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Los sueños de la serpiente

La experiencia de leer: Los sueños de la serpiente

Un hombre sentado ante una mesa en la que despliega documentos una mañana cualquiera de fin de semana, lleva una pipa que al parecer no está encendida. Otro hombre lo acompaña, lleva unas gafas redondas, un tanto retirado de la mesa, sentado en una de las sillas de campo y, sobre sus rodillas, una niña de cabellos recogidos en dos coletas y de sonrisa algo inquietante. Una escena cualquiera al aire libre: familia y amigos se reúnen a conversar. La niña le dice a quien la tiene en su regazo, «tío Lala».

Esta postal en apariencia anodina es el epítome del Mal en su constitución orgánica, cuando se ha convertido en el ligamento que le da tensión a los músculos sociales. La ideología deja de ser una estructura racional que reduce y termina por negar el mundo, para habitar en el hombre, es su sino. El hábito de la inquina. Quien lleva la pipa sin encender es Stalin, el tío Lala es la bestia estupradora Lavrenti Beria y la tierna niña, Svetlana, hija del «mediodía de los hombres», como llamó al Padrecito el gordinflón de Isla Negra. Los documentos desplegados sobre la mesa son informes de los campos de concentración y listas de los próximos contrarrevolucionarios que habrá que asesinar para poder avanzar indefectiblemente a la tierra de igualdades y libertades, fin último del mejor de los mundos. Hay un testigo de aquella mañana cualquiera en la que el bigote de bagre no soportaría que Trotsky, el tercer matarife, viviera un día más.

La historia de aquel que llegó a ser partícipe de la maquinaria de muerte llamada ilusión, y de cómo pudo ordenar desde el olvido los fragmentos de recuerdos dispersos de una memoria dislocada, violentada y enclaustrada en un hospital psiquiátrico, es lo que recrea Alberto Ruy Sánchez (Ciudad de México) en Los sueños de la serpiente (Alfaguara, 2018).La memoria de este hombre conjuga el siglo XX en una dialéctica de deseo y maldad que convertirá al mundo en una fosa común. La destreza, erudición y originalidad, la complejidad, hondura y gravedad de este constructo narrativo que como un péndulo oscila entre certezas, intrigas, ficciones, recuerdos inventados, historias reales, locura y lucidez, es una de las proezas literarias más significativas que se ha publicado en los últimos años.Ante esta obra de belleza deslumbrante, una novela como A ciegas, del triestino Claudio Magris, con la que comparte algunas similitudes, palidece, aun siendo esta última un portento de estilo y saber. Ruy Sánchez ha escrito un libro de una aterradora singularidad.

Al escritor le llega desde un lugar impreciso trozos de cartas, collages de escritos, fragmentos caóticos de lo que escribió el anciano desmemoriado en las paredes del cuarto de un manicomio, los sueños, las imágenes, nombres, lugares, dibujos, los retazos de cientos de historias que lo condujeron a vivir la mayor ilusión del siglo XX para su propia desgracia y locura, y lo llevaron desde un México bélico hacia los Estados Unidos de la depresión para embarcarse en la construcción del paraíso del proletariado naciente de la Unión Soviética. Una primera parte en la cual el autor —tal vez el propio Ruy Sánchez— enmarca la imperiosa necesidad de narrar esta historia. Sin embargo, ese periplo por la memoria y la historia del siglo XX tomará forma solo en la propia voz de La Silueta, como el narrador ha llamado a su incógnito confesor, hasta mostrarse diáfanamente sin importar que lo que haya vivido o recordado o imaginado ese hombre sea cierto o no; la segunda mitad de esta novela echará mano del recurso cervantino de los papeles hallados donde otro narrador cuenta su historia; y será inteligible cuando el escritor se vea impelido a sumergirse en los archivos que le han enviado desde Nueva York gracias a Oliver Sacks, el neurólogo cuyo talento literario siempre estuvo a las órdenes de la investigación de los insondables espacios cerebrales y quien fuese el último doctor que atendiese el caso de La Silueta.

Novela que se estructura como las piritas minerales a las que se hace mención en las páginas iniciales para entender la masa informe de la memoria; de la amorfia nebulosa de los recuerdos pueden surgir figuras geométricas —recuerdos vívidos— de exactitud increíbles. El escritor las llama digresiones: «Si el recurso de divagar me acercaba a resolver mis preguntas, estaba a punto de tener una divagación más grande. En las culturas que son hijas del protestantismo existe la orden implícita e imperiosa de ‘ir al punto’. Lo viven como si fuera algo natural. Evitar la digresión. En las culturas que son hijas del barroco sabemos que algo se aprende en el viaje indirecto hacia nuestro destino y que con frecuencia es ahí donde se adquiere lo esencial para entender algo. El punto entonces, aquí, es no ir directo al punto. La maravilla mineral que es la pirita, por ejemplo, existe gracias a la digresión. También los científicos más avanzados, los orfebres de la física cuántica otro ejemplo, regresan a los viejos principios de la ciencia barroca y cultivan lo inesperado y lo que podría ser. Lo que se puede deducir más que lo que se puede tan sólo pesar y medir. Hacen con frecuencia elogio de la digresión».

De esa manera se irá conformando una historia que vincula a las reclusas del penal mexicano de Santa Martha Acatitla; a las hormigas que infectadas de un hongo trepan a las copas de los árboles para morir; la Guerra Cristera; los estudios neurológicos de Oliver Sacks; el mito antiguo de las serpientes enamoradas separadas por Paciencia; la amante frágil de Ramón Mercader, Sylvia Ageloff, quien hizo posible que entrara a la casa de Trotsky con el piolet escondido en el gabán; a Henry Ford y su cadena de montaje que encandiló a los revolucionarios soviéticos hasta llevar a Stalin a comprar una fábrica obsoleta de automóviles que el hombre nuevo ensambló sin volantes; al taylorismo que los comunistas querían instaurar a todos cronometrando la vida como si el «cuerpo social» fuese una máquina —ecos distorsionados de un cartesianismo desbocado—; los experimentos para producir venenos que tanto interés despertaron en Lenin —tradición rusa donde las haya—; y la historia de amor de una mujer poco agraciada que se entregó a su desalmado casanova rojo para ser acusada de cómplice en un crimen que se fraguó aquella mañana en la que una niña de sonrisa inquietante se sentaba en las rodillas del tío Lala.

El recorrido es fascinante y turbador y desentraña de los sueños más profundos del hombre la maldad genuina, aquella que se da tan naturalmente como miccionar y desparrama su hez corrosiva hasta hacer del crimen una ontología. Esa larga digresión del Mal que llega a estetizarse en la crueldad, su fealdad barroca, tiene un punto de partida que la propia voz de La Silueta reconoce: «Donde el deseo de matar se trenzaba y jugaba con el deseo intenso de una mujer inteligente, poseída como yo, como tantos, por la ilusión de un mundo distinto, al precio que fuera». Cien millones de muertos y contando; ilusiones reptiles las ideologías, los sueños de la serpiente.

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