no podía ir. Está bien, dijo, pero trata de descansar y venir mañana. Me la pasé viendo películas todo el día, incluso vi unas que ya había visto. La señora de abajo vino y me trajo un caldo de pollo, le di unos pesos que tenía sobre la mesa y le dije que le pagaría el resto el fin de semana, no se preocupe, dijo, y se fue. La verdad la sopa me hizo sentir mejor, pero si la señora no hubiera venido yo no me hubiera ni parado para salir a comprar algo para comer.

Al día siguiente me sentía mejor, fui a trabajar, la farmacia estuvo súper ocupada, le pregunté a Miguel Alemán que si había promociones o algo, y me dijo que no, que era que un virus andaba por ahí jodiéndole la vida a la gente. Pensé que no hablaba en serio, pero mi estado físico me recordó que algo andaba mal y me preocupé, seguía con un sentimiento raro en el estómago.

La sesión de esa semana fue una sorpresa, regresaron los cuatro nuevos. El que había faltado la semana anterior vino y mejor que eso, trajo a dos amigos con él, aparte otros tres nuevos que el dirigente conocía de hace años habían retomado la oferta de unirse al Club y también asistieron. Ya éramos diez miembros y el dirigente. Estábamos contentos todos y la sesión fue un éxito contundente y acogedor. La semana terminó, la finalicé de muy buen humor, aunque la molestia en el estomago aun estaba presente. El fin de semana la farmacia estuvo a reventar, el virus seguía tomando poder y abarcaba día a día mas sectores en la ciudad, se terminaron los antibióticos, las aspirinas, los analgésicos y hasta el Peptobismol. Miguel Alemán estaba muy preocupado, a ver hasta cuanto dura esto, dijo.

El sábado siguiente salimos todos los del Club a repartir propaganda, al dirigente se le ocurrió que si nos instalábamos en un parque con una mesa y un par de sillas, ahí mismo él podía dar charlas relámpago al que estuviera interesado en conocer nuestra lucha. Pues no pasó ni media hora cuando dos personas se acercaron, y luego otro, y después dos más, llegó un punto en que el dirigente tenía una fila de dos a tres personas esperando hablar con él. Nosotros nos dispersamos por todo el parque y yo era el que más cerca estaba de la mesa, por eso vi bien las sonrisas en los rostro de los que se acercaban a hablar con el dirigente, eran unas sonrisas negras, alvéolos tristes que bisbiseaban de una u otra forma alegría o preocupación, pero que también empujaban el apeste de la impotencia de ser diferentes.

La sesión de la semana siguiente nos impactó, pensamos que habíamos conseguido nuevos miembros y no fue así, solo asistimos siete, contando al dirigente. El ánimo de este subía y bajaba, se había anticipado a una reunión voluptuosa y había comprado más sillas, más café, ordenaba bolillos y algunos llevaban queso o mantequilla, hacíamos pan con mantequilla y azúcar y lo acompañábamos con el café. Así pasaron tres o cuatro semanas más, a veces solo íbamos seis, a veces siete, una vez fuimos solo cuatro, al dirigente ya ni se le oía el silbido al hablar, estaba seco de tristeza, y como era él el único con coronillas en los dos frontales, pues le brillaban y silbaban al hablar, y en esos días ya ni le brillaban creo. El virus seguía regándose por la ciudad, mil niños infectados, se rumoraba, y en el periódico salió la primera muerte: una señora de sesenta y dos años. Se le reconoció entonces como la diarrea alucinógena porque durante las desesperantes batallas estomacales uno alucinaba cosas extraterrestres. Es terrible, comentó Miguel Alemán, qué nos va a salvar. Yo tenía ya unos días de no sentir nada, pero cuando leí la noticia de la viejita muerta como que mi estómago se acordó y otra vez me vino un mal. No te me vayas a morir, me dijo Miguel Alemán, no manches, le dije, como crees, pues cuídate, dijo, ten, toma esto. Me dio quién sabe qué cosa, eran dos pastillas, y como estoy acostumbrado a que él le da cosas así a la gente pues me las tomé sin preguntar qué eran. Me hicieron sentir mejor.

