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La niña buena

–Recuerda, su nombre es Barry—le dijo la mujer con la camiseta de Pink Floyd, jeans bombachos y deslavados y cabello con una permanente que necesitaba retoque urgente. A Julieta le sorprendió que no llevara gota alguna de maquillaje y que fuera tan poco atractiva. La imaginaba de otro modo. Se sintió cómoda con ella.

–¿Estás bien? ¿Puedo traerte algo? Es normal que te sientas así. No te preocupes. La sensación se torna menos desagradable con el tiempo. ¿Te ayudaría si te traigo una botella de vino? A mi me relajaba mucho, me quitaba un poco los nervios. —

–Sí, gracias. Me serviría mucho tomarme un par de copas ahora. ¿A qué horas llega Barry? ¿Cuánto tiempo tengo?

–Llega a la 1:30. Voy a la licorería que queda al lado. Tú espérame aquí. No abras a nadie. Antes de tocar la puerta, te llamo para avisarte que soy yo. ¿Prefieres algún tipo de vino en especial?—

–Si encuentras un Malbec, sería estupendo. Si no, cualquier vino tinto que no sea dulce.–

Julieta se quedó en la habitación, caminó hacia la ventana y abrió las cortinas rojas y pesadas. Caía un aguacero y no había un solo coche en esa tierra baldía. Las cerró apresurada al creer haber visto a un hombre caminando en el estacionamiento. El aire de la habitación era pesado y sofocante. El olor a humo de cigarro viejo y sudor la asfixiaba. Encendió el ventilador. Entró al bañó. Se miró en el espejo. Sintió que no reconocía la imagen que este le devolvía. Agradeció no haber comido nada esa mañana. Le habría revuelto el estomago sin duda alguna. Se puso más delineador negro, más rimel, más polvo bronceador. Se miró de nuevo en el espejo y enseguida vomitó el café que había bebido antes de tomar el tren. Regresó a la recámara.

Las luces eran azules y fluorescentes; un botón gris al lado de la cama controlaba la iluminación del espejo que hacía las veces de cabecera, los focos del techo, la televisión, y las lámparas de la entrada. Bajo esa luz se veía vieja y ojerosa. Su piel adquiría un tono verdoso. Se tiró en la cama e intentó leer. Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad. No lograba comprender una sola frase y desistió. Dejó el libro abierto encima del tocador, encima del montón de sabanas dobladas. Apagó todas las luces. Se quitó los jeans y la blusa de seda negra que llevaba puestos. Sacó de su maletín un vestido negro y corto, los zapatos de piel, y un negligé de encaje negro. No tenía caso alguno ponerse ese vestido. Se decidió por el negligé y los tacones altos. Le dio pena que Aliza la viera así. Le pareció absurdo que le diera pena.

Se tumbó en la cama de nuevo y le dio asco que su piel perfumada tocara aquella colcha que no se había lavado en meses. La quitó y se acostó sobre las sabanas blancas y ásperas. Encendió la televisión y después de pasar varios canales, encontró una película de kung-fu. Sobre una de las mesitas de noche, la que no tenía el teléfono, estaba una caja de toallitas húmedas desechables, cinco condones y una botella de aceite vieja y pegajosa. Faltaban cinco para la una. Le pareció que Aliza tardaba demasiado. Sonó su celular y Aliza le pidió que le abriera la puerta. Tenía la espalda bañada de sudor pero al mismo tiempo sentía mucho frió.

Aliza entró con una botella y un sacacorchos de plástico, de esos que se llevan a un día de campo, y se sentó en la cama.

–No conseguí el Malbec. Compré un Pinot Noir que es muy bueno. — dijo, batallando para abrir la botella.

–Realmente no me importa que cosa sea. Necesito tomar algo. Necesito también preguntarte algo. ¿Qué hacen normalmente las otras, las que ya tienen tiempo? No sé si podré hacerlo. —

–Nada del otro mundo. Tú sabes que hacer. Relájate. Piensa que estas con tu novio.–

–Mi novio—dijo Julieta, pensando en el venezolano con quien había vivido por cinco años y al que acababa de dejar. Y en los otros tantos de los últimos seis meses. –Peor que con Gianfranco no puede ser. — Pensó, mirando fijamente la botella.

