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La gota de fuego condenada a morir

Poner los pies en el camino, uno tras otro, cómo antes, a mi vieja guardia infante, a saludar árboles que creía secos. No me di cuenta de qué, pero lo hice; un pie entre la grama, colinas de la niñez amarillas se desvanecían hasta unirse con los bosques que como agujas hilaban las nubes muy a lo lejos, tan lejos, siempre tan lejos… Ya estaba otra vez en el camino y fue gracias a la ladrona de flores y a la mujer de la melena, a la maravillosa, por supuesto, Estefa…

Un cuarto de uña de gotero para cada uno. Convicciones, entendimiento de algo que tal vez tenía otro lenguaje. Pero notros tres seguimos mis viejos caminos de altos edificios grises de cipreses, raíces como venas palpitantes y firmes. Cada momento era una alegría para mí. Escribir crónicas urbanas para mí casi era fácil, pero nunca me había atrevido a escribir de sagas de colinas que mueren donde los ojos interrumpen el secreto, porque es un susurro que los pies tienen que resolver. La ciudad es una demencia más aceptable para un hombre como yo, que tiene que aceptar porque el dolor fluye… hablar de lo que se ama tiembla con Parkinson, simplemente por no tocar lo que se siente en el vientre.

Y entonces entrábamos en un jardín y ella, morena con ojos grandes y negros, labios perfectos que a nadie le corresponde besar; entre flores. Con su carisma le decía algo a cualquier persona, la que fuera. Luego de un rato entre tintos y paredes amarillas y verdes, como deben ser pintadas las casas en el campo, me decía: “Juan Jo, avíseme que no me vean”. Entonces la ladrona de flores arrancaba una o dos flores de orquídeas tigre y las guardaba rápidamente por pena. Ella ama los gatos y de por sí, es una felina en una larga sábana seca con carne para…

Yo aprovechaba para vaciar todo mi conocimiento sobre el bosque, porque los conozco y casi es difícil conocer los bosques con mi pasión. Era mi gran problema: amo los bosques pero, desde muy pequeño me adentro en ellos, veo su alta longitud gris uniforme —porque mis bosques de cipreses no son verdes, pero casi amarillos por ilusión— entonces Van Gogh regresa de la muerte con su maravillosamente temible inestabilidad y me dice, decía, por supuesto: “Los cipreses me preocuparon siempre; quisiera hacer con ellos una cosa como las telas de los girasoles”. Y con todo lo que sentía en el bosque y entendía, las tuve a ellas dos, mi querida ladrona de flores y Estefa.

Nos sentamos sobre un gran árbol caído, que quedó perfectamente puesto para nuestro descanso. Nos quitamos los zapatos por recomendación mía. Mientras caminaba sobre el tronco solo puede pensar en algo y lo dije sin filtros: “Antes no soportaba a Cortázar, pero ahora lo amo, hasta…” y la ladrona de flores respondió: “¿Sí? hasta…”, “no, con Bonita solo coincidimos en el mismo amor y le permití ser más a partir de él”. Seguimos los tres jugando en el bosque. Estefa con sus acertijos, el cabello, descalza pisando el musgo y reía mucho, siempre ríe mucho. Me gusta. La luz de la tarde comenzaba a intentar hacerse azul, gracias a los grandes dioses en Valhalla, no.

“Vamos, aún queda vino en mi casa” dije. Nuestros pies, ahora condenados por nuestros pasos, nos llevaron hasta donde los árboles dejaron de crecer y los colores en gafas amarillas y naranjas tomaron las decisiones y Medellín, con su demencia, estaba olvidada, y para mí mucho más pues Estefa… sobre todo su coquetería… y también los ojos de la ladrona de flores me permitían seguir allí. Recordar los bosques que mi niñez Asgardiana volvían con la brisa fría de la tarde y el gotero lisérgico me proporcionaba alma, la que me faltaba. Bonita, déjame imaginar que no… ¡puf!…

Ya sobre el camino, el camino, siempre el camino, ínsito. Con las maravillosas mujeres, la mayoría, pero ellas dos el Gran ejemplo; nos detuvimos… Estefa, la ladrona de flores y yo, sobre el borde de una colina, nos quedamos inmóviles porque el gotero palpitaba con mayor intensidad en nosotros. El sol nos estabilizó. Los tres miramos porque nadie podía reducirse a ver. Estefa con su melena excitante florecida en medio del rojo, la ladrona de flores con sus ojos negros palpitantes con aquel horno, yo… ¿? ¡Con ellas, gracias sol!

Poco a poco, cómo siempre debió ser, la débil gota roja e incendiaria del sol fue tragada por las siluetas lejanas de otra colina no tan urbana. Y los tres nos quedamos callados hasta que se deshizo en nuestros ojos. Mi virginidad, la que nadie sabe que ha perdido.

Las amo por estar conmigo cuando pasó.


Photo Credits: judy dean

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