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ota benga
Photo by: jmettraux ©

La historia de Ota Benga, vendido como esclavo a comienzos del siglo XX

En la segunda mitad del siglo XIX, la mentalidad colonialista avanzaba triunfante. Primero, Europa y Estados Unidos se beneficiaron de la esclavitud de los pueblos africanos. Luego, llegó la repartición colonial de África y Asia.
Por el célebre reparto de África en la Conferencia de Berlín, en 1885, el Congo se convirtió en propiedad privada del rey de Bélgica, Leopoldo II. Su explotación de los recursos de este país fue feroz.

Un niño pigmeo que vivía en el Congo, cerca del Río Kasai, sobrevivió a las matanzas realizadas por las Force Publique, el ejército al servicio del Rey Leopoldo. Ese niño se llamaba Ota Benga. Escapó primero de la muerte, pero para luego caer en manos de los esclavistas.

En 1904, un hombre de negocios norteamericano, Samuel Phillips Verner, fue enviado al continente africano para adquirir pigmeos para ser expuestos en la Exposición Universal de St. Louis. Así llegó el niño Benga, con otros ocho de sus hermanos, a América. Un niño pigmeo. Sí. Ota Benga. Comprado como esclavo a comienzos del siglo XX, luego de la prohibición de la esclavitud en el País del Norte varias décadas atrás, en 1865, al final de la guerra de secesión.

Poco después de su exhibición en St. Louis fue exhibido en el zoológico del Bronx, junto con un orangután amaestrado llamado Dohong.

Fue encerrado en la «Casa de Monos». Debía mostrar su arco y flechas, y disparar para hacer blanco como parte de su acto circense. Las visitas al zoo se incrementaron notablemente. Ota Benga era una de las rarezas sustraídas de otras culturas por el hombre blanco, para animar el espectáculo de los zoológicos humanos, las exposiciones etnológicas. La reducción del ser humano a triste bestia exótica. La «Casa de Monos» en la que Benga padecía su soledad, exponía la leyenda:

“Pigmeo Africano «Ota Benga» 23 años de edad, Altura, 4 pies y 11 pulgadas, Peso: 103 libras, traído desde la ribera del río Kasai, Estado Libre del Congo, Centro Sur de África por el Dr. Samuel Phillips Verner, exhibido cada tarde durante septiembre”.

Ese entonces ya, para Benga el zoológico del Bronx, era solo la sombra espectral de su tierra lejana.

En el tiempo de la desventura de Ota, Europa se regocijaba en este tipo de exhibiciones, como la de los fueguinos yámanas, onas (procedentes de Tierra del Fuego, en Argentina), y de otras procedencias. La supremacía blanca, los discursos del racismo científico, parpadeaban en la mirada occidental que convertía en objeto de estudio, o de lucro, a los desafortunados humanos estigmatizados por el color de su piel y su diferencia étnica.

Pero la Iglesia Afro-Americana Baptista protestó. Lanzó la acusación de racismo. La exhibición del niño pigmeo fue cancelada. Algunos defendían la exposición de Benga, como promoción de la teoría evolucionista. Esto atizó aún más la protesta, de índole religiosa, por el desprecio del cristianismo ante el evolucionismo de Darwin.

Por eso Benga fue luego ubicado en un asilo en New York.  Después lo enviaron a Virginia. En aquel estado sureño intentó vivir al estilo americano, y concurrió al Seminario Teológico y Colegio de Virginia.

Pero Benga escuchaba algo con insistencia… su pasado africano, su libre desplazarse entre raíces, plantas y árboles, sus flechas zumbando seguras hasta las presas. La lluvia, el viento, los humanos y los animales en libertad. El llamado de los antepasados.

Benga no pudo continuar la educación formal y trabajó en una fábrica de tabaco. Lo llamaron Bingo. Entre poleas trepaba buscando un remedo de las copas arbóreas de su selva perdida.

Benga quiso, pero no pudo, regresar a África.

El 20 de marzo de 1916, ya había cumplido los 32 años de edad.

Y Benga pensó en sus dioses y su pueblo. Recordó quizá la lluvia sobre su piel, los sonidos de la selva envolviendo su cuerpo semidesnudo. Se arrancó unas coronas que le habían sido implantados en sus dientes. Encendió un fuego. Bailó una danza de sus ancestros. Y apeló a otro ingenio de muerte de los blancos: una pistola, que enderezó hacia su corazón.

Entonces se escuchó un sonido breve y letal.

Fue enterrado en un viejo cementerio. Con el tiempo del olvido y la ignominia, su tumba se perdió. Sólo así el hombre pigmeo, escapó al deseo insaciable de espectáculo y entretenimiento de la cultura que lo arrancó de su hogar de verde y tierra.


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