a Adrián Gómez, Álvaro Aurane y los amigos del barrio
Desde la cama, a través de la ventana, se veía el jardín de rosas y la verja blanca cubierta de hojas secas. Solían golpear las manos: mi mamá los atendía y los hacía pasar por el jardín. Se sentaban en el borde exterior de la ventana y me tocaban el vidrio o me llamaban por mi apodo. A veces venían grupos de dos o tres. Nos reuníamos a escuchar música. El murmullo era una aventura de abejas entre las rosas y el polvo y los diálogos se disparaban en múltiples direcciones. Cuando apoyaba la púa en el disco la conversación se terminaba. El silencio invadía el cuarto y el ritual tenía la forma de una iniciación.
Todas las semanas aparecía alguien nuevo. Aquella vez, Silvio acompañaba a un amigo. Yo no lo conocía. Creo que fue Álvaro quien me dijo, después, que venía desde un pueblo de Córdoba. No tenía tonada pero guardaba un amor por la vida campestre que me impresionó. Eran tantos esa tarde que ocupaban casi todo el marco de la ventana. Yo estaba sentado en la cama y desde ahí manejaba el tocadiscos Winco que había heredado de mi mamá. Seleccionaba los discos de acuerdo a un menú discutido en los días previos. Silvio se apoyó en el vidrio y sacó un cigarrillo largo y flaco. Todos lo miraron. El disco de Led Zeppelin empezó a chirriar y el giro áspero se mezcló con la columna blanca del cigarrillo. Esa tarde nos quedamos hasta que la oscuridad comió el jardín. Silvio no conversó con nadie. Sólo hizo un par de comentarios que no llamaron la atención.
Al día siguiente lo crucé en la plaza del pueblo. Yo iba a comprar unas milanesas para el almuerzo y lo vi apoyado en una pared. Dijo algo sobre el disco de Zeppelin y me mostró la guitarra. Le dije que nos reuniríamos de nuevo en mi cuarto. Aclaró que llevaría la guitarra y le respondí que estaba encantado. Pero al día siguiente no vino. Le pregunté a Álvaro si sabía qué le había pasado y me dijo que no lo había visto en las últimas horas. Pasaron las semanas y la figura de Silvio se perdió.
Después de un mes, lo volví a cruzar en el centro. Esta vez se había sentado en la vereda con una alcancía al lado. Tocaba una canción en el suelo. Los viejos lo miraban raro y una mujer le tiró una moneda en el tarro. Me explicó que necesitaba ganar un poco de guita y que no quería comprometerme. Confieso que no le entendí. Después hablamos, dijo, y siguió tocando.
Unos días más tarde, apareció en el jardín de mi casa. Desde una hora antes estaban apostados Álvaro, Adrián y unos chicos de la escuela Normal. Silvio sacó su cigarrillo, lo estiró y pidió que le permitieran tocar una canción. Empezó con una de Silvio Rodríguez, esa que dice “Yo pisaré las calles nuevamente/de lo que fue Santiago ensangrentada”. Su voz abrió una hendidura en la siesta. Yo levanté la mano de la púa y lo dejé seguir. Álvaro quiso intervenir pero se calló y Silvio siguió, entre los cuerpos mudos, hasta el final de la canción. Álvaro dijo algo sobre el golpe de Pinochet y la dictadura en Chile. A todos nos unía la pasión por la música. Pero esto iba más allá. Silvio puso la guitarra en el suelo, acomodó su cuerpo, retraído, y no dijo nada más.
Algunos asistentes eran meros cultores de las canciones. No tenían ningún tipo de educación musical ni les interesaba discutir ideas o propuestas estéticas. Otros aspiraban a la condición de intelectual. Silvio escapaba a estas categorías. Guardaba un resto místico en su parada y llevaba la guitarra como si fuera un arma. A veces la movía con fuerza y otras la acariciaba como si fuera una mujer delicada y cruel. Creo que fue Álvaro el que conectó la canción con la revolución cubana. Por esos años yo no sabía nada del movimiento popular. Lo curioso fue que Silvio no acotó nada. Se limitó a mirar las manos, las posturas y las caras atentas. Alguien pronunció el nombre del Che y Silvio sacó otro cigarrillo y dejó que el humo invadiera el aire. En eso entró mi mamá y tosió forzadamente. Quería indicar que le molestaba. No me llamó pero me miró con un gesto severo. Y se fue.
Silvio se convirtió en un referente del grupo. Abría las conversaciones con un acorde y el debate se incorporaba como un aspecto medular. A pesar de lo que él decía, era un self-made man. Vivía solo y se auto mantenía. Nadie sabía exactamente cuántos años tenía ni si quedaba vivo alguien de su familia. Nunca dijo nada sobre Estados Unidos pero ahora pienso que todo lo que dijo aquel año fue, de forma velada, en contra del imperialismo.
Álvaro dijo que Silvio era un autodidacta, un luchador en el vacío contra esa forma tranquila y servicial de vida que todos llevábamos. Nadie le entendió pero todos movieron la cabeza como si comprendieran. Cada vez que hablaba lo hacía con serenidad. Vestía de manera parca pero cuidadosa. Citaba frases de libros que nadie había leído. Pronunciaba las palabras con discreción y en tono bajo. No se alteraba por nada. Cuando se iba, llevaba la guitarra como David Carradine.
Después de haber logrado una asistencia perfecta en las reuniones de las ventanas, Silvio desapareció.
No lo he vuelto a ver. Su figura es una mancha difusa que se dispersa en el pasado como un sello de agua.
Él no quería ser un héroe. No vivía para eso. Pero supongo que se daba cuenta de que todos se callaban cuando hablaba. En las pausas entre canciones, en las exaltaciones, en los quiebres, en los comentarios sobre trivialidades, él dejaba traslucir su mirada sobre las cosas.
Hace poco me dijeron que tenía un nombre falso. No era Silvio sino Walter. Su nombre verdadero tenía resonancias norteamericanas y eso había sido suficiente para que lo eliminara.
Ahora veo la ventana, la púa, el vidrio esmerilado, los cuerpos como sombras y veo el dibujo nítido de una mueca en su cara. Canta y sus ojos se ponen brillosos y se llenan de una alegría nítida y ubicua como la lluvia de París.
Photo Credits: Alejandro Pinto