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fabian soberon

La ficción de una reseña. Sobre el libro Edgardo H. Berg, de Fabián Soberón

Santiago del Estero, un domingo de agosto

Carta a Arturo Serna

Leí tu libro. No me abandonó desde ese momento. Hacía tiempo que no me encontraba con un autor poniendo énfasis en lectores de vidas y ficciones, pasados, presentes y futuros. Ayer decidí escribirte, después de una larga jornada de domingo familiar, quizás de este modo se ordenen las voces de “Edgardo H. Berg” (o no).  

Te cuento que hubo tierra y viento norte toda la semana. Barrí la vereda a la mañana, la tierra volvía contra mí, yo insistía y barría de nuevo, hasta que llegó uno de mis hijos con una caja de cartón, traía una torta, con su brazo la protegía de mi pequeña tormenta de polvo. ¿Para qué barres?, me dijo. Y pensé: ¿para qué escribo? ¿Para qué leo? Y de inmediato recordé la presentación de tu libro, ¿por qué? Aún no lo sé, puede que al escribirte lo comprenda mejor. En fin, Fabián Soberón trajo el libro, dijo algo sobre vos pero nadie le prestó atención al principio. Pensamos que él era el autor, al menos es lo que dice en la tapa. Iba a acompañarlo a presentar el libro junto a Lucas Cosci en la Librería Utopía. Cuando llegué, ya se había armado una mesa con amigos y estuvimos conversando. Por momentos, los observaba y escuchaba, pensaba en los personajes del libro, mientras se hablaba de literatura, cine, música, una mezcla de arte  y nuestras vidas. Ninguno quería abandonar la mesa, había un imán en el centro con temas, que se esparcían gratuitamente como semillas  y las festejábamos ni que fuéramos agricultores endeudados.

Algo similar experimenté con la lectura de tu libro. Me planteaste desde un inicio un pacto de lectura diferente al que me brinda un género específico. El libro se presenta como cuentos, pero puede ser una novela, una autoficción, biografía o testimonio, o sencillamente una anti novela. El narrador es un oyente, al que escucho como en esa mesa del bar de la librería Utopía, comulga con mi idea de búsqueda al iniciar la lectura. 

Las pistas o señas del pacto las encontré en el Prólogo, firmado por Edgardo H. Berg: “La naturaleza ilusoria de estos cuentos nos hace pensar en la sinceridad del testimonio… ¿Cómo responder sobre la sinceridad de una historia que es a la vez ajena y propia?”  En la Inscripción, al modo borgeano, firmada por Fabián Soberon: “Mi escritura busca impugnar la ficción… En estos cuentos todo está contaminado. Lo real es ficcional y lo ficcional es real… La verdad lo pudre todo”, concluye Soberón. Al final del libro, el Epilogo, tuyo, Arturo Serna, terminaron de prepararme para el mundo al que entraría y yo misma construiría con mi lectura.  

Sabes bien que el lector sigue decidiendo qué es un texto. El autor no puede hacer más que resignarse. Y por si no lo sabes (estoy segura que es así) el vinagre blanco y tibio deja luminosa cualquier superficie, ningún otro producto de limpieza lo ha superado. Se lo enseñé a uno de mis hijos que se fue a vivir solo, es el que llegó con la torta. Tenía almuerzo familiar, como todo domingo, ahí estábamos, circulando en un espacio, por momentos caóticos, con platos, cubiertos, ensaladas a medio hacer, música, charlas, el perro ansioso por las sobras y mi cuñada recién llegada: “Quise ir a la presentación del libro, me interesaba eso que publicaste en una historia de Instagram”, se refería a “el porqué de la sentencia que escribe Soberón”: “La verdad lo pudre todo”.

