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miguel bacho

La magia

Los circos ya no son lo que alguna vez fueron para mí. Tremendos espectáculos, demasía de color y una algarabía cuya perfección bordea lo eléctrico. Me quedo con los circos pobres que migran por Sudamérica, esos donde levantar la carpa ya es un asunto mancomunado, donde generalmente, montar y desmontar es un trato informal realizado con gente que se acerca después del show o cuando aparecen los camiones con su batahola, con apretón de manos y más de algún mal entendido mutuo. Y es cierto que hay historias de triunfo, como en Chile, con el circo de Los Tachuelas o los famosos Hermanos Fuentes Gasca, casi magnates de las artes circenses, pero Roma no se hizo en un día. En algún momento, el Circo Chamorro fue más que un clásico del cine chileno.

Pero ni los años ni el desencanto, ni las luces de neón o los desfiles brillantes a lo mas Circo Tihany, mucho menos la arquitectónica performance del Cirque du Soleil, van a borrar las graderías acordonadas o las sillas de playa en la platea, ni el maquillaje corrido del mago que me vendió la foto con cara de asustado que el payaso me tomara casi por asalto, justo en el triple mortal de los trapecistas, los hermanos de la puerta, o las manzanas confitadas pegajosas y calientes. No se irán de mi los monos del culo rojo, exhibidos para contento de todos los que mirábamos hipnotizados, silentes, cómo se acicalaban en todas las cavidades que la moral nos había regalado para la risa y el escándalo en la misma proporción. No me importó leer en el diario, días más tarde, que se llamaban babuinos y que habían sido comidos por los perros vagos; nada destiñe el discurso maravilloso del Señor Corales, apodo que le dábamos a cualquier presentador de circo que, a fin de cuentas, se sostenía en su romántico pugilato con la zozobra con el puro encanto de su labia ritual.

Recuerdo, especialmente, que los circos andaban por las escuelas. Pasaban vendiendo boletos con precios especiales, “tarifa escolar para un espectáculo de calidad.” Llegaron, a mi clase, el mago y una trapecista, pero después me enteré de que casi todo el elenco -excepto los payasos chicos- aparecieron por el establecimiento y se repartieron pabellones completos para promocionar al Gran Circo Modelo, con animales amaestrados, los intercontinentales hermanos Vergara, Los halcones de la muerte, y la participación especial de Chimuchina, mentalista, malabarista, showman exclusivo y coanimador del Señor Corales.

Todo por quinientos, el kilo de pan a la hora del té, la cerveza triunfal del fin de semana, la gaseosa que reunía a la familia y acompañaba el puré con carne, mi semana de locomoción para volver de la escuela y evadir los 15 minutos cuesta arriba para llegar a mi casa, el mirador más desnudo de la cuadra desde la cual miraba el circo para seguir soñando.

Y qué nos dijeron a nosotros: nos brillaron los ojos tanto como la voz para pedir, por favor, que nos guardaran una entrada antes que los del otro curso (nuestros rivales) compraran todas y nos dejaran afuera. Y qué me dijeron a mi, que hasta agarré un boleto de promoción, un “vale” que me permitía la tarifa rebajada “bajo compromiso de asistir”, sabiendo que ni siquiera había quién me llevara. Encima de todo: en el arrebato, entendí que el papá de Juan me pagaría la entrada porque Rodrigo también iba a ir y a él nunca le daban plata, que el papá de Juan trabajaba en el puerto y tenía auto y nos llevaría el miércoles a las tres de la tarde, función única para la escuela. A mi mamá no le pareció mala idea que el vecino me llevara al circo por la pura buena voluntad, y sin mediar respuesta partí corriendo a bañarme y me dejé caer, peinado y zapatos lustrados, en casa de Juan a las 2:55.

Cuando Rodrigo llegó, quince minutos tarde riendo con su primo, el Papá de Juan no pudo evitar reírse no de ellos, sino de mí y de Juan, enojados y peinados para el mismo lado, ya instalados en el auto y en completo silencio. Y no es que fuera todo en el fin del mundo, la ciudad es pequeña y lo era más todavía en el 95’, pero éramos la escuela más populosa de la ciudad y todos todos todos, hasta los niños del Hogar de Menores, estarían ahí.