Las sesiones en el Club siguieron igual, a veces mal, a veces peor. Unos regresaban eso sí, se excusaban, decían que habían estado enfermos y por eso no habían ido. En una ocasión la sesión entera fue solo sobre el virus, unos contaban que el sobrino tenía el virus, otros que la suegra, un señor dijo que él conoció a la viejita que murió, la del periódico, le preguntaron, y con tristeza en los ojos respondió que sí y contó que durante el entierro la gente se lamentaba mucho porque el panteón olía muy mal y decían que era por la diarrea del virus. Ay, se espantaron todas las señoras del barrio, dijo, decían que ya hasta los difuntos tenían la diarrea.

En el rostro del dirigente solo se pintaba una sonrisa de resignación. Una noche sonó mi teléfono, era Miguel Alemán, me llamó para decirme que alguien se había metido a la farmacia a robar. En seguida voy, le dije, y salí corriendo para la farmacia. Resulta que alguien se había saltado el counter y se robó una caja de ibuprofeno y unos frascos de Peptobismol. Hijos de la gran puta, dijo Miguel Alemán, mientras le decía al policía lo que había pasado. Se sujetaba la frente con un antiinflamatorio de hielo seco, los ladrones le habían dado un golpe pero no era nada grave.

En el Club, esa semana nos llegó una tremenda noticia, cinco nuevos miembros. El dirigente como ya estaba acostumbrado a no contar con la asistencia y constancia, les dio la bienvenida pero sin mucho afán, ya los pocos miembros nuevos que llegaban ni tenían que contar su vida personal como rito de bienvenida. Cuando terminó la sesión me le acerqué al dirigente, él colectaba las sillas y las encimaba una sobre la otra y hacía torres de cuatro. Puedo decirle algo, le pregunté, sí, dijo sin mirarme, por qué no hace eso nada más, y ya, hacer qué, preguntó, a los nuevos, le dije, a los nuevos qué, dijo, ya no les haga que cuenten su vida personal, le dije, y él paró de hacer lo que hacía y me miró serio, hasta me sentí mal, crees que es una buena idea, me preguntó, después de un rato de solo mirarme, sí, le dije, creo que sí usted de verdad convierte este Club en algo totalmente anónimo los miembros se sentirán más confiados.

El dirigente me miró otra vez por un largo rato, asintió con la cabeza sin decir nada, como reconociendo algo que yo no estaba supuesto a saber, y siguió colectando las sillas. Yo me fui mejor, sentí que lo había ofendido. La siguiente semana hubo casa llena, veintiún miembros, no alcanzaron las sillas, solo había quince o diecisiete, yo permanecí de pie toda la sesión, le di mi asiento a un señor que a duras penas podía hablar, menos se iba a poder sostener. El dirigente no se daba abasto para responder preguntas, la sesión tuvo que durar más de lo normal, le seguimos, nos preguntaba, y todos decíamos que sí. En dos meses que pasaron así, el Club creció. Entonces se dio una tira de malas noticias, el primer rodaje fue de que el virus estaba en la carne de puerco. Otro día decían que no, que lo habían descubierto en el pollo. Al cabo de una temporada se retractaron y afirmaban que estaba en la carne de res. Periódicos amarillistas anunciaban que el virus estaba en los frijoles y el maíz. Para cuando cumplí seis meses de ser miembro activo del Club de las Dentaduras Diferentes Anónimas, había en total de treinta miembros activos y constantes como yo.

Asistíamos a sesión cada semana y entre todos nos echábamos porras y pacíficamente competíamos, con un toque motivador, por el próximo de nosotros que llegara a los seis meses. Nada mal para celebrar mi medio año. El Club de las Dentaduras Diferentes Anónimas estaba tomando forma. El sábado de ese mes, después de salir a repartir propaganda, el dirigente nos citó a todos los que pudieran en la sede del Club, algo raro, casi siempre nos íbamos a casa después de la jornada urbana.