Aliza le sirvió el vino en un vaso de plástico que trajo del baño.

–¿Y tú, no te tomas una copa conmigo?—

–No. No puedo beber. Lo dejé hace dos años. Es una lástima. Este vino me encantaba. Era mi favorito. –

Julieta se bebió el vaso entero y se sirvió más. –Esto es agua, necesito algo mas fuerte—pensó al ver que a pesar de tener el estómago vació, el alcohol no le hacía efecto alguno.

–Vas a estar bien. Te va a ir muy bien. Barry es muy lindo y le he dicho todo. Está feliz de ser tu primer cliente. Me voy, te llamo cuando él este en el estacionamiento. Tú me dices si estás lista. Seguramente llega, se ducha, y bueno, como te dije, tienes que fingir que es tu novio. Le gusta que seas tierna con él, que lo trates como si lo quisieras. —

–¿Y como es éste Barry? ¿No es obeso, verdad?—

–No, no, no. No tengo a nadie así. Tiene alrededor de cincuenta, pero aparenta menos, y está en muy buena forma. Y como te dije en el carro, es de confianza. Todos son de confianza. Tengo solo dos chicas que ven a clientes nuevos. Las demás ven únicamente a los regulares. –

Aliza salió y Julieta se puso más perfume, Chanel Mademoiselle, y se enjuagó la boca. Sonó su teléfono. Barry estaba afuera; había llegado un poco temprano y si Julieta no tenía inconveniente, Aliza le diría que podía pasar. Julieta dijo que estaba lista. Diez minutos más o menos no harían diferencia alguna.

Tocaron la puerta y Julieta se puso los tacones altos y abrió. Sonrío, abrazó a Barry y le dio un beso en cada mejilla.

–Me llamo Gabrielle. — Le dijo, mientras le pasaba una mano perfectamente manicurada por el cabello blanco y lacio. Aliza le había mentido. Barry, si es que realmente se llamaba así, era un tipo de mínimo sesenta y con una barriguita cervecera que aunque no era muy grande, tampoco se disimulaba con la camiseta polo color crema que llevaba fajada dentro de unos jeans que obviamente se había puesto intentando verse algo juvenil.

–¿Quieres una copa de vino Barry? Yo me estoy tomando una. –

–Sí, gracias. Así nos relajamos los dos. Deja voy al baño primero. –

Julieta le sirvió vino en uno de los vasos de plástico. Odiaba tomar licor, y en particular vino, de un vaso de plástico. Pero ese día era eso o nada.

Barry se sentó al lado de ella en la cama y le dijo que no se preocupara, que sabía que estaba nerviosa, y empezó a darle un masaje en la espalda para soltarla un poco. Le dijo que quería que los dos la pasaran bien, que si algo no le gustaba, que por favor se lo dijera. Después de un rato corto, Barry se tiró en la cama y encendió el televisor.

–¿Te gusta éste tipo de películas?—Preguntó mientras le besaba el cuello.

–Sí, claro. —

–No, dime si disfrutas verlas de verdad, si te excitan—

–Realmente no. Me aburren. Me dan igual. Pero si a ti te gustan, vamos a dejarla. No me molesta en lo absoluto. —

Barry apagó la televisión y le dijo a Julieta que quería hacerla sentir bien primero a ella, que quería que ella terminara primero. La besó en la boca por un momento interminable. Sentía las babas espesas de Barry mientras veía los surcos que los años habían cavado en su frente. Barry tenía los ojos cerrados y no dejaba de acariciarle el cabello y de acercarla a él. Decidió hacer lo mismo. Pero daba igual. No lograba imaginar estar con alguien más. Aún con los ojos cerrados, veía la cara roja y redonda de Barry tal como si los tuviera abiertísimos. Veía sus ojos azules que en alguna época debieron haber sido muy bellos.

Barry empezó a lamerle el cuello y los senos. Pasó después al estomago plano y bronceado, luego a su ombligo perforado por un arete plateado y finalmente a hacerle sexo oral. Julieta intentó zafarse y devolver el supuesto favor.

