Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
daniel campos
Photo by: John Morgan ©

La felicidad es un jardín

Suelo contemplar alegrías y esperanzas naturales y ponderar la felicidad en mi jardín josefino. Así me siento en casa, conectado con Natura Naturans, la fuerza sabia y creadora de Vida, aún en medio de la ciudad.

Un martes de estación seca descubrí un botón en el rosal. El miércoles se empezó a abrir y atisbé los pétalos amarillos en su interior. El jueves floreció: hermosa brilló la rosa bajo el sol matinal. Por varios días la observé, disfruté su aroma, sentí en mis dedos la suavidad de sus pétalos. Una noche salí al jardín y vi que algunos pétalos habían caído sobre el zacate. A la mañana siguiente ya habían caído casi todos y yacían como destellos amarillos pintados en un trasfondo verde. 


Se dice que amarilla es la felicidad y verde es la esperanza. Pero yo diría que amarilla es la alegría y verde la esperanza.
La felicidad, ¿es un rosal de tallo espinoso y hojas ásperas, fuente de vida de hermosas flores como alegrías que nos deleitan?

Quizá. Aunque creo que la felicidad es más profunda y equilibrada que el rosal con sus punzantes espinas y bellas flores. Es el Todo Orgánico del jardín que nutre al rosal y hace brotar a sus rosas.

Una noche a principios de la estación lluviosa salí al jardín y el rosal amarillo me sorprendió con dos flores completamente abiertas. No vi los botones brotar ni abrirse en lo alto del rosal. ¿Había andado tan ensimismado en aquellos días? Al amanecer observé bien las dos rosas y noté cinco botones más despuntando. Ese rosal sólo había dado tres flores en cuatro meses.

Los antiguos griegos y latinos del mediterráneo interpretaban el vuelo de ciertas aves como mensajes o profecías de los dioses. ¿Podríamos los contemporáneos del istmo centroamericano hacer lo mismo con las flores? ¿Serían esos cinco botones el oráculo de alegrías por venir? En aquel momento, recién retornado al país, me aferré al verde esperanza de las hojas brillantes del anturio en mi jardín.

Oscura tarde de lunes. Calor bochornoso. Cielo encapotado sobre todo el valle. Sin embargo, había suficiente luz para sentarme a lado de la ventana de mi dormitorio a leer. Por ratos me distraía mirando el jardín. Todo parecía opaco, hasta las verdes hojas de la granadilla de monte y sus rojas pasifloras. El rosal amarillo ya había crecido sobre la altura de la tapia de cemento por lo que se mecía mucho en la brisa. Tres de sus botones habían empezado a abrirse.

De repente, tronó y se desató el aguacero. Era fuerte la tormenta. Danzando en la ventolera, los botones en lo alto del rosal pintaban trazos amarillos sobre el lienzo gris del cielo. Y las rosas magenta del otro rosal parecían fulgir con luz propia. Cuando retornó la calma, gotas translúcidas descansaban sobre cada hoja y pétalo del jardín. El atardecer se redujo a un breve y tenue resplandor rosado al oeste. Simplicidad: el amarillo y el magenta habían bastado para colorear aquella tarde gris.

Un aguacero tropical cayó sobre el valle después del anochecer. Fuerte, impetuoso, breve. Ya entrada la noche salí al jardín de mi felicidad. Tres pétalos de rosa amarilla, cubiertos de gotas frescas, yacían sobre el verdísimo zacate. Los levanté con cuidado y los observé en la palma de mi mano. Sutiles alegrías, las gotas brillaban como pálidos berilos bajo luz de luna.


Photo by: John Morgan ©

Hey you,
¿nos brindas un café?