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puebla mexico 35mm
Photo by: Arden ©

La inutilidad de las casas

Camino todos los días por una ciudad desierta que se va poblando de a poco: señoras levantan cortinas de metal, tamaleros encuentran en el frío su herramienta mercadológica más puntual y gente se apresura a las esquinas a tomar el transporte público.

Pronto, el día poblano se sumerge en un ambiente entrópico de capital mediana. La ciudad, como puede, le cumple a quien la habita, aun con el peso histórico de ser una de las peores ciudades en infraestructura, aun con el estigma de estar cediendo desde hace años ante el fantasma de la delincuencia.

Yo me refugio en mi estudio y me encierro a escribir.

El día transcurre entre estruendos de motores alterados, sol poblano y negocios rebosantes en plena pandemia. No faltan los sonidos insignia de vendedores en peligro de extinción: el triángulo del tintinero que trae en su cubeta conos, tubos y abanicos; el señor que grita que vende tierra para las macetas, el silbato del afilador.

Cuando es de noche y el perro exige su paseo nocturno, vuelvo a caminar por la ciudad desierta. Donde hubo motores violentos, hoy sólo queda una bolsa de basura negra que espera a ser levantada por el trabajador municipal que pasa sin falta cada martes y cada jueves y cada sábado. Donde hubo humo de tacos, hay tan solo una cortina cerrada y percudida y la inutilidad de las casas, persiste, se acentúa en la oscuridad.

Yo vivo en un espacio entre la ciudad nueva y el centro histórico. No tengo el latido rebosante y folklórico que mueve a las calles que “trazaron los ángeles”, pero tampoco ––por fortuna–– me ahogo en la sosedad y la plusvalía prometida de la zona nueva de la ciudad, que ha crecido sin límite ni pena.

Vivo en un limbo de casas que algún día ––no hace mucho, si contamos que Puebla tiene casi 500 años–– fue la zona nueva; crecí con la idea de que estas tierras, en las que mi casa fue construida, eran las de un molino cuyo edificio principal se ve todavía desde mi azotea. Parafraseando a Jorge Ibargüengoitia, las ciudades consisten en un conjunto de centros: yo vivo en lo que fue algún día el nuevo centro, hoy lo sigue siendo, pero hay un puñado más de centros que se han ido desplazando con los años.

Mi colonia ––siempre me ha parecido chistoso que, a los barrios, en México, se les diga colonia–– y las adyacentes, fueron en la segunda mitad del siglo veinte la promesa de las nuevas familias.

El Mirador, Bella Vista, Anzures, Huexotitla, Las Palmas, fueron tan sólo algunos nombres de colonias cuyos habitantes llegaban a hacer la nueva Puebla. Padres de familia cuyos negocios iban mejor de lo que pensaban, hijos de españoles, nietos de españoles, madres de familia felices por tener una vida muy parecida al American Way of Life que crecieron viendo en las revistas que leían sus padres, aunque sin jardín frontal ni cerca de picos.

También crecí con la idea de que el bulevar grande que pasa detrás de mi casa era un río, siempre lo fue, hasta que llegamos nosotros: el Río San Francisco, y que lo entubaron, lo apresaron toneladas de concreto para traer los coches y mejorar el tráfico y que las colonias que ya mencioné mejoraran su plusvalía.

Y todo salió bien. Los urbanistas lo hicieron bien. Aprovecharon el capricho gubernamental de entubar el río y diseñaron bulevares y calles arboladas, bien trazadas que se iban llenando rápidamente con las nuevas residencias de los poblanos promesa. Hijos de sus padres que los educaron con el temor de la Guerra, con el temor de la escasez; hijos de sus padres sorprendidos de que la vida no era tan mala como se les fue pintada.

Criaron a sus hijos; yo, quizá, que nací en 1991, soy parte de la última o penúltima generación de esos hijos que crecieron todavía en el nuevo centro que no era el centro pero que estaba tan cerca que podría serlo. Casas grandes, a veces enormes, funcionalistas algunas, pero bien dotadas de acabados modernos, líneas largas, fachadas de piedra que formaban líneas horizontales que hacían la falsa ilusión de extrema longitud; vidrios entintados, grandes recibidores, cocheras gigantes, antenas parabólicas: parecía que Frank Lloyd Wright había hecho un viaje express a Puebla y diseñado cinco casas por segundo.

Grandes espacios para el buen desarrollo de la infancia de sus hijos, grandes recibidores para cumplir la función social que la nueva familia poblana necesitaba; espacios tan grandes que hoy, algunos de ellos ya demolidos, tienen la osadía de alojar un buen supermercado con todo y estacionamiento, o un conjunto de condominios que sigue en venta.


Es de noche, camino a solas con el perro. Cuento los palacetes lloydianos a mi paso. De cinco, dos están abandonados. Los que siguen habitados, cuentan con una sola luz que se pierde en la inmensidad negra de sus cristales entintados, alumbrando la vida de la madre que se ha quedado sola, tal vez viuda; o del padre que se ha quedado solo, tal vez viudo; o del hijo, que ya huérfano ha regresado a la casa donde creció a lamerse las heridas y a pensar que la vida no fue tan buena como lo fue para su padre, pero sí mejor de lo que fue para su abuelo.

En otra casa cuyo interior alcanzo a ver desde la calle, noto una escalera monumental detrás de unas cortinas de gaza. Una luz tenue alumbra lo que puede. Un cuadro del Señor de la Misericordia me juzga por mirón. Me quedo un buen rato y el perro no entiende porqué nos hemos detenido. Los pedestales siguen forrados de alfombra, ahora derruida, a los barandales los ha carcomido el tiempo.

Yo sé que en esa casa ya no vive nadie, y que los dueños (los hijos de los hijos) han programado esa luz para prenderse diario al anochecer, para ahuyentar a los ladrones y dar la falsa ilusión de que alguien vive ahí todavía, de que alguien vestido de gala después de misa, sigue subiendo por esas escaleras.

Cuando regreso a casa el perro lengüetea su agua casi con desesperación. Entro a mi palacio lloydiano Al gran recibidor sólo lo alumbra un foco que he programado para que haya luz y la casa no esté tan oscura.

Me adentro en la negrura, el perro viene conmigo.


Photo by: Arden ©

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