–¡No, déjame hacerlo! Quiero que termines en mi boca. ¿Te gusta? ¿Lo estoy haciendo bien? Dime si quieres que haga algo especial. –

–No, Barry– dijo Julieta fingiendo quedarse sin aliento. Estás haciendo todo perfecto. Me gusta muchísimo. —

Miraba el techo blanco y se preguntaba cuanto tiempo habría pasado desde que Barry había llegado. Se había olvidado de ver el reloj. Pensó en el próximo. ¿A quién tendría que ver después? ¿A quién mas tendría que dejarle lamer y babear todo su cuerpo? El tiempo no pasaba. Fingió tener un orgasmo y jaló a Barry hacia ella para que la penetrara. Eso era un poco menos insufrible. Hasta que Barry empezó de nuevo a besarla y abrazarla como si la quisiera. El sexo era lo de menos, pero el afecto falso, que para Barry era muy real, y los besos infinitos, que por cierto eran muy malos, le daban fastidio y algo de asco.

–¡Abrázame! Por favor abrázame muy fuerte. —Le dijo Barry.

Julieta lo abrazó por un momento y luego le dijo que quería montarse encima ella. Así no podría abrazarla ni sofocarla. Barry pensó que Julieta estaba excitadísima y que quería cambiar de posición para sentir mas placer. Julieta fingió tener otro orgasmo con esperanzas de que Barry se animara y terminara por fin. Pero no, después del orgasmo falso de Julieta, la giró y se volvió a subir encima de ella. Julieta pensó que debían haber pasado por lo menos dos horas desde que llegó. Pero vio el reloj y eran solamente las dos de la tarde. Habían transcurrido máximo cuarenta minutos. Revisó la habitación sin mover la cabeza tratando de localizar su negligé y su tanga negra. Estaban en la alfombra, al pie de la cama.

Por fin terminó Barry y se acostó al lado de Julieta.

–No estuvo nada mal, ¿eh? Ya ves, no había motivo alguno para que estuvieras nerviosa. —

–No, no, contigo estuvo muy bien. Pero claro, quien sabe que tipo me vaya a tocar después. Es posible que sea uno rarísimo o asqueroso. Tú eres muy atractivo. Aliza me dijo que te veías muy joven y estabas en muy buena forma, y es verdad. También me dijo que eras muy tierno y que eras ideal para ser mi primer cliente. Menos mal. ¡Que suerte he tenido! — Le dijo mientras se recostaba en su pecho, aliviada al darse cuenta que eran ya las dos y cuarto.

–Gracias, eres muy linda. Pero realmente estoy en muy mala forma. He subido veinte kilos en este último año. Mi esposa tiene cáncer y ha sido muy duro para los dos. Vengo aquí para distraerme, para sentir cariño, para pasarla bien y hacer a la chica pasarla aún mejor. Ahora, dame otro beso, Gabrielle. ¿Ése es tu nombre artístico, verdad?

–Sí. Siento muchísimo lo de tu esposa Barry, debe ser muy difícil.— Le dijo mientras pensaba en su perro Coco, un pit bull que había muerto de cáncer a pesar de la radiación, la quimioterapia, los coches rentados a diario por un mes, y los veinte mil dólares que Julieta no tenía pero que igual se había gastado intentando salvarlo.

— Aliza me dijo que sería tu primer cliente y es un gran honor serlo. Eres bellísima y sumamente elegante. Y dime, ¿qué haces tú, digo, aparte de esto, que hacías antes?

–Bueno,–dijo Julieta mirando hacia la ventana, que estaba totalmente cubierta por las cortinas,– esto va a sonar muy extraño, pero soy abogado, como tú. Estudié en Harvard y trabajé en un bufete de esos muy prestigiosos en Wall Street. Pero no me interesan las leyes y me aburre a morir ese estilo de vida de oficina, así que decidí intentar esto. Quita menos tiempo y es menos tedioso. Además, en realidad es exactamente lo mismo. Hacer esto, ser abogado, ser taxista, en realidad todo es la misma cosa, nada tiene mucha importancia. Todo me parece bastante insignificante y absurdo. Aunque la verdad, para mi es más absurdo ser esclava en un bufete prestigioso que ser puta. ¿No crees?—Dijo mientras jugaba distraídamente con su cabello negro.

Barry la miró con duda, sin poder atinar si estaba jugando o no.