Cuando llegamos algo diferente había en el salón. Globos, una mesa larga con un bufete de comida, y un trío de flautistas que era también de miembros soplando música andina y fanfarrias de viento y vaho con olor a corteza de madera fermentada en vino. Al principio yo me quedé sin decir nada, pero cuando todos me miraron con esas sonrisas negras, me di cuenta que el show era planeado. El dirigente entró al salón y subió a la tarima, llamó mi nombre por el altavoz y se me acercaron varios y se comenzó a entonar las mañanitas, todos le siguieron. Se formó una nube de aliento a medicamentos podridos que me golpeó el rostro y me persiguió hasta que me acerqué a la mesa y un pastel con unas velitas me ayudó a confundir el hedor con el humo y el olor al merengue y el chantillí fue mucho más placentero. El dirigente y los muchachos habían cooperado para hacerme una celebración en motivo a mis seis meses de afiliación. Era la primera vez que hacían algo así, explicó el dirigente, quien abarcó cinco minutos para darme las gracias con un discurso muy conmovedor. Al terminar de hablar, en la sala flotaba un sentimiento de felicidad y bondad entre nosotros, nos sentíamos entre hermanos, entre fenómenos extra normales que se fundían en nubes de voces apestosas y comisuras labiales blancuzcas para honrar una lengua pastosa. Vamos a comer, dijo el dirigente después de su discurso, pero al despertar del jolgorio que pausó esa orden, todos miramos la mesa y se nos dibujó en el rostro ese mismo miedo como cuando por primera vez nos habíamos enterado de que existía un club de autoayuda para gente con dentaduras podridas, un club para dentaduras podridas era algo fuera del vocabulario.

La mesa tenía unas bandejas de aluminio llenas de carne de cerdo, pollo y carne de res listas para ser servidas en tacos. Todos nos miramos discretamente e inquietos, sonreíamos tímidos, se nos vino a la mente el periódico, las noticas, el virus, la diarrea, las muertes, los mil niños infectados, la viejita y hasta los difuntos del panteón contagiados. Yo nunca sonrío a boca abierta, pero creo que en ese momento por los nervios lo hice. El dirigente se nos acercó y preguntó qué que pasaba, todos nos sentimos comprometidos y respondimos casi en un coro unísono que no pasaba nada, pues a comer, volvió a dar la orden, y todos con miedo nos miramos y encogidos de hombros pues le entramos duro a los tacos.

Dicho…pensado…y hecho, que me caen mal los tacos. Me enfermé por dos días. La pasé muy mal porque no quise faltar al trabajo, Miguel Alemán no podía solo con la farmacia por la exorbitante demanda de ya escasos medicamentos que la epidemia obligaba a la ciudadanía enferma a tomar, cuando llegué al negocio eso estaba a reventar. El primer día fue el más duro, estuve más tiempo en el escusado que atendiendo a los clientes. Tomé todas las precauciones recomendadas por Miguel Alemán, eso sí. Él me dio dos de sus pastillas mágicas. Qué es eso, le pregunté, tú tómatelas, dijo, y la verdad que me ayudaron. La segunda noche pues aunque sin diarrea la pasé horrible con las pesadillas. Soñé con el escritor español Miguel de Unamuno. Quién carajos sueña con un tipo así. Soñé que se me acercaba y me miraba como revisando mi estado, como si fuera médico, y yo me veía chiquito, chiquito diminuto reflejado en sus ojos. Después soñé, o la verdad ya no me acuerdo, quizá esto fue verdad, ojalá y no sea, que el dirigente del Club de Las Dentaduras Diferentes Anónimas venía a visitarme, entraba a mi cuarto de azotea como un ser divino alumbrado por el destello del sol o la luna detrás de él, vestía un traje muy elegante, se sentaba junto a mi, como estás me preguntó, yo bien, le dije, que hace por acá, le pregunté, pues vine a verte porque necesito un favor, qué, le dije, necesito un asistente, dijo y se quitó el saco, lo aventó a la silla, creo que era una silla, un asistente de qué, le pregunté, un asistente para la organización, cual organización, le dije, pues La Organización de las Dentaduras Diferentes Anónimas S.A. de C.V. cómo, le pregunté, no entiendo nada, pues sí, ya somos así de grandes, hay que luchar por nuestros derechos, tenemos que ser aceptados en la sociedad a como dé lugar, somos seres humanos, claro, nos huele mal la boca, sí, pero eso no es razón para que se nos margine, pues no.

