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La mirada del poeta

Para mi alumna Malka Rozemberg,
por convertir las horas de aprendizaje
en poemas que admiro.

El poeta no solo ve bellezas germinadas, como de común se cree. También mira el horror. El poeta es un ojo sin párpado que nos hace mirar lo que de otro modo no querríamos ver. Y es un intermediario entre el mundo y nosotros. En su mirada nos presta la belleza. De otro modo terminaríamos lacerados al mirar. Por ello la barbarie vista a través de un poema tiene cierto tono de interpelación, nos cuestiona en muchos sentidos, nos pregunta por qué el referente ya no tiene la belleza del signo literario. Y la respuesta es el silencio que antecede a la filosofía.

Vivimos un tiempo cada vez más asediado por la vileza. No hemos terminado de aplacar la indignación causada por una noticia cuando la que sigue espolea con más saña nuestro disgusto. Pero el poeta tiene una misión distinta de la del periodista, el historiador y el filósofo. El primero nos presenta la realidad tal y como acaba de acontecer. El segundo nos la muestra cribada por el tiempo y la memoria. El tercero nos la traduce en un discurso que la razón escribe desde la historia del pensamiento. Pero el poeta tiene una obligación que no suele concurrir en el periodista, el historiador y el filósofo: debe encontrar el eco estético de la realidad y –no necesariamente– plasmarlo en un poema.

Para mí esta concepción de la poesía y del poema es esencial porque parte de un principio: no falsificar la realidad. Un poeta no es un simulador/disimulador de su entorno. Un poeta es un cazador de ecos, y precisa para ello de una sensibilidad bien educada. Su tarea es la de mirar al mundo escuchando sus resonancias y reverberaciones estéticas. Todo, incluso el horror, posee una resonancia susceptible de ser apreciada artísticamente. Este es mi punto de partida para refutar a Adorno y su tesis de que luego de Auschwitz «es cosa barbárica escribir un poema».

La escucha de este eco supone, no obstante, una doble condición que ya he mencionado otras veces: la concurrencia de la poesía exterior y la poesía interior. Hay en el poeta una poiesis, un modus creandi que responde al modo como fue cultivada su sensibilidad desde la más temprana infancia. Y hay en el mundo una poiesis que Heidegger llamó alumbramiento, en los dos sentidos que la palabra soporta en español: parir/iluminar. Visto así, el mundo es permanente creación-revelación.

El concepto del mundo como poiesis es muy discutible, lo sé, sobre todo cuando los griegos disponían de otro concepto, el de physis, ese espacio ontológico omnipresente. Pero Platón sentó en El banquete las premisas de una poiesis del mundo cuando Sócrates refiere su diálogo con Diotima y cómo esta elucubra sobre la poiesis natural o sexual. En dicho diálogo, por cierto, Platón construye las bases filosóficas para hablar de una poiesis del mundo y una poiesis del alma, y la relación de ambas con la belleza y la inmortalidad. Pero ese es tema de otro ensayo.

El trabajo del poeta no es otro que devenir el no-ser en ser-poético escuchando el eco del mundo. Cuando el poeta, que hemos llamado ojo sin párpado, mira su mundo, distinto ciertamente del que otros ven, lo mira desde su poiesis interior y ello implica disponerse a la escucha del eco en una frecuencia específica, tal como la cuerda de re en una guitarra solo podría resonar con el re producido por otro instrumento de cuerdas.

Entre la poiesis del mundo y la poiesis del poeta, el eco supone ser un material preliterario, un insumo que la técnica del poeta habría de convertir en poema. No hay modo de que existan dos sensibilidades cultivadas de manera idéntica. Por tanto, no hay ecos gemelos. Más aun: ni siquiera existen dos revelaciones del mundo iguales.

El eco podría quedar en simple resonancia al interior del poeta, redimensionando su sensibilidad. Solo cuando el eco se viste de palabras surge el poema. Es la techne del poeta la que hace visible el eco en forma de texto. Pero no basta una técnica desarrollada a lo largo de un observado proceso de escritura. La técnica sola sería capaz de matar el arte. Es la conjunción de la techne y el eros la que hace posible el arte. El eco escuchado por el poeta deviene en texto poético subsidiado por el deseo de hacerlo luz en medio de las sombras, y asistido por la técnica poética. ¿Pero… qué sombras? La de las palabras. Allí radica la tarea del poeta: hacer que el verbo venza su propia oscuridad, revelarnos un rostro del lenguaje hasta ahora insospechado.

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