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Harrys Salswach
Harrys Salswach - ViceVersa Magazine

La experiencia de leer: Vestidas para un baile en la nieve

Hay sociedades que pueden hacer de sus naciones campos de concentración y exterminio sin necesidad de alambre de espino. Basta con que sus integrantes supongan que van a transformar el mundo irreversiblemente, que van a liberar a todos de las cadenas que los oprimen y que las injusticias serán desterradas ya que no tienen cabida en la recreación del Paraíso y es que, en palabras de uno de los tres desolladores de la Revolución rusa, Trotsky, «El hombre será incomparablemente más fuerte, sabio, sutil; su cuerpo será más armónico, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical. Las formas de vida serán más dramáticas y dinámicas. El tipo humano medio se elevará a las alturas de un Aristóteles, un Goethe, un Marx. Y a partir de este nivel se alcanzarán nuevas cimas.» Es lamentable que quien murió por un golpe de pico de escalar en el cráneo no haya tenido chance de ver realizado su hermoso sueño, la cima de la vileza.

En Vestidas para un baile en la nieve (Galaxia Gutenberg, 2017), la narradora, periodista y traductora checa, Monika Zgustova, recoge los testimonios de nueve mujeres sobrevivientes del gulag soviético. Nueve años de búsqueda y levantamiento de la información han arrojado un libro que tiene una impronta especial. De Moscú a Londres y luego a París, donde viven algunas de las supervivientes. Casi todas le han confesado a la autora que repetirían aquella experiencia. Y es que la vida se potencia cuando se está al límite de la muerte, cuando se vive sin expectativas, cuando el futuro ha desaparecido de la medida del tiempo, entonces, la amistad, el amor, la compasión, el consuelo, las humillaciones, el sufrimiento, se viven con una intensidad que no se repetirá nunca más. El título hace mención a la súbita deportación de los enemigos del pueblo. Algunas de estas mujeres fueron arrestadas cuando celebraban una ocasión especial, una graduación o un cumpleaños. Todo el horror fue vivido como una enseñanza. Por la propia fortaleza de cada una de ellas y los caminos inescrutables del azar, pudieron estas mujeres dar fe de aquel báratro.

Las testificaciones sobre la experiencia del exterminio comunista siempre son tan fascinantes como aterradoras. Esa tensión produce en el lector, agotado y abatido, una resistencia a abandonar los testimonios de las atrocidades más ruines que los hombres han cometido contra ellos mismos en nombre de un delirio racional que le abre las puertas al infierno más gélido del alma. La agitación ante el despiadado accionar de quienes echan a andar una maquinaria de dolor y muerte es tal que, ante la evidencia, el lector insiste en descreer lo que se despliega ante sus ojos y pasa una página tras otra quizás sin lograr asimilar del todo cómo de las más abyectas bellaquerías puede emerger el conmovedor reconocimiento de la belleza y el agradecimiento a la vida: «El campo de trabajo fue para mí la lección vital más importante; esos años amargos y duros fueron la mejor escuela, una escuela que me sería de gran ayuda para el resto de mi vida. No puedo imaginarme mi vida sin los campos.» Esto lo dice Susana Pechuro, y lo han podido subscribir muchas de las sobrevivientes. Para otras, nada compensa aquel tiempo perdido en el horror.

 

Las nuevas cimas resultaron ser las de siempre

Zayara Vesiólaya, Susanna Pechuro, Ela Markman, Elena Korybut-Daszkiewicz, Valentina Íevleva, Natalia Gorbanévskaya, Janina Misik, Galia Safónova, Irina Emeliánova. Todas enviadas al gulag, deportadas a Siberia, donde el frío hiela al mundo y a los hombres. Cincuenta grados bajo cero y un tejido social cuyo fundamento es la delación y la crueldad. «Después de la guerra, mi madre había trabajado como enfermera y, una vez, hablando por el teléfono que había en el pasillo del piso comunal, le aconsejó a un paciente: ‘Intente conseguir penicilina americana; actúa mejor y más rápido que la de aquí’. Uno de los vecinos de la komunalka la oyó y la delató. Todas las delaciones iban a misa, no se cuestionaban. El sistema entero se fundamentaba en ellas». La madre de Zayara Vesiólaya fue condenada por «propaganda antisoviética» a diez años en los campos de trabajos forzados, su hija se encontraría con ella dos años después también condenada. La brutalidad era correspondida por la puerilidad de la acusaciones que se heredaban como enfermedades genéticas. Ela Markman guarda las cartas que la hija de Marina Tsvetáieva, Ariadna Efrón-Tsvetáieva, escribió a Boris Pasternak desde el gulag. Son conmovedoras y dan cuenta de una progresiva invasión de la desesperanza a la par que un canto de cisne a la belleza. La propia Ariadna era de una belleza aterradora, Ela la conoció y Zgustova reproduce las misivas en el libro como si fuesen un testimonio dentro de otro, unas matrioskas que guardan la memoria de tiempos muy oscuros. Toda la familia murió perseguida por la revolución.

Los detalles de las penurias y los sufrimientos son un reto para cualquiera que no tenga la piel de un cocodrilo. Ante testimonios de esta naturaleza siempre se preguntará el lector —no un obnubilado energúmeno rojo— cómo fue posible el despliegue organizado del horror, cómo fue posible que se rompieran las cañerías que canalizaban la porqueriza que también somos desparramándose la inmundicia por doquier hasta transformarse en el efluvio maligno que hizo posible una sociedad escatológica. Estos testimonios no son solo voces personales, también contienen las voces de familiares, de generaciones que iban pagando condena desde 1905 hasta entrada la década del sesenta. Abuelos, hijos y nietos. Son también la evidencia ineludible de quienes embriagados de ese entusiasmo malsano por cambiar radicalmente el mundo, aplicar ingenierías sociales justificadas por un fin u objetivo que suponen superior a la dignidad y vida humanas, convierten a las naciones en campos de exterminio que son la sustancia del comunismo, el combustible de la revolución.

Y sin embargo, también son testimonios de la dignidad ínsita al ser humano aun cuando las mayorías embrutecidas y envilecidas por ese eufemismo de la envidia y la mezquindad, «la igualdad de todos», conspira para reducir a los hombres a huesos cubiertos de piel. Esas nueve mujeres veían y reconocían belleza en los parajes gélidos de la tundra siberiana, se maravillaban con poemas que memorizaban cada noche al regresar a sus garitos inmundos luego de jornadas de trabajo de catorce horas en cuevas asfixiantes extrayendo carbón, sobrevivían gracias a la música que silenciosa se repetía en el recuerdo, en los pasajes que una y otra vez se repetían de los libros leídos a escondidas, «mi recuerdo luminoso de los campos va unido a los libros. Nadie puede imaginarse lo que para los presos significaba un libro: ¡era la salvación! ¡Era la belleza, la libertad y la civilización en medio de la barbarie!»; se estremecían ante la grandeza de la naturaleza que hostil también desplegaba el misterio de su belleza «abriendo de par en par el cielo a otro mundo, ¡el de la aurora boreal!»; y amaban y aman, profunda e insobornablemente la vida. Estas son las cimas del hombre, las cimas de siempre.


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