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paola maita
Photo by: Wine Dharma ©

La hora del vermut

Hagamos el vermut afuera.

Me atrevería a decir que la hora del vermut, más que una costumbre en España, es una institución. Suele suceder antes de la hora de comer. Es un momento para los aperitivos, la charla distendida, la pausa a mitad del día. En las estaciones diferentes al verano, también es el momento de sentarse en alguna terraza a recibir un poco de sol.

Ese sábado, S. y yo teníamos todas esas razones para querer tomarnos algo fuera de casa. Habíamos tenido una semana muy estresante y sabíamos que la siguiente seguiría en el mismo tono.

Nos sentamos en un bar de una de las plazas de nuestra ciudad y pedimos un par de cervezas con unas patatas bravas para acompañarlas. El día era perfecto para poder quedarnos allí un rato, mientras veíamos a la gente pasar y oíamos los niños jugar.

Mira cuánto hemos migrado. Ya hacemos el vermut, le dije mientras esperábamos que nos trajesen lo que habíamos pedido. Por un momento, me imaginé cómo podíamos vernos desde fuera: Dos adultos sentados esperando su orden en medio de una plaza de una ciudad de Europa. Cuando nos vi desde esa distancia imaginaria, creo que podríamos haber pasado como dos locales con ciertos rasgos exóticos.

Soy consciente de que el vermut no es una costumbre con la que crecí. Sin embargo, como tantas otras cosas, lo he hecho parte del estilo de vida que tengo aquí.

Es cierto que sigo conservando muchas de las costumbres con las que crecí. Aunque migrar no sea una lobotomía, cada vez me doy cuenta que la cantidad de cosas que voy incorporando a mi vida de aquí es directamente proporcional a las cosas que voy dejando atrás de la vida que alguna vez tuve en Venezuela.

Una parte de mí se siente obligada a decir que estoy haciendo un esfuerzo consciente e importante por no perder todo lo emocional que vino conmigo. Esta es la parte de mí que alimenta su negación con las palabras que aún conservo, como gaveta o auyama, que sabe que cuando me molesto digo que me arreché, que hace arepas algunas mañanas, y que aún conserva algunas prendas de ropa que vinieron en la maleta porque aún siente que son parte de ella (aunque ya no las use).

Otra parte de mí -la que es más consciente de todo aquello que trabajé en terapia-, sabe que lo anterior es una mentira que enmascara ese duelo migratorio que aún sigo explorando. Esa es la misma parte que cada vez es más vocal en admitir públicamente que no quiero volver a mi país, que hace esfuerzos conscientes por acostumbrarse a usar el vosotros, que nota que cada vez me gusta menos la ropa que me queda de aquella maleta, que entiende mejor cómo vestirse en un clima con cuatro estaciones.

Mira cuánto hemos migrado, dicen ambas partes al unísono, una con alegría y otra con tristeza, mientras toma un sorbo de cerveza.


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