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Arturo Serna
Photo Credits: Marketa ©

La independencia según Nietzsche

Nietzsche propone un extraño anarquismo: busca, sin quererlo, una forma de disolución del yo. Escribe en el fragmento 41 de Más allá del bien y del mal: «No quedar adherido a ninguna persona: aunque sea la más amada… Toda persona es una cárcel, y también un rincón. No quedar adherido a ninguna patria… No quedar adherido a ninguna compasión.»

Nietzsche estaba obsesionado con una extraña forma de libertad personal que roza la esquizofrenia. Nietzsche soñaba, anhelaba, una libertad absoluta. Sus premisas conducen a una utopía. La idea de la negación de toda adhesión conduce a un aislamiento, a una negación del vínculo con el otro. Si bien no creo que la vida biológica dependa del otro en sentido pleno, sospecho que el otro le da un sentido a la existencia, le otorga una dimensión insospechada, una especie de vértigo desconocido que jamás puede ser advertido antes de que se produzca el encuentro y la interrelación con el otro.

El filósofo alemán elaboró su filosofía a partir de una disfunción, de una exclusiva tara personal. Tenía claramente dificultades para relacionarse con sus pares y esa herida fue traducida como búsqueda positiva. Lo que en Nietzsche fue un problema, en su filosofía ocupa el lugar de un peldaño para elaborar una visión de mundo. Los escollos para llegar al otro, el problema para relacionarse con el otro, fueron transformados en una necesidad, en una virtud, como si la negación del otro fuera la condición de la libertad y no la consecuencia de una dificultad individual, de una frustración radical. En este sentido, la utopía de la independencia absoluta es una forma del fracaso. Una utopía puede convertirse en la forma previa, escondida, del fracaso. La anhelada independencia extrema es una variación de su aniquilamiento.

El otro puede ser la salvación por un instante y también la fuente posible de nuestra ruina. El otro es la cárcel y el oro.


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