Y no nos equivocamos: toda la escuela estaba ahí. También los niños del Hogar estaban, bien formados esperando en la fila, las manos atrás y la vista en el piso. Y todo se veía repleto desde el auto, y el sol brillaba más y quemaba y las jaulas de los animales estaban vacías o cubiertas y el elefante se adivinaba debajo de la carpa, levantada a falta de ventilación.

Dos cabezas se asomaban, y junto a la multitud se reían del que apareció con el uniforme de escuela, el único que le creía las bromas a los profesores, condenado al calor y la burla de no ser por traer, además del dinero para entrar, suficiente para comprar la coca cola y un paquete de maní. Por lo mismo, no le costó agenciarse un matón de turno, y tan rápido como arrancó la risa alguien terminó llorando y la historia se acabó porque abrieron la boletería en un chirrido que sonó a gloria.

¿Trajeron la plata?, pregunta el papá de Juan, y de repente se me acabó la fiesta y entendí que, con trabajar en el puerto, Juan se refería a que tenía descansos durante la semana y que, como también era un papá buena onda, iría con nosotros en vez de quedarse a ver el partido y que por mucho que trabajara en el puerto no era millonario y que, a fin de cuentas, la visita de Juan y Rodrigo al circo calzaba con la impecable conducta que habían tenido, como nunca ese año, durante la semana anterior a la llegada del circo al colegio.

Y el viejo truco, la personal, y la vieja audiencia, la risa jovial y nunca cómplice,la vieja mirada incómoda, nunca feliz de cargar con la culpa, nunca comprometida con el resultado o el final o el desastre más bien personal que acarrea la vergüenza. Y el viejo truco, el heroísmo de padre hablando con padre y la mirada afectada y la mejor cara y el estudio casi  inconsciente de las maneras de entrar a la mala y la carpa llena y vociferante y el mago, cortando boletos a contrarreloj y una expresión de piedra dejándome pasar ante la agridulce expresión del vecino deshaciéndose en explicaciones que el mago dejaba pasar por el lado, queriendo irse al camarín a recoger sus cosas y vestirse, ya sin tiempo para maquillaje, ya sin tiempo de cortar boletos

Luego la pompa tierrosa del Señor Corrales presentando a los artistas con el mayor misterio posible, como si no los hubiéramos visto con su ropa del show tomando la micro la semana anterior.

Y el payaso interrumpiendo con el baile. Y los hermanos trapecistas mirándonos como si nos salvaran la vida. Y el payaso haciendo equilibrismo, perdiendo los pantalones mientras bailaba a lo Cantinflas en la cuerda floja. Y el mago, cara de piedra, sacando el arruinado conejo, escondiendo el pañuelo, jugando con las argollas, mirando de reojo a la modelo y sus lentejuelas caídas. Y el payaso molestando al policía que cuidaba a los niños del Hogar, haciéndolo bailar como borracho triste. Y los animales amaestrados haciendo sus gracias mientras el payaso, todo el tiempo el  payaso como pegamento, ordenando al elefante pararse en dos patas y verlo cagar en el medio de la pista, espectáculo mayor, vaporoso montículo de risa rumiada, falso escándalo del Señor Corales que  agradecía, después de una radiante media hora sentado sobre un clavo, oyendo a los más intrépidos meando bajo las gradas, mirando con resignación y sin embargo con rabia al hueón del maní, al gordo que le comía el maní mientras miraban el show que ya terminaba en un concierto de cumbia y gritos secos de los tramoyas acarreando escenografía, animales y mierda con el mismo ritmo, payaso y elenco saludando a modo de biombo mientras se secreteaban acaso cosas domésticas.

Un pequeño ejército de mamás carcajeaba en la puerta, deshaciéndose mientras llegaban los pollos a juntarse a mirar los animales por última vez y partir como al destierro. Los niños del Hogar, órdenes de por medio, agradecían al Señor Corales con sequedad milica y se iban, siempre queriendo con los ojos, quedarse a ver, como nosotros, los monos del culo rojo.

Y nunca ha sido igual, desde entonces, haber tocado la magia con los bolsillos vacíos.


Photo Credits: Nathan King

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