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arturo serna
Photo Credits: Kristy Hom ©

La filosofía y el tumor

Chéstov entiende que la propuesta filosófica no es otra cosa que el traslado a concepto de un problema personal del filósofo. Si sigo el hilo de la argumentación, detrás de cada filósofo hay una tara, una manía, un pozo negro del que emanan sus ideas como aguas turbias. Un remolino en el cuerpo, un desajuste en la máquina, una máscara esquiva de la enfermedad o una mancha pringosa en las venas, algo inadaptado, un peso que lo hunde y lo obliga a pensar. En el fondo, la filosofía no puede tener otra forma que el desquite de una distorsión, el encubrimiento de un mal físico o moral. La filosofía como la forma distópica o paranoica de un daño oculto o encubierto.

Así, Nietzsche es el paradigma o el primer ejemplo. Y también Wittgenstein y Heidegger: el campesino que nunca se adapta al avance de la técnica y escribe su filosofía para combatir el desequilibrio pueblerino ante el paso del romanticismo a la filosofía positivista.

En estos casos, el pensamiento es la forma externa y desviada del tumor, del complejo, de la enfermedad, del golpe secreto en el corazón. Lejos del utopismo racionalista, el pensador sólo exterioriza un conflicto existencial.

¿Qué mácula habrá atacado a Hegel?

Es evidente que el pietismo de Kant era la malformación moral del deseo reprimido ante una muchacha en la siesta del domingo. Todo su rigor formal, su imperativo categórico, no son otra cosa que la distorsión de un deseo, de la lujuria insepulta en un verano alemán.


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