Le expliqué que hay una literatura que suele buscar reafirmar al lector en sus creencias y expectativas, otra que demanda al lector una atención completa, y a la vez no te asegura ninguna recompensa. Que la autoficción es una desarticulación de la norma, no sé si es un género, una categoría, un recurso literario, puede ser que como lectora no me interese definirlo, pero sí comprender la propuesta, que se me impuso como inevitable mientras leía el libro. Le conté cómo usaste los hechos anecdóticos a partir de los cuales ampliaste universos posibles, disgregaste el pensamiento en vidas que van más allá del autor individual, y se me abrió un universo de libertades que no significaron alejarme o evadirme de la realidad, sino que me generaron acción, no contemplación. Me sentí yo misma produciendo el sentido de la obra. “Eso de la verdad lo pudre todo, podría haber dicho yo a mi ex, cuando lo descubrí con otra” dice mi cuñada. Nos reímos. En su rostro leo confusión (es un ejemplo rudimentario del pacto de lectura de este libro, advertirte que no será pacífica la lectura), sé que ella, al irse, rumiará cada palabra y sin darse cuenta será parte de mi ficción.

En la mesa, mientras se sirven las empanadas, todos hablamos al mismo tiempo. Y yo que no dejaba de pensar en lo leído, algo similar a lo que me sucede cuando tengo pendiente una historia y la voy escribiendo. No lo hago sólo frente al teclado, la escritura se mecha en mi vida diaria, los personajes en esa rutina los escucho hablar o hablarme (suena a descripción de una patología psiquiatría), es el ejercicio de la imaginación que se dispara también ante ciertas lecturas.
En el libro, las referencias al arte, cine, música política, filosofía, iluminan las anécdotas de los personajes. Desde
Brenda Frazer, Ceferino Namuncurá, Gentulio Vargas Eugenio Tandonnet , Alban Berg; Miles Davis, Olga Orozo, Alberto Rouges, Ortega y Gaseet. Mario Bunge, etc. Te confieso, Arturo, debí googlear a varios para conocer o recordar sus obras, me pregunté por qué estaban ahí de un modo tan natural. Y encontré una coincidencia, no sé si lo hiciste a propósito, o quizás lo hice yo al construir mi propia lectura, pero todos ellos contravienen el orden. Van en sintonía con la autoficción. Por ejemplo, Rougés, el primer metafísico de Tucumán y el concepto de totalidades sucesivas, sucesivas ampliaciones del horizonte temporal, el pasado, presente y futuro son indivisibles (desde ya te pido disculpas por mi resumen muy lego, tené presente la privacidad de la correspondencia, por las dudas esta carta vaya a caer en manos de un filósofo). Bueno, como te decía, por ejemplo, Brenda Frazen y la generación beat, en la década del 50, en la que si eras hombre podías manifestarte como rebelde, pero si eras mujer corrías el riego que te encierren tus mismos familiares, y aún así mujeres como Brenda Frazen escribieron para confrontar los principios de una época cuando los tiempos se negaban a cambiar. Y de todas esas referencias, la que ha quedado en mí es la del músico Alan Berg, las antonalidades, todas las notas tienen la misma escala y más específico no usa escala, se enfoca en las posibilidades de sonidos.

Ahora mismo, mientras te escribo escucho los ruidos de mi rutina y las del libro, en una sola dimensión de tiempo, y en la misma línea de importancia, no tienen escala, me confrontan a los principios aprehendidos. La línea entre realidad y ficción se me vuelve difusa. Bien podría citar a Sophie Calle: Mi arte es una ficción real, no es mi vida pero tampoco es mentira. 

En este libro, hay una clara intención de construir la mirada y de autoconstruirse, de dinamitar al sujeto concebido como fuente de la verdad y del texto. Y, definitivamente, se apropia de la aptitud de Edgardo H. Berg, la facilidad única de entrelazar los vínculos entre biografía y narración como una forma indirecta de mejorar el hastío cotidiano, al menos así lo describes en uno de los relatos.

Debo cortar aquí, siento olor a quemado, seguro quisieron recalentar las empanadas del mediodía y se las olvidaron en el horno. Ojalá la escritura y la lectura sean la comida de un domingo familiar, ojalá no sea yo como la abuela de Edgardo “habiendo abandonado, quizás el destino que se imaginaba para su vida ¿Cuántos hacemos lo mismo?”. Saludos a Fabian Soberón.

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