–Sí, puede que tengas razón.– Volvió a apretarla contra él.

–Pasaría la tarde entera contigo, si tuviera suficiente dinero. Pero aquí en Long Island no se gana tanto dinero como en la ciudad, y yo trabajo solo, no para un bufete. No quisiera irme. Siento que tenemos una conexión muy fuerte. Me gustaría muchísimo volverte a ver. No se si vas a regresar con Aliza, pero toma mi tarjeta, me encantaría verte, aún si nunca vuelves aquí. Pero no le digas nada a ella, de lo de la tarjeta. Si se entera me prohíbe volver. Es muy estricta con estas cosas. La entiendo. Es su negocio y lo tiene que proteger. —

–Claro, no te preocupes. — le dijo, sonriéndole mientras se levantaba de la cama y se ponía de nuevo su negligé. No veía la hora de deshacerse de Barry. Ojalá el próximo fuera menos empalagoso.

El resto del día y de las citas de Julieta transcurrieron sin eventualidades: Julieta encerrada con un hombre cualquiera en el cuarto oscuro de ese motelucho barato en un pueblo gris y lluvioso, olvidado por el resto del mundo. Julieta esperando a su próximo cliente. Julieta mirándose al espejo y sintiendo que no era ella quien estaba ahí, que lo estaba observando todo desde fuera, que estaba viendo una película. Julieta sintiendo, más que nada, una absoluta indiferencia hacia la situación, como suele sucederle con casi todo. Julieta saliendo a comprar una Coca Cola Light de la maquina y a fumarse un cigarro Camel mientras esperaba al joven contador que según Aliza era guapo pero que, aunque no lo fuera, al menos terminó enseguida. Después del contador, el doctor intelectual que no paraba de hablar y que entendía a Julieta, su indiferencia, su búsqueda perpetua de algo más. El doctor que le preguntaba que se sentía ser tan bella, tan perfecta, tan refinada. El doctor que la paró frente a él para observar su cuerpo hermoso, bronceado, delgado pero con curvas y a decirle que eso era la perfección.

–Guau,– decía repetidamente ese doctor cuyo nombre Julieta olvidó. Parecía no creer que una mujer así fuera su puta en ese motel de pueblo.

–Eres increíble. Quiero verte de nuevo y quiero verte solo a ti, a ninguna otra. No sé si vas a seguir haciendo esto, pero quiero que nos sigamos viendo y espero, mas que nada, que encuentres lo que estás buscando.–

Todos quisieron verla de nuevo. A pesar de los nervios de Julieta, los había hecho sentir a todos especiales, como si ellos si fueran todo un placer de tener como clientes pero los otros no. Únicos y fascinantes, así los hizo sentir Julieta. Después del doctor, llamó a Aliza y le dijo que necesitaba irse pues tenía que reunirse con amigos en la ciudad. Aliza le había programado una cuarta cita, pero Julieta dijo que no tenía humor de aguantarse a otro tipo; estaba cansada y necesitaba llegar a tiempo a su cena en la ciudad.

Julieta se subió al carro de Aliza; seguía cayendo un aguacero. Aliza le preguntó si no le molestaba que fumara. Julieta dijo que no, que ella también fumaba de vez en cuando. No se consideraba fumadora pero a veces fumaba. Entonces Aliza le ofreció un cigarro mentolado que Julieta aceptó. Era extraño que Julieta fumara. En realidad, los cigarros le daban mucho asco, pero fumaba seguido, fumaba por que sí. Era el último cigarro que Aliza tenía pero insistió en que Julieta se lo fumara. Aliza le preguntó que tal se sentía. Julieta dijo que había una experiencia extraña, rara, no necesariamente fatal ni desagradable. Solo muy singular y algo incomoda, especialmente al principio, cuando llegaban los clientes y ella no sabía que hacer con ellos o como actuar. También cuando la besaban, era algo desconcertante. El sexo no le molestó, fue lo de menos para ella, casi se puede decir que hasta lo disfrutó.

–¿Tú crees que vayas a volver?

