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rockaway beach
Photo by: Alexis Lamster ©

La felicidad en Rockaway Beach

Hoy me alegró el recuerdo de una experiencia playera neoyorquina. Era el último día del verano boreal. Llegué a Rockaway Beach y me zambullí en el Atlántico. Mis sentidos del gusto, olfato y tacto me recordaron de inmediato que era más salado que el Pacífico. Igual lo amé y lo disfruté. Jugué, meciéndome en el oleaje. Imaginé a la Luna hecha sirena: bella fantasía. Nadé un poco, estilo pecho. Salí y dejé que el sol y el viento me secaran mientras cerraba mis ojos. Escuchaba el rugir del mar y sentía las caricias del sol y el viento en mi piel.

Luego me senté en la arena a observar gente. Un padre, judío ortodoxo, pasó caminando con su chiquita de dos años. La niña llevaba vestidito de baño rosado con lunares blancos y anteojos oscuros de aros amarillos. Parecía una diva graciosita. Otro papá, latino, le enseñaba a su hija de cuatro años a jugar futbol. Una pareja que no sabía nadar –él anglosajón y ella afrodescendiente– se sentó a la orilla del mar y dejó que el Atlántico los bañara. Las olas los desestabilizaban y tumbaban en la arena. Ellos reían juntos. Así de simple, sin complicaciones. Eran felices.


Photo by: Alexis Lamster ©

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