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Ainoa Inigo
Photo Credits: Ted Eytan ©

La hija del Rey Dragón

Me gusta pensar que llegué a este país gracias a un relato que escribí a los 18 años en la universidad, cuando estudiaba periodismo. Los malotes de mi clase habían creado una revista underground y aceptaron mi cuento sin muchas preguntas. Cinco años después, Enildo me pidió que se lo mostrara y en el salón de la casa de mis padres, a sus setenta y bastantes, me invitó a visitarlo por unos meses. Era la historia de un hombre, que vestido de mujer, trata en vano de aplacar su maltrecha soledad en la barra de un bar.

Nos hemos encontrado en la calle 101 y Broadway. A los seis años ya sabía que había nacido en un cuerpo equivocado. Tuvo que esperar hasta los treinta para hacer la transición. Era infeliz y no entendía por qué y trataba de enterrar ese deseo más fuerte que todo. Intentó buscar respuestas dentro de sí misma, entonando sus rezos, sus cánticos budistas y preguntó y volvió a preguntar y buscó la luz. Vio a otras personas en situaciones similares tomar caminos que ella no quería seguir y se aferró a lo que intuitivamente sabía que le esperaba al otro lado del espejo.

Su abuela, que hoy tiene ciento cuatro años, su madre y su hermana fueron sus mejores aliadas. Un día se armó de valor y se presentó en Callen-Lorde, un centro comunitario de salud que apoya abiertamente a las personas transgénero en su proceso de cambio. Un espacio seguro donde la discriminación no tiene lugar. Tuvo que someterse a exámenes físicos, psicológicos y psiquiátricos que determinasen si estaba lista para empezar el tratamiento. Dos semanas después comenzó su viaje.

Durante años trabajó tras la ventanilla de una casa de apuestas de carreras de caballos. Fue maltratada por sus compañeras que veían en ella una competencia por su imponente presencia. Hoy sólo le queda un semestre para acabar su licenciatura. En diciembre habrá concluido sus estudios en comunicación y su especialización en idiomas. Domina cuatro, además del inglés.

Ha querido, con su existencia, desterrar cualquier estereotipo. Cuando la conocí, hace cinco años, estaba determinada a completar su educación y a salir adelante por sí misma. En cuanto termine se va a certificar como profesora de inglés en una universidad prestigiosa y piensa viajar a otros países y dedicarse a la enseñanza. Ese es su sueño futuro: trabajar, crear su propio hogar y tener una pareja para toda la vida.

Ella afirma que la sociedad no es honesta sobre la sexualidad, que los prejuicios nos encarcelan, nos ahogan, nos destierran de nuestra posibilidad de encontrar la felicidad. Lo más difícil no fueron las hormonas, ni los cambios que experimentó físicamente. La mayor dificultad vino de afuera, de los demás, de sus juicios y de su incomprensión. Ser transgénero es peligroso: te pueden agredir, te pueden lastimar y no sólo verbalmente.

Nos ven como seres desechables, para usar y tirar, me dice con sus ojos tristes, nos reducen a meros fetiches sexuales. A meros cuerpos. Ella no cuenta todo, pero dice mucho sin palabras, se adivina en sus gestos que lo ha pasado mal, que no ha sido un camino fácil. A pesar de la hostilidad, de la discriminación, de la exclusión, a pesar de la injusticia, cree en el amor universal y ha aprendido a amarse a sí misma. Ha aprendido a perdonar para poder vivir en paz.

Me regala, antes de irnos, la parábola de la hija del rey dragón. Es un relato budista, recogido en el Sutra de Loto, que cuenta la historia de una niña de ocho años que vive en un palacio en el fondo del mar. Cierto día, un sabio sentenció que, a pesar de su corta edad, iba a ser capaz de alcanzar la sabiduría de Buda. Otra eminencia afirmó que eso era imposible por su género. Entonces ella se apareció frente a la asamblea y se transformó frente a todos en un dragón macho para demostrar sus poderes. Después, regresó a su ser originario y pudo alcanzar la iluminación siendo mujer.

Hemos salido afuera del restaurante, me ha acompañado casi hasta el Central Park. Nos hemos dado un abrazo. La veo alejarse. Veo a una mujer afroamericana, alta y hermosa. Camina con su frente en alto, segura de sí misma y siento que se marcha en paz.


Photo Credits: Ted Eytan ©

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