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La gran belleza

Hay libros y películas que nos entretienen; otros, nos revuelven el alma. Una muestra de esto último es La gran belleza, la película ganadora al Oscar a la mejor película extranjera, en 2013. La joya del cine del napolitano Paolo Sorrentino, una rara avis. Un artista de tendencia surrealista, barroca, existencialista, creador de una narrativa cinematográfica de fineza estética, y en la que tiene un importante lugar la crítica a la religión y el poder.

La gran belleza es la historia del escritor Jep Gambardella, encarnado por el genial Toni Servillo.

 La ciudad de Roma, con sus sitios de historia milenaria y gran arte, es otro protagonista de la obra. Y muchos compararon la atmósfera y argumento de La gran belleza con La dolce vita, del inolvidable Federico Fellini.

Gambardella es el artista que luego de pasar por los placeres del mundo y las fiestas frívolas, se da cuenta de toda la vanidad y la estupidez en la que se refugió para escapar de lo único auténtico para un artista como él: el desafío de crear, sin excusas.

Gambardella escribió una gran obra en su juventud. Luego, a sus 65 años, se da cuenta con dolor que desde entonces no escribió nada importante. Participa en una fiesta tras otra, en las que, entre música estridente, los invitados disfrazan su soledad. Habla con otros fugitivos como él, en charlas insulsas o ásperas e incómodas, en las que sobresalen las menudencias, o el reproche de viejas traiciones y frustraciones.

Presencia a una chica que, en un estado de delirio promovido por sus padres, tira potes de pintura sobre un lienzo blanco, y es celebrada como gran representante del arte de vanguardia. Y asiste a una perfomance en la que una “vidente” golpea su cabeza contra un muro de la vieja Roma.

Se desangra por dentro; se oculta a sí mismo que todo es una gran farsa. Una tormenta de arena que tapa el sol y acribilla el aire con una sucia oscuridad. Una agitación que no deja ver.

Pero lo que devolverá a Gambardella a su camino perdido de artista es el encuentro con Sor María, un especial personaje religioso. Una mujer de un siglo, que se alimenta de raíces, que recibe en un balcón en Roma a una bandada de flamencos que parecen traer algo de la poesía y el misterio ausente en nuestro tiempo de consumismo voraz.

Al principio, Gambardella no comprende el mensaje de la monja. Pero, sí, después:

Hay dos supremos poderes: el silencio y la acción.

El silencio no engaña, porque no impone a las cosas palabras definitivas. Y el otro poder es la acción auténtica. En el caso de la escritura, la acción es un poder si asume que el arte de unir bellas palabras es un truco, una ilusión, como el elefante que un amigo mago de Gambardella hace desaparecer.

Las raíces que le recuerda Sor María son anteriores a las palabras. Al pensar en la santa subiendo unas escaleras en señal de sacrificio, Gambardella comprende al fin: con las palabras tapamos las profundidades, escapamos de la muerte que sigue a la vida, pero también invocamos las supervivencias demacradas de la belleza.

La escritura no tiene sobre sí la gravedad de decir el mundo o la verdad; a lo sumo, puede evocarlos con sus invenciones bellas. Con sus trucos. La gran belleza podrá ser una ilusión, pero a la vez es una creación real, la vida que el hombre le agrega a la vida para embellecerla, adornarla, hacerla más intensa y misteriosa.

Sor María es la Beatrice que le devuelve a Gambarbella el mundo. Pero no la pasión y el deseo de expresar. Esa necesidad lo inunda solo cuando se reconoce destinado a la sensibilidad, a no ser ya “el rey de los mundanos” en la Roma decadente.

La sensibilidad que lo desborda de afecto en la exposición de las fotos de un único rostro que se repite; la sensibilidad que recupera en su relación con su novia Ramona, cuando la ve como una persona carcomida lentamente por el cáncer, y no como algo tan superficial como sus amantes ocasionales; la sensibilidad que lo reclama cuando luego de su pomposa clase sobre las buenas maneras en un funeral, al subir el féretro del fallecido la pose fingida del comienzo se trasforma en un llanto sincero e incontenible por una vida desaparecida.

Y su sensibilidad lo enciende de nuevo cuando la nostalgia lo lleva de vuelta a un lejano promontorio sobre la playa, donde una bella muchacha le reveló el secreto del amor por primera vez; esa mujer que, al final, vuelve a mostrarle sus pechos, como si fueran el comienzo del mundo, como si, por ellos, acariciara de nuevo a la madre de todas las mañanas, cuando todavía no estaba suelta la estupidez humana que lo estranguló por cuarenta años.

La sensibilidad inunda a Jep, y lo impulsa a expresar, a escribir, cuando vuelve al primer amor a la vera de un faro. Frente al mar. Como fue antes. Y es ahora. Como una breve primavera de pureza que lo limpia de esa indiferencia a lo humano y al mundo que es propia de la frialdad decadente.

Las palabras tapan el silencio. Pero cuando las palabras asumen su ilusión, con sus trucos bellos dejan pasar algo. Es lo que ahora puede saber el artista recuperado, Gambarbella, que ya no escapará del regreso a lo profundo, a la mujer, a las raíces por las que aparece la vida, a las sensaciones finas y hondas en las que, debajo de las palabras, pasa algo, algún destello, de una gran belleza.

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