Lo escuché más que nada, no dije mucho, creo que solo pensé muchas veces en decir pues sí, pero él me miró como sí le hubiera dicho pues no y siguió hablándome, por eso vine a verte porque creo que eres el indicado para ser mi asistente, y yo por qué, pues porque eres el más antiguo, eres miembro desde que el sindicato era club nada más, ah ya somos un sindicato, le pregunté bien sorprendido, sí, me contestó, somos sindicato y próximos a tener mucho poder que hasta partido llegaremos a ser, ah carajo, eso si está bueno, le dije. Después el dirigente caminó en círculo por mi cuarto y solo su sombra seguía ahí conmigo, en la cocina afuera oí que alguien lavaba trastes, oí agua hervir en la estufa, que hacen allá, pregunté a la nada, y en eso entró la señora que vive abajo y me llevó uno de sus tés de manzanilla, tome, me dijo, y se fue.

Ya después no vi al dirigente, no se despidió de mí, por eso digo que no recuerdo si todo fue soñando o real. Al tercer día ya me sentía mejor pero me creció un absceso de grasa en la espalda a la altura del omoplato. Eso es algo espantoso y doloroso. Miguel Alemán me lo curó cuando cerramos la farmacia, me anestesió, cortó el ojo con un bisturí y extirpó la pus que me derramaba como champurrado caliente, apestaba el cuarto a mi aliento y a la pus, y al aliento de Miguel Alemán también. Después lo desinfectó con agua oxigenada, me untó Neosporin y lo cubrió con una gasa.

La mañana siguiente fui a trabajar normal, ya casi aliviado, la gente seguía viniendo a abastecerse de medicamentos, pero ahora la demanda era el ibuprofeno, la pomada antibiótica, las gasas, y agua oxigenada. A muy pocos les alcanzaba el escaso dinero para rematar comprando una cinta adhesiva. La epidemia había pasado de diarreas a abscesos de grasa o como coloquialmente se les llama; nacidos. La gente se estaba encaprichando con el dolor, la ciudad olía a podré. Qué vesania esta de volcanes carnosos atiborrados de pus.

Las cosas en el Club de Las Dentaduras Diferentes Anónimas en comparación marchaban bien, ya éramos un grupo demasiado grande, no había espacio para todos. Algunos aun enfermos por la comida de mi celebración no asistieron a dos o tres sesiones, pero aún así el número de miembros rebasaba los cien. Crecimos mucho, dijo el dirigente durante la sesión. Somos pocos aun, pero nuestro idealismo no se basa en los números, se basa en la lucha de los pocos contra los muchos. Todos aplaudieron esas palabras, yo me comencé a sentir enfermo, estaba mareado. A causa del aliento que toda la masa de gente encerrada expulsaba de sus bocas me estaba ahogando, y no creo que era el único. El lugar ya era muy pequeño.

Esa noche le expuse al dirigente el problema. Nos vamos a terminar sofocando en nuestro propio aliento si no nos mudamos a un lugar más grande y con ventilación. La figura del dirigente esa noche se mezcló en las paredes con las sombras de las sillas y así como hablé, respondió directo un está bien. Dos semanas después conseguimos un teatro clausurado donde nos daban la oportunidad de hacer sesiones más amplias, siempre y cuando solo fueran una vez a la semana. Más miembros ingresaron al Club. Lo que experimenté durante mi noche de diarrea y visiones no había sido una pesadilla, todo fue verídico, me convertí en asistente del dirigente, en su mano derecha. Quizá haya sido una premonición en viaje de un mundo paralelo al que la diarrea me llevó.