–No sé. En este momento no estoy segura. Pienso que sí, pero como cambio de opinión casi a diario, no sé decirte si mañana me levanto y decido no venir. —

–Bueno, por el momento dime si puedes venir el lunes y yo te pongo en el horario, por si decides venir. —

–Sí, el lunes estoy disponible. —

Llegaron a la estación de tren; Julieta se despidió en el estacionamiento y le dijo a Aliza que le había encantado conocerla, que era muy linda y que se había sentido muy bien con ella. Quedaron que el lunes irían juntas a ver a un pit bull que Aliza había rescatado y que Julieta estaba interesada en adoptar.

El tren había llegado a la estación y Julieta se subió corriendo para no mojarse. Se sentía exhausta y con mucho sueño. Había tenido sexo con tres hombres en las últimas cinco horas. Se acomodó y abrió su libro, pero se quedó dormida enseguida. Despertó al llegar a Penn Station y se dio cuenta de tener demasiada hambre y de no poder esperar hasta llegar al restaurante donde se encontraría con sus amigas. Se comió un pedazo de pizza mientras caminaba por la estación. Pensó en los mil dólares que llevaba en su cartera y se sintió satisfecha más que nada porque nadie podría imaginar lo que venía de hacer. Observó a los hombres, en especial a los hombres feos y algo inadecuados, trabajadores de oficina, hombres de esos que se nota a la distancia que están demasiado solos, y los imaginó llamando a Aliza para pasar su hora de almuerzo en ese motel de Babylon cuidándose sobremanera que nadie los viera entrar ni salir de la habitación pues ellos son miembros respetables de la sociedad, son abogados, doctores, contadores.

Se subió al metro y llegó a su departamento en Harlem quince minutos después. Se sentó en el sofá y cerró los ojos un momento. Pensó en su día, en los hombres que había visto y que habían estado adentro de ella. No sintió absolutamente nada. Le daba lo mismo que haber pasado el día en la oficina aguantando a abogados que realmente creen que su labor y su existencia son trascendentales. Se sintió tranquila. Era capaz de hacerlo todo; nunca se le dificultaría sobrevivir. Y eso para ella era muy importante. Sentir que podía cambiar de mundos de un instante a otro. Que un día podía ser abogado, al próximo mesera, y al siguiente puta. Había comprobado lo que antes solo intuía, que en el fondo todo es lo mismo, que ser puta para ella era igual que ser abogado, aeromoza, mesera, operadora telefónica, maestra de escritura, recepcionista, secretaria.

Se lavó la cara, se volvió a maquillar y salió a cenar con sus amigas a un restaurante indio del East Village. La pasó muy bien. Se rió, tomó y en general, se divirtió bastante. No sintió nada diferente, nada fuera de lo normal esa noche. Nada en ella había cambiado.

El lunes no volvió a trabajar para Aliza porque su amigo Helmut, que estaba casado y tenía una bebe de un año y medio, fue a visitarla a su departamento. Hacía poco que se habían convertido en amantes. Por varios años fueron amigos los cuatro, Helmut y su esposa, el venezolano y Julieta. Helmut no le había propuesto nada mientras Julieta vivía con el venezolano porque decía respetar mucho las relaciones de los demás. La propia obviamente no la respetaba. Pero desde que Julieta se quedó sola, Helmut decidió hacerla su amante. Julieta no protestó. En realidad, le daba curiosidad ver a Helmut de ese modo, tratando de seducirla; quería saber como actuaba en la intimidad. Le parecía cómico y entretenido. Así que se volvió su amante aunque le daba exactamente lo mismo no serlo. Pensó que era mejor que ella fuera la amante de Helmut, en vez de alguna otra mujer que pudiera poner en peligro su familia y su matrimonio pues, en realidad, Helmut era un buen padre y esposo. Y por eso, cuando Helmut la llamaba, ella, si estaba disponible, lo veía. Tomaban tequila, hablaban de literatura, de sus vidas, de películas extranjeras, y al final, se acostaban juntos. Algo que en aquella época Julieta consideraba que no afectaba a nadie. A ella le daba lo mismo pues disfrutaba de la compañía de Helmut igual que antes y le tenía cariño. Tampoco se sentía mal por la esposa pues Julieta creía que sus reuniones hacían a Helmut un poco más feliz y que a la vez, esa felicidad beneficiaba tanto a su esposa como a su hija. Bastante como los hombres que pasaban su hora de almuerzo en el motel de Aliza.

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