Un crítico marxista de cine comenta frente a un público joven una escena de Viridiana, de Buñuel. El joven Jorge, hijo de don Jaime, va a visitar la finca que hereda al suicidio de su padre. Cerca de la casa, mientras camina, ve un perro que anda atado a un carro que acaba de detenerse para que suba un hombre. Jorge no le gusta lo que ve y compra el perro. En otro momento camina con él por la misma calle y ve atado otro perro de igual manera a un automóvil. «La liberación del perro no resuelve nada. Hay miles de perros atados. La solución, se nos da a entender, si no es global no es solución. El humanitarismo, nos dice Buñuel, es inútil», comenta con cierta soberbia el iluminado.
Este es un detalle de una de las setenta historias que comprenden La inmortalidad de los perros (Hoja de Lata, 2017) del griego Costas Mavrudís (Tinos, islas Cícladas). Vale decir ante todo, que es el libro de un poeta. Narra con lirismo momentos mínimos de los hombres en su cotidianidad, acontecidos en sus vidas baladíes, pequeñas, si se quiere, insignificantes. La mirada del autor es una que derrama compasión sobre sus creaturas sin por esto reivindicarlos, ser indulgente o paternal. Aquellos no son momentos estelares de la humanidad, aunque recuerden en sabiduría, hondura, calidez y delicadeza el estilo de Zweig, sino momentos ordinarios, de una humanidad íntima, en su nimiedad intrascendente que, sin embargo, la ternura filosa de Mavdurís reviste de una dignidad que doblega al más fiero de los temples. Tristeza y melancolía comparten el tono de este microcosmos atemporal.
Es la fragilidad del hombre, su vulnerabilidad, la que parece recorrer estas historias en las que los sinsabores de la vida se despliegan con una agria dulzura sobre los personajes. Rupturas, decepciones, desamores, muertes, despedidas, desencuentros, deseos incumplidos, vanidades, mezquindades, egoísmos, tristezas contenidas, secretos revelados, desencantos, soberbias derrumbadas, pequeñas alegrías; el poeta griego da cuenta, en estas miniaturas finamente escritas y hermosamente traducidas por Ángel Pérez González, de un conocimiento de las grandezas y bajezas humanas que solo la experiencia, observación, comprensión y lectura, logran convertir en sabiduría. Cada historia es un encuadre que parece haber sido capturado por el autor como una instantánea, paréntesis que tienen un pretérito y un devenir que, estando fuera del foco, quedan como un asunto del lector.
Sin perros no hay civilización
He aquí que aparecen los fieles y nobles perros que han acompañado al hombre desde hace milenios. Animal que doméstica el hombre (y viceversa) y le ofrece compañía insobornable, consuelo inequívoco ante la conciencia de finitud que lo atormenta, agobia y desespera. Los perros son inmortales porque son libres de la conciencia de final, así, se entregan momento tras momento a sus amos, a los hombres que solitarios encuentran en ellos seres en los que volcar humanidad. En uno de los relatos, un anciano le comenta a su amigo durante un paseo por el parque, sobre su perro Hermes: «no tiene conciencia, ignora el final, igual que el bosque no sabe nada de la serrería. Dichoso de él. Ha vivido y se muere sin sospechar de su ausencia, sin saber nada del tiempo. De modo que cuando llegue el momento le aplicaré la eutanasia a un ser despreocupado, que es como decir inmortal». Los perros andan en cada uno de estos relatos, vagabundos, aristócratas, consentidos, maltratados o famélicos, como meros espectadores, indiferentes también a los hombres en ocasiones, vivaces en otras, impacientes o solo como presencias, testigos de la condición humana, esta sí, ambigua, débil, quebradiza, fracturada en su origen y andar.
El lector se pregunta en cada relato por la presencia del animal, cuándo aparecerá, en cuál grieta humana se colará su presencia e indicará aquella condición herida del alma humana. Distanciados o no de los personajes de este cofre de joyas literarias, los perros señalan una integración con los hombres esencial, como si la civilización occidental dependiese de su presencia para ser tal, o al menos es uno de sus signos. La ausencia de los canes en las sociedades occidentales es señal de barbarie; una ciudad sin perros vagabundos devela alguna anomalía o sus instintos más básicos. La desaparición de estas nobles criaturas causada por el hambre es otro de los límites a los que se asoman las sociedades cuando se han deshumanizado, cuando se han dejado arrastrar por impulsos salvajes de supervivencia. Desde Argos, el perro de Ulises, hasta Boatswain el de Lord Byron, Bendicò, el perro de don Frabizio en El gatopardo, Miguel Ángel y la Capilla Sixtina, Giacometti y su perro de bronce, hasta uno que lleva el nombre de Stendhal, los vínculos con la cultura, la historia, las artes, la política, el cine, son ingentes; y siempre, ineludiblemente, la presencia de los perros acompaña a los hombres en sus afanes y desventuras. Donde hay un perro hay civilización. Al menos occidental. Desde Atenas, a Roma, Napolés, París, Londres, Venecia, Serbia, hasta la Berlín dividida por la estupidez del hombre, los perros son habitantes de las ciudades.
El conjunto de relatos parece desmentir al crítico de cine que inicia esta nota. Se cuenta que muchos años después, cuando se exhibió La lista de Schindler, «el crítico marxista ya no debatía en público. Los cines de la dictadura conservaban como lejano recuerdo su papel apostólico (…) Al final de la película de Spielberg, un judío, que se ha salvado gracias al industrial alemán, se dirige a este con una frase del Talmud: «Aquel que salva una vida, salva al mundo entero»». El narrador apunta que luego de aquel parlamento se «descubría el precioso significado del individuo». Es lo que encontramos en cada una de estas breves y sabias historias caninas.