Con el corazón en la garganta por la alegría, asumiendo mi papel de vicepresidente del Club; sugerí de inmediato que convocáramos a unas votaciones para elegir a más funcionarios, él dirigente estuvo de acuerdo. Gente como nosotros está acostumbrada a no dialogar de frente, siempre hablamos tratando de mantener las comisuras de los labios lo más cerradas posible y nos acomodamos en la charla con una leve y discreta rotación de la cabeza al lado que sea, con el propósito de no golpear al oyente con nuestro aliento. Y así se dan los diálogos incluso entre nosotros, es una pose a la que ya estamos moldeados. Si le hablo de frente al dirigente su deber es virar la cabeza al lado opuesto al que yo roto la mía, así evitamos las escupidas y la expulsión de vahos de resignación caducada, relativo a una guerra de misiles y bombas bioquímicas. También, y muy importante es, que cuando se ríe y se presiente que es a carcajada, se debe uno inmediatamente llevar el dorso de la mano, si es posible empuñado mejor, para rectificar el estado de animo del aliento, si se siente que esta amargo, de inmediato beber algún liquido que esté al alcance, en caso de resequedad lo más recomendado es toser un par de veces para que el dorso de la mano estorbe la salida del aliento y el sujeto pueda echar un par de olfateadas para saber si el aliento esta seco de sed o de apeste. En muchos casos esta técnica es demasiado riesgosa porque el oyente puede percibir cierta relación con una enfermedad virulenta.

Desde el momento en que me convertí en vicepresidente del Club, uno de mis primeros proyectos fue dar clases de postura, de dialéctica, de modismos, modales, mañas y trucos para que los miembros aprendieran con clase a entablar una charla con gente que tuviera podrida la dentadura, o con gente que no. O simplemente el que tuviera mal aliento, era bienvenido a los talleres. Las elecciones se llevaron a cabo. Elegimos a un tesorero, el compañero Raúl Padilla. Se eligió a un secretario, el compañero Vicente Fernández, yo incauto le pregunté asombrado si así en verdad se llamaba, y como que no le gustó, porque me miró muy feo antes de responder con un gesto sombrío, que sí, así se llamaba. Por último elegimos a un representante de relaciones públicas, el compañero Enrique Álvarez Félix, otro que me dejó pasmado de sorpresa por el nombre, que ya no quise confirmar si era broma o no.

Éramos ya una verdadera asociación. Logramos lo que nunca habíamos imaginado. Los ingresos que llegaban mensualmente al Club se invirtieron en la obtención del teatro. Después de pagar multas atrasadas, y obtener licencias para renovación y reconstrucción del inmueble, el lugar se convirtió en el tabernáculo de nuestra alianza. Un contacto entre los miembros nos facilitó un par de entrevistas con el gobernador del estado y con el alcalde de la ciudad, de ahí se nos pegaron funcionarios y representantes de servicios públicos de gran importancia en la ciudad. Los invitamos a todos a nuestras sesiones. Se fijó una fecha para la gran celebración en la que se dejó venir una avalancha de personalidades del medio político, todos conocidos por sus dentaduras en estados deplorables, hombres y mujeres, pero que aun así nos miraban a nosotros como si fuéramos algo raro para ellos.

Vinieron actores de cine o televisión que no eran capaces de entender lo que éramos. Y así salían sorprendidos, nunca se habían imaginado que gente como ellos y nosotros estuviera tan bien organizada para pelear por lo que nos pertenece a todos; igualdad. En la sesión les planteamos nuestras demandas por escrito, en persona cada uno de los miembros más antiguos leyó los distintos puntos que denominaban nuestra lucha, no era nada del otro mundo, solo exigimos que no se nos mire o trate mal por tener los dientes podridos, picados, con caries. Somos seres humanos y merecemos lo mismo que todos.

Esas personalidades nada acostumbradas al mal aliento ajeno, no aguantaban estar en el teatro más de media hora, salían despavoridas tapándose las bocas con pañuelos, nos hacían señas desde lejos de que estábamos locos, otros de plano no miraban atrás y desaprecian entre sus choferes. Qué tiene de malo ser enemigo del dentista, del odontólogo, de tenerles miedo, de ser un grupo lumpen que no tiene los recursos económicos para tener una sonrisa bella. Qué tiene de malo tener mal aliento. Ni siquiera les echamos en cara de que ellos también son como nosotros.

