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Arturo Serna
viceversa magazine

La felicidad bajo la lluvia

a Jorge D. B.

Una tarde fría y lluviosa de junio, me encontré con un amigo de S. Estábamos parados bajo la garita del ómnibus público. Jorge tenía un sobretodo gris y un paraguas del mismo color. Jorge temblaba y sostenía el paraguas como si fuera la antena que lo guiaba en la melancolía.

La conversación fue trivial hasta que Jorge dijo una frase que encendió el conflicto, como en una mala película moderna. Jorge dijo, citando a John Banville: El progreso es un mito. Tal vez la anestesia o la teoría de la relatividad representen un progreso pero en lo tocante a la moral no hay nada que pueda llamarse progreso.

Yo lo miré fijo y lo dejé seguir. Pero Jorge, que tiritaba bajo el sobretodo gris como la lluvia, se quedó callado. No recuerdo ahora por qué salió con esa frase. Lo cierto es que le dije que tenía razón, que el progreso solo existe como mito capitalista y científico, que ni en las artes ni en la moral podíamos constatar algo parecido a una evolución.

Jorge miró al cielo y después hizo un paso al costado. Parecía que ninguno de los dos quería irse. Le dije que si uno lee Aristóteles puede encontrar la magnífica idea de los múltiples fines de la vida humana. Jorge me dejó seguir sin interrumpir.

Aristóteles sostiene que cada área del saber y de las actividades, dije, tiene distintos fines. Y que la clave no está en buscar un fin universal, como quería Platón, sino en pensar si hay un fin supremo que sea común a todas las actividades humanas. Con un aparato arduo de argumentación, un poco obsoleto, quizás, Aristóteles considera que la felicidad es el fin supremo, mejor y suficiente de la vida humana.

Claro, dijo Jorge, tras salir de su aparente mutismo, pero ¿quien define la felicidad?

Nadie, respondí.

El ómnibus que estaba esperando estacionó en la parada. No podía irme. Estaba trabado en la mitad de un razonamiento.

Le dije que Aristóteles era un genio pero que no había alcanzado una definición de felicidad que sea material y que responda a la existencia concreta.

Jorge no estuvo de acuerdo. Aunque no conocía su formación filosófica, las palabras que hilvanaba me hacían pensar que era un defensor del estagirita. Dijo que Aristóteles tenía en cuenta a la virtud y a la idea del justo medio para definir la felicidad y que eso no era poca cosa.

Le contesté que eso estaba muy bien como definición desde el punto de vista racional y formal pero que no decía nada sobre la vida real, sobre las pasiones, sobre el caso concreto de un hombre que se debatía, por ejemplo, entre su apetito sexual y su deseo de matar a alguien, que la felicidad podía consistir en hacer el mal.

Jorge se turbó. Me dijo que aunque no me conocía, podía deducir que yo era el típico escéptico, y que le otorgaba un lugar importante al mal en la vida del ser humano.

Corrió el paraguas y se paró debajo de la garita, como si eso le sirviera para tomar envión en su razonamiento.
Estuvimos dos horas discutiendo sobre el sentido de la felicidad en la vida humana.

Bajo el techo de un bar y con la compañía de un café caliente, Jorge me dijo que los filósofos son encantadores mientras no tocan la vida concreta. Recordé en ese instante lo que había dicho Cioran en uno de sus múltiples cuadernos: si alguien le debe todo a Bach es Dios.

Jorge me miró con asombro a la vez que me dijo: ¿y eso que tiene que ver con todo esto?

Le respondí: la culpa de todo la tiene Dios, la idea un absoluto. Si no fuera por Dios, los hombres pensaríamos más en los hombres y menos en las soluciones que vienen desde el infinito.


Photo Credits: Razi Machay

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