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raul de armas
Photo by: guillermo varela ©

La esperanza del quiosquero

Varios hechos demuestran que la mente del venezolano sigue en pie, moribunda pero latente. La evidencia más representativa son las escasas pero loables organizaciones que continuan promoviendo cultura en un país agonizante. Pero existe más evidencia. Una de ellas es el uso masivo del tapabocas: un hecho perogrullesco que, al ser colectivo, se torna notable. Al parecer, usar el tapaboca es lo único en lo que nos ponemos de acuerdo con la suficiente convicción como para actuar. Y es que nadie, evidentemente, ni el socialista más utópico ni el capitalista más explotador, quiere enfermar u morir.

Así caminaba por la Avenida Francisco de Miranda cuando me di cuenta que era el único sin tapaboca, lo había dejado en casa a pesar de haber pagado un estrepitoso dólar por un ejemplar la semana pasada. Era una irresponsabilidad que atraía miradas más no alejaba a nadie; una excusa para caminar por el borde de las aceras sucias, bajo la sombra de los aires acondicionados, arrimado, sin apuro, esquivando charcos negros y driblando bolsas de Doritos.

Son mediados de junio y el calor pica. La cuarenta persiste pero la avenida palpita de gente, de movimiento, de ruido. La escasez de gasolina se ha aligerado por la ayuda de los iraníes, quienes aplicando la premisa de el enemigo de mi enemigo es mi amigo, le han vendido tiempo a un gobierno acusado de narco-terrorismo. (Me pregunto si existe acusación más grave). Continuo caminando. Los efectos del tiempo varían según el objeto. Las personas no interactuamos con el tiempo como las plantas, por ejemplo. Las plantas tienden al Sol, siempre progresan. Los hombres no, los hombres podemos retroceder, quedar estáticos o avanzar. Podríamos decir que tenemos algo de historia que se devuelve, de piedra que se mantiene y de vegetal que prospera. Somos, a fin de cuentas, una síntesis misteriosa de pasado, presente y futuro.

Mientras tanto los transeúntes caminan hacia el oeste con una complicidad extraña, como empujados por una promesa enterrada en el centro de Caracas. Ese imposible y patético tesoro revolucionario que guardan los militares en Miraflores. En el corazón de Chacao un tractor rompe la calle. Una cinta anaranjada establece los limites de donde los curiosos podemos contemplar el espectáculo. (Resulta que el asfalto es una capa de treinta centímetros aproximadamente). A mi lado, y compartiendo conmigo la tosca habilidad del piloto, una fila de trabajadores espera el autobús. Se quejan por el drástico aumento del boleto. La semana pasada costaba 10.000 bolívares, hoy cuesta 20.000. Eso equivale a 0.1$ en un país donde el salario mínimo es menor a 4$. En otras palabras: es una queja justificada pero pasiva, casi silenciosa, palabras que jamás se materializarán. Son súplicas sin destino que se evaporan con el rítmico taladreo que tenemos en frente. Dentro de la franja anaranjada están los obreros, quienes visten un trapo de tela rota que podría usarse como coleto. Detrás de ellos, con mirada de gerente, yacen dos supervisores. Llevan un boquitoqui en la cintura, el mismo peinado engominado, la misma camisa Columbia, la misma marca de reloj, la misma pose, el mismo grosor de cuello y la misma sonrisa inquieta que se intensifica cuando alguien se acerca a conversar. Son el mismo sujeto dos veces. Un runruneo conocido entra en la escena. Es una moto KLR comiéndose la luz. Recorre la acera, esquiva la fila de pasajeros, me pasa por detrás y se estaciona a pocos metros. El copiloto se baja con la audacia de James Bond y enseguida desenfunda su herramienta vital: el teléfono. No ve el perímetro, solo se acerca a sus semejantes y guarda el dispositivo sin usarlo. Un pésimo bluff, sin duda. Simultáneamente y a mi izquierda, lanzan un comentario que no recibe respuesta:

— Ahí llegó el otro.

Sigo mi camino. Estoy buscando un pedacito en donde sembrar una semilla, un espacio comercial para colocar un quiosco que me genere ingresos. Pero la tierra esta ocupada y desnutrida. Conté sesenta quioscos desde Chacaito hasta el Millenium. Unos, inclusive, llegan a estar a cinco metros del otro. El estado de los quioscos se puede dividir en cerrados, abiertos miserablemente y abiertos con salud. La salud, como en las personas, se evidencia en el exterior. En este caso significa fachada agradable y oferta variada. Pero lo común es lo contrario. La mayoría de los quioscos están cerrados o lánguidamente abiertos, con una ruindad semejante al manicomio abandonado de Prados del Este. La diferenciación es nula, todos venden lo mismo y lucen igual. El snobismo, síntoma favorito de la decadencia, es evidente hasta en los quioscos de Caracas.

Cruzo la calle después de esperar a que la luz cambie a verde. Los semáforos en Venezuela se han convertido en una especie de prueba de carácter. El que respeta la luz es un pendejo pero un pendejo fuerte, capaz de soportar la presión de los demás. Un semáforo en rojo es un insistente: anda, anda, cométela, nadie la respeta, no esperes a que toquen corneta. Si el apuro entorpece, los semáforos son una prueba fiel del entorpecimiento masivo de nuestro país.

Prosigo mi andar. La paranoia del perseguido se prende. ¿Me están siguiendo?, me pregunto reduciendo el paso y desviando la dirección. Al detenerme, volteo y observo a un hombre verme con extrañeza. Fue una falsa pero legítima alarma, y es que aquí, ante todo, se debe estar pilas.

Al llegar a mi destino, un quiosco abierto y esquinado, me percato que fue otra ilusión, pues la prosperidad que percibí de lejos se redujo a revistas descoloradas, Palitos baratos, Cocosettes aguados y cigarros. No hay nadie en el mostrador, pero no cargo prisa, alguien debe llegar pronto. Un niño descalzo y deshilachado se coloca al lado mío, me ve, me pide una ayudita y llegan cuatro más. Antes de responderle, la pandilla lo fastidia y se lo llevan. Se quedó sin Palitos y sin consejo, pensé. Al voltear, me sorprende un objeto fascinante: una antología de Antonio Machado. Debemos amar el azar, es un cajetín inagotable de colores, de asombro. Enseguida, la sorpresa se aplaza por un buenos días sereno. El dueño llegó. Un hombre con cuello de tortuga y voz suave, propenso a la conversación. La dirección del diálogo fue el estado del quiosco, las revistas olvidadas y un intercambio comercial tan injusto que me sentí egoísta. El quiosco es el negocio de su familia. Llevan cuarenta años en esa esquina carbonizada de Chacao. Su madre murió y su padre convalece una vejez empobrecida, como si ella sola no fuese suficiente. Ahora el local depende de él y él depende del local. A diferencia de los demás dueños este hombre no transmite frustración. En cambio, habla con resignación, con el despojo de quien cede el control. Su actitud es la actitud de Venezuela. Una apatía generalizada por incapacidad, por incomprensión. Porque los más bestializados, los menos educados, los más hipócritas, disponen del poder. Hoy la bestia dirige a Venezuela. Pero no todo esta perdido. Una llama tenue persevera, la esperanza, esa luz voluble e inapagable que mora en nuestro interior y que nos levanta todos los días. Por eso, al preguntarle al quiosquero si vendía su local, este me respondió con un optimismo ingenuo y admirable que aplacó instantáneamente mis intereses mercantiles:

— No lo vendo. Ahora es que lo pondré a valer.


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