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Mariana Zinni

La muñeca rota

En el fondo del armario, la muñeca rota. Llevaba ahí muchos años, olvidada, con los ojos abiertos, la boca rosa y el peinado desbordado. Su desnudez se acentuaba al tener zapatos y medias pintados sobre el plástico de los pies. Le faltaba un brazo, que suponía simétrico con el otro, de mano con dedos abiertos y extendidos.

“Clarita”. Recordé inmediatamente su nombre, y el hecho de que esa muñeca no fuera mía.

Era de Marcela, mi vecina de antaño. Jugábamos en casa casi todas las tardes, en un revuelto de muñecas, falsas tazas de un té hecho con agua fría y macerando hojitas de la planta de menta que crecía en uno de los canteros. No existía la palabra “fashionista”, pero nuestras muñecas, genéricas, regordetas, rubias o castañas, e incluso la muñeca negra, que venía vestida “de época”, lo eran, intercambiando mil modelitos, accesorios, ensayando nuevos peinados de pelos retorcidos. Lo único invariable eran los zapatos negros y las medias blancas, inamovibles e irreemplazables. Nos daba rabia que no pudiéramos cambiar los zapatos. No todos los vestidos quedaban bien con ese modelo tan escolar.

Tampoco imaginábamos, como generaciones posteriores, a nuestras muñecas trabajando, escogiendo profesiones, con vestidos acordes a sus vidas de oficinistas, maestras, médicas, veterinarias. Nuestras muñecas estaban ahí para ser vestidas y desvestidas, peinadas y despeinadas, tomando el té de menta, y no se nos ocurría ubicarlas en un mundo adulto.

Clarita era una de nuestras preferidas. A ella todo le quedaba bien, perfecto maniquí de plástico. De tanto jugar y aparentar, Clarita perdió un brazo. No recuerdo bien cómo. No creo que Marcela lo sepa tampoco. Habrá quedado encerrado en la manga de algún vestido, perdido en el fondo de la valijita plástica que pretendía ser un baúl para viajes transatlánticos. Con la pérdida del brazo vino la desnudez. Y el olvido. No queríamos una muñeca imperfecta. Ya no jugamos más con ella. Marcela tenía muchas otras, y yo también. Quizás mamá la haya guardado, con la esperanza de que apareciera el brazo perdido y Clarita recuperara su papel protagónico de nuestras meriendas.

No la volví a ver hasta hoy.

La agarré, e intenté peinarla un poco con mis dedos adultos, recomponer la forma de los cabellos duros, resecos por el tiempo. Noté que ya no cerraba los ojos, algo en el mecanismo se había descompuesto. Le enderecé las piernas regordetas, el brazo único. Miré si en la caja había algo de ropa, y la envolví púdicamente con un pañuelito de nena, esos que tienen una mínima puntilla y un bordadito de flores en una esquina. Sin quererlo, el pañuelo se volvió mortaja.

Volví a dejarla en su rincón del armario, sentada, la cabeza erguida, cubierta con el pañuelo y con la sensación de haber guardado un día de otoño de mis nueve años.

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