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paola maita
Photo by: Jack Wallsten ©

La mafia de las mesas

Alrededor de las mesas de las cocinas tengo dos creencias. La primera de ellas es que estoy firmemente convencida de que, si las mesas de las cocinas pudiesen hablar, tendrían una mafia y nos extorsionarían a todos. La segunda es que estoy segura de que una de las primeras señales de confianza que le doy a una persona es dejarle que se siente alrededor de la mía con el único propósito de conversar, sin que haya ninguna formalidad de por medio.

Muchas de las conversaciones más íntimas y significativas que he tenido en los últimos 10 años han pasado en algún punto por la mesa de la cocina de alguna casa. El mejor ejemplo de esto es mi amistad con M.

Casi todos los momentos de conexión profunda que pasaron en los años que habitamos la misma ciudad, fueron en su cocina. Usualmente, nos veíamos al final de la tarde en su casa. Algunas veces compartíamos la cena, otras alguna cerveza, y algunas otras veces solo necesitábamos agua. Lo que servíamos era lo de menos. Lo importante era la conversación.

Así fue como ese mueble nos escuchó hablar de amores, desamores, las aventuras de M o despotricar contra algún conocido o colega. También me vio llorar una muerte y hacer origami con servilletas para calmar los nervios. Fue testigo de la insistencia de M. para que yo escribiese y de largas disertaciones sobre la vida que teníamos hasta la madrugada. Esa mesa, que ahora extraño y se encuentra a miles de kilómetros de donde vivo -y de donde vive actualmente M.-, podría escribir un libro sobre nosotras con lujo de detalles sin pedirnos ayuda.

No recuerdo si la última vez que me senté allí era consciente de que sería la última, si ya M. sabía que pasaría un par de años en Colombia o si yo sabía con certeza que me vendría a España. Quizás, de haberlo sabido, habría arrancado algún trozo de ella para llevar algo físico conmigo además de los recuerdos.


Mientras hago una lista de las cosas que podríamos necesitar si realmente logramos mudarnos este año, no puedo dejar de pensar en esta mesa de cocina que hoy me acompaña. Aunque técnicamente no me pertenece porque es parte del mobiliario del piso, no puedo dejar de sentirla mía.

Así como la mesa de M., esta mesa de madera genérica de Ikea ha visto llorar a dos de mis amigos de aquí, ha escuchado mis discusiones con S., ha soportado la ansiedad de dos personas confinadas por una pandemia, ha sentido el peso de la laptop mientras tecleo, la he ensuciado de acuarela, ha presenciado cómo germino una semilla de aguacate por primera vez en mi vida, e incluso vivido alguna lectura de cartas del tarot. A pesar de que quizás no tenga historias tan interesantes para contar como la mesa de M., no puedo negar que he vivido cosas en ella.

Repaso mi lista de compras por hacer para la mudanza. Muevo la mesa a la parte más alta para recordar que es una de las prioridades. Alguna nueva tendrá que entrar a la mafia de las mesas de mi vida.


Photo by: Jack Wallsten ©

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