Mi trabajo como vicepresidente del Club de las Dentaduras Diferentes Anónimas absorbía cada vez más mi tiempo. Me vi obligado a renunciar a la farmacia. Qué triste fue ver el rostro de Miguel Alemán cuando escuchó desde el otro lado del counter mis palabras. Ay hijo, no te vayas, me dijo. Es que la verdad ya no me da tiempo Miguel. Y qué vas a ser en ese lugar. Pues ayudar a la gente como yo, mira, tú ayudas a la gente a conseguir medicamentos, se los surtes, se los vendes, así yo quiero hacer algo por los míos.

La diarrea había desaparecido de los noticieros, la última vez que oí a alguien aludir a la epidemia fue por la cantidad de sólo trece niños contagiados. No había muertos, los panteones dejaron de apestar, Miguel Alemán se sumergió en una tristeza abandonada por su empleado estrella y la falta de personas para curar. En mi piel cargo las cicatrices de dos de los más purulentos volcanes nacidos que se puedan describir. Incluso los llamo el Popo y el Chimbo. En honor al Popocatépetl y el Chimborazo.

Esa noche cuando llegué a mi oficina en el Club, algo raro pasaba. Las luces del salón estaban encendidas, las cortinas arrastraban y caían sobre la tarima, en la oficina del dirigente se oía música, música clásica. Me dirigí a paso cauteloso, me dio miedo que a esa hora hubiera señales de que algo extraño pasaba. Cuando toqué la puerta una figura alta y distorsionada abrió la puerta. Unas luces intensas salieron expulsadas a los costados de la figura que se fue tornando humana y desde adentro de la oficina permaneció firme ante mí, la luz me golpeaba tanto el rostro que me era imposible reconocer lo que pasaba. La negrura y el destello se movían de un lado a otro hasta que algo me tomó del brazo y me jaló hacia el interior, yo era un trapo, la misma fuerza con otro jalón me obligo a sentarme sobre un banco. Solo hasta ahí las luces se apagaron. Cuando mis ojos se adaptaron a la normalidad el dirigente del Club estaba frente a mí. Enclaustrado detrás de él había un grupo de unas ocho personas que sujetaban cámaras y trípodes, micrófonos, papeles y las luces provenían de arañas metálicas que colgaban del techo. Qué sucede aquí, pregunté. De nadie escuché respuesta, todos siguieron en lo suyo. Dos minutos después un tipo se me acercó y me pidió que guardara silencio durante la grabación. Entonces el sol de luces regresó a iluminar la oficina, había dos cámaras apuntando a lo que parecía una charla entre el dirigente del Club y un reportero, ambos sentados sobre dos lujosas sillas de madera y forro de terciopelo. 3…2…1…acción. El rodaje comenzó, solo el dirigente y el reportero hablaban. Pregunta sobre nuestra lucha, respuesta sobre la comunidad, pregunta sobre nuestros ingresos, respuesta sobre nuestra anonimia, pregunta sobre nuestro origen, respuesta sobre nuestro deber.

Así pasaron horas discutiendo el reportero y Jesús Sánchez Cristos, en todo momento estos hablaron de frente, no rotaron la cabeza, no evitaron las escupidas ni el vaho, no tosieron ni una sola vez para verificar que no tuvieran mal aliento, sonrieron a boca abierta y las carcajadas no disimularon unas comisuras blancuzcas ni una lengua pastosa. Cuando todo ese espectáculo terminó, el dirigente se levantó y caminó hacia mí. Qué te pareció, vamos a salir en la tele, ahora sí nos van a escuchar. Cuando lo vi de frente y más cerca, algo raro había en él, pero no me dejó ni preguntar. Ya sé, ya sé, dijo, tuve que arreglarme la dentadura para la entrevista, tuve que limpiarme esa asquerosidad para ser como ellos, mira, solo así pude conseguir que nos escucharan. En su sonrisa faltaba el brillo de las coronillas, faltaba el silbido al pronunciar la ese, faltaba el mal olor y la caries. Y tan solo pensé que el sueño de ser alguien en la vida me duró un soplido.

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