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adriana mora
viceversa

La dolce vita romana

Ir a Roma en semana santa no parecía el mejor plan para una agnóstica, pero lo fue. Roma es mucho más que el Vaticano y las audiencias papales de los miércoles. Mucho más que turistas apretujados en la Capilla Sixtina. Algo más que rosarios y estampitas y que una fe heredada en las clases de religión, en los rosarios de mayo y en los villancicos de Nochebuena. Y es algo más que el Coliseo, aunque adentro te des cuenta que has hecho el viaje solo para llegar a él.

Mi primer día en la ciudad hizo un calor que no esperaba. Un cielo despejado y limpio con un sol grandísimo que pesaba en la frente y en la espalda, hacían ver más bello e imponente el viejo coliseo. La fila para entrar era larga pero avanzaba pronto. Mientras tanto, turistas iban y venían… miradas curtidas por los años o escondidas tras oscuros lentes, la calma del recién llegado y la prisa del aventurero, acentos entremezclados, conocidos y desconocidos… y yo, aguardando en la fila, retando a mi memoria, intentando rescatar del rincón sombrío del olvido viejas lecciones no aprendidas de italiano.

Adentro, el Coliseo te abruma. El tamaño de sus arcos, la amplitud de sus graderías (o lo que queda de ellas), la proporción de sus columnas y la estructura de túneles del sótano, te dan una idea –aún así imprecisa– de lo que realmente significaban los espectáculos en la vida de los romanos. Es en eso en lo que pienso cuando comienzo a recordar la caza de animales y las peleas de gladiadores que la televisión y el cine se han encargado de mostrarnos a su manera. Y creo que me he equivocado de lugar, porque estando allí siento que la inmensidad de su construcción no podría ser más cómoda y placentera. La comodidad y el placer de ser una espectadora privilegiada precisamente de su grandeza. Y es curioso que estando allí, en el epicentro de numerosos encuentros sangrientos, haya sentido tanta paz, como sentí aquella mañana soleada y brillante en una primavera temprana en Roma.

Junto al Coliseo está el no menos imponente Arco de Constantino, que en realidad está formado por dos pequeños arcos laterales y un arco central de mayor tamaño. Tallado en mármol y ladrillo, fue construido en honor a Constantino I el grande, luego de su victoria en la batalla del Puente Milvio. Este arco da prácticamente entrada al Palatino, una de las colinas de Roma y donde empezó a gestarse la ciudad. Desde allí se puede ver el Circo Massimo, sede de las antiguas carreras de coches de dos ruedas y las ruinas del Foro romano, que constituía el centro de la ciudad y donde se desarrollaba la vida comercial en Roma. Esta fue para mí tal vez la vista más impresionante de mi viaje: tanta historia y tanta cultura condensadas en asombrosas columnas, restos de arcos y de templos de una de las civilizaciones más importantes de la humanidad.

Muy cerca de allí, en la Piazza Venezia, está el monumento a Vittorio Emanuele II, coronado rey de Italia en 1.861 después del “Risorgimento Italiano”, proceso por el que se unificaron los estados divididos de la nación. Este descomunal edificio blanco no es muy querido por los romanos justamente por su tamaño que poco tiene que ver con la estética del lugar. Aún así es un bello monumento donde además está la tumba del soldado desconocido, la estatua ecuestre de Vittorio Emanuele y dos flameantes banderas italianas custodiando la entrada. Desde su terraza se tiene una vista maravillosa de la ciudad y del coliseo.

A un costado del monumento, sobre la colina Capitolina, está la Piazza del Campidoglio reconstruida por Miguel Ángel. Esta plaza alberga la estatua ecuestre de Marco Aurelio, el Palazzo Senatorio –actual sede del Ayuntamiento– y el Palazzo Nuovo y Palazzo dei Conservatori que constituyen los Museos Capitolinos.

Caminando hacia Via del Corso y girando hacia la izquierda por la Via del Seminario, se llega al Panteón en la Piazza della Rotonda, que como dijo el propio Miguel Ángel “es un diseño angélico y no humano”. Se trata de un edificio circular construido en homenaje a los dioses. Su cúpula de más de 40 metros descansa sobre un pórtico cilíndrico de ocho columnas de nueve metros por donde pasa la luz natural y la lluvia. Este templo constituye un caso único en la historia de monumentos religiosos, no solo por su construcción, si no porque pasó de ser un templo pagano en la edad media a ser un templo cristiano, lo que seguramente lo salvó de ser destruido en el pasado.

Tres calles a la izquierda está la Piazza Navona cuya forma ovalada debe a un monumento anterior, el circo Agonalis del emperador Domiziano. En ella están la Fuente de Neptuno, la Fuente del Moro y la Fuente de los cuatro Ríos que hace alusión al Nilo, al Ganges, al Danubio y al Río de la Plata. Este lugar es uno de los más animados de la ciudad para terminar el día, sobre todo en noches como aquella donde el frío poco a poco empieza a ceder ante los cálidos vientos de la primavera.

Un chico rubio canta y toca en su guitarra Losing my religion de R.E.M. y un grupo de “guiris” adolescentes se aglomera a su alrededor para cantar y bailar a su vez. Del otro lado de la plaza, cerca de la Fuente del Moro, una niña de mejillas rosadas sentada en una silla de metal, esboza una sonrisa al hombre sentado al frente, quien dibuja, con la mano izquierda, su retrato. En la acera contraria, una pareja blanquísima, de pelo muy rubio y grandes ojos azules, intentan callar a sus bebés blanquísimos, de pelo muy rubio y grandes ojos azules, cuyo llanto entorpece la música de un trío de violines del lujoso restaurante al que la familia quiere entrar. Carlos, mi compañero de viaje y yo, sentados en una de las bancas, disfrutamos de un delicioso gelato de tres sabores, porque en la tierra de la pizza, el helado también es rey. Después iremos por las fotos, pero primero lo primero.

El segundo día comenzó en Termini, la caótica estación central donde debíamos tomar la línea A rumbo al Vaticano. No es de extrañar que al tener solo dos líneas de metro, los trenes vayan siempre a “reventar”. Si bien es peor tomar el metro de París rumbo a Trocadero la medianoche de un 31 de diciembre, o el metro hacia la playa una noche de Sant Joan en Barcelona, el caos en Termini se vive a diario. Por fortuna solo es necesario tomar el metro para la visita al Vaticano, porque Roma es esa clase de ciudad que se puede (¡y se debe!) conocer andando, recorriendo a pie sus calles, recorriendo a pie su historia.

Por el camino de entrada hacia la plaza de San Pedro ya se pueden ver soldados de la Guardia Suiza con sus trajes coloridos como de arlequines o bufones, contrastando de golpe con sus inexpresivos rostros. Y en la plaza, de lejos, como hormigas, grupos de personas aguardando la audiencia Papal, porque sí, es miércoles y dos cristianos poco convencidos tendrán la casualidad de ver al Papa en su sermón.

La plaza es grande –muy grande– y bella –muy bella– más de lo que uno llegaría a imaginar. En el medio hay un obelisco traído desde Egipto y dos fuentes simétricamente colocadas a sus lados. Hacia el norte, coronando majestuosamente la plaza, la basílica de San Pedro de la que salen de cada uno de sus extremos filas de columnas, rectas en el primer tramo y semicirculares en el segundo, que rodean la plaza pero sin llegar a unirse, dejando así libre la entrada por el lado sur. Sobre el atrio de la basílica está la plataforma en la que permanece sentado Benedicto XVI que justo ahora inicia su homilía saludando en diferentes idiomas a los asistentes que no son tantos, más de la mitad de asientos están vacíos. Gradas abajo, tres pantallas gigantes proyectan el rostro del Papa.

La entrada al museo del Vaticano está afuera de la plaza. El recorrido adentro de él es largo ya que está compuesto de varios “mini museos” con lo más destacado del arte religioso y de la iglesia católica, aunque también se encuentran pinturas de los más famosos maestros italianos, esculturas egipcias y colecciones de arte etruscas y romanas. Todo son pasillos con techos abovedados colmados de pinturas, una incesante galería vista desde el suelo, pasillos y escaleras y más pasillos hasta terminar en la famosa Capilla Sixtina que más que una capilla es un gran lienzo hecho de paredes decoradas por frescos de Botticelli, Rosselli, Pinturicchio, Ghirlandaio y Miguel Ángel quien adorna la bóveda de la capilla con La Creación de Adán y El Juicio Final, sus dos obras más famosas.

De camino hacia la salida se pasa por la lujosa tienda de souvenirs y los precios, ciertamente, están por los cielos (nunca mejor dicho) para el que quiera comprar una réplica del anillo papal y otras ‘joyas’ por el estilo. Y justamente con esa palabra, “lujo”, puedo resumir mi visita al museo vaticano, –mientras niños mueren de hambre en África, Asia y Latinoamérica–. El agnosticismo nunca fue porque sí, hechos como este me recuerdan la razón de mi escepticismo. Al final, una alucinante escalera en espiral digna de foto, nos conduce de vuelta a la realidad.

Por la Via della Conciliazione, al sur de la plaza de San Pedro, se llega hasta el Castel Sant’Angelo desde donde se tiene una bella vista de la ciudad atravesada por el río Tiber o se disfruta de un caffe latte en su terraza. Desde allí se puede recorrer la orilla del río o visitar las interminables plazas, desde las más conocidas como la Piazza de Popolo o las menos visitadas como la Piazza de la Repubblica.

Y así como infinitas son sus plazas, también lo son sus fuentes y entre ellas, una más famosa que la propia ciudad. La fontana di Trevi de la película de Fellini, la fontana di Trevi de la canción de Frank Sinatra, la fontana di Trevi a la que los turistas lanzamos monedas de espaldas para volver a la ciudad.

La fuente, sobra decirlo, es hermosa y fotogénica y yo, a pesar de que encuentro el barroco bastante ‘empalagoso’, no me cansaba de mirarla y de admirar sus detalles. De noche la iluminan y Neptuno, caballos de tierra y mar y compañía, dejan de ser esculturas para convertirse en ángeles custodios de su propio paraíso. Observar de lejos la fuente es como estar viendo un palacio.

El tercer día inició con una visita al campo di fiore, un mercado fabuloso donde se pueden comprar especies y condimentos típicos italianos. Retomando la ruta por el río hacia abajo del mercado, se llega a Ia iglesia Santa María in Cosmedin en cuya pared de la entrada está el famoso rostro conocido como la Bocca della Verità, