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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

La niña que hablaba con la Luna

¿Es el amor una profesión en desuso? El que profesaba Remedios, sí. Hace 150 años el paisaje de Bembibre se parecía bastante al que presentaba el municipio antes de la revolución de octubre de 1934: grandes casas de piedra, calles estrechas y empedradas con losa roja, olor a botillo y cecina, chavales bajando por las empinadas cuestas del pueblo, desconocedores del aciago futuro que les esperaba. En un balcón natural a los pies del Folgoso de la Ribera, la vida transcurría serena y apacible. Nada más despertarse, Remedios bajaba todas las mañanas a pescar truchas al río Boeza. El recorrido desde su casa hasta el río era el mejor momento del día.  Atravesaba frondosos bosques de hayas y robles, que convivían en armonía con castaños y pinos.

Desde pequeña había sentido predilección por la naturaleza y en el colegio la conocían como “la niña que hablaba con la Luna”. De carácter reservado y amable, se había quedado huérfana a los tres años, aunque nunca le faltó el cariño de su abuela Carmen, que se hizo cargo de ella tras la muerte de sus padres. Aunque carecía de estudios, siempre inculcó a Remedios el amor por la lectura. “Estés donde estés, aprende, coge un libro y devora sus páginas, empápate de las historias que te cuenten los demás y hazlas tuyas”, solía decirle su abuela, sabedora de que su nieta, como ella, adquiría su fuerza gracias al hechizo de la Luna. La sociedad bembibrense de esa época se caracterizaba por las diferencias culturales y políticas, por su creencia en mitos y leyendas y por la sabiduría ancestral que poseían algunas mujeres que empleaban el poder de la naturaleza para curar enfermedades.

La mayor parte de sus habitantes trabajaba en la industria del carbón, en especial en la extracción de antracita, el carbón de mayor calidad. Entre sus cualidades destacaba el alto contenido en carbono, los escasos componentes volátiles, su gran poder calorífico y unas emisiones bastante reducidas.

Remedios curaba el corazón invocando el fulgor lunar y empleando pequeños gránulos de antracita, que machacaba en un mortero con un poco de sésamo y agua de manantial. Cuando era pequeña y acompañaba a misa a su abuela, los mayores del lugar quedaban boquiabiertos por su donaire y facilidad de palabra. Sus ojos, como dos cazuelitas negras de cerámica, sonreían más que sus propios labios y siempre tenía una palabra de ánimo para el enfermo. Al cumplir los 25 años se hizo cargo de la granja de su abuela y optó por vivir sola. Pensaba que tenía suficiente para disfrutar de una existencia tranquila con el amor de sus vecinos de Bembibre y no necesitaba compartir su vida con un hombre. Ni con un hombre ni con nadie. Por esta decisión las malas lenguas aseguraban que tenía algo que esconder, que una muchacha de buen ver y con una granja en propiedad no podía permanecer soltera. En cierto sentido, fue la primera feminista de la región. Poco a poco, fue adquiriendo fama en la zona de El Bierzo por sus remedios contra la tristeza. Con un poco de hibisco, tres hojas de tomillo y unos gramos de melisa solucionaba los males del corazón si quien acudía a su casa era una muchacha de afilados ojos verdes y pecas. Si a esa solución le echaba unas gotas de hierbabuena, el alivio era eficaz para la madre de la niña de las pecas en caso de que estuviese atormentada por problemas familiares. Con el tiempo, la popularidad de Remedios alcanzó a toda la provincia de León, desde el norte, allá por los cerros de Villablino, hasta los llanos de Valencia de Don Juan. Acudían a verla incluso gentes de Madrid y Toledo, aunque sus clientes principales procedían del sector minero, animados por el empleo de antracita para curar los males. Les dolía al alma porque no entendían que autoridades y empresarios hiciesen tan poco por el carbón y, en consecuencia, por sus propias vidas.

A Remedios no le gustaba que la llamasen curandera porque lo relacionaba con la brujería y tenía miedo de que algún malentendido la llevase presa a la cárcel. Era, simplemente, la “niña que hablaba con la Luna”. Sabía escuchar y tomando a las personas de la mano descubría qué bullía en su interior. El tomillo, la melisa, la tila y la hierbabuena no tenían poderes mágicos, ella lo sabía, utilizaba esas hierbas para calmar a quienes venían a verla, para que tuviesen algo en lo que creer más allá de su buen corazón y su capacidad de ver y escuchar rompiendo la coraza que todos llevamos dentro. No cobraba a quien acudía a su granja, en todo caso aceptaba un par de gallinas o unas ricas tejas de almendra. Así transcurrió su vida, bajando al río truchero por las mañanas, caminando por el pueblo antes de comer y recibiendo a quien venía a verla después de la hora de la siesta. Por la noche, contemplaba a la Luna y se recargaba de paz.

Nunca bajó a Ponferrada, ni siquiera al pueblo de al lado, pero no le hizo falta viajar para acumular experiencia y sabiduría y repartir amor. “Solo me fijo en lo visible”, solía decir cuando le preguntaban por su capacidad para hacer felices a los demás. “La felicidad da miedo, la amargura es fácil de sobrellevar, es tan sencillo como eso”.

El día que murió, a mediados de noviembre de 1895, llovía mucho y las calles de Bembibre estaban completamente anegadas. Aún así, decenas de personas salieron a dar el último adiós a Remedios, que yace enterrada al lado de su granja en un pequeño promontorio.

120 años después de la muerte de Remedios, esas corazas, esas máscaras, esos barrotes que ponemos a la felicidad se han multiplicado. El antaño oro líquido de esta zona es hoy un mero recuerdo en los libros de historia. Dentro de no mucho tiempo, nuestros jóvenes tan solo podrán acercarse a él en los museos de la región.

El carbón no puede desaparecer. Tiene argumentos, no vive por capricho. Devastado el entorno físico por la contaminación y el psíquico por el ilimitado afán de poder, ¿dónde está el trabajo de Remedios? Vivió sin etiquetas, aceptándose a sí misma sin temor al qué dirán, preocupada por el ser y no por el estar, deseosa de que el papel de la mujer realmente se tuviese en cuenta en un mundo androcéntrico contaminado por pensamientos machistas. En este país que vaga sin rumbo, deberíamos revitalizar algo tan sencillo como lo que hizo “la niña que hablaba con la Luna” hace más de un siglo: mirar hacia dentro de nosotros mismos y dejarnos llevar. Porque la sabiduría del corazón, germen de la auténtica universidad de la vida, reside en nuestro interior, es la antracita que necesitamos diariamente. Solo hay que ponerse a buscarla, como hizo Remedios, y veremos cómo podemos dar una lección magistral con un puñado de antracita, perseverancia y un poquito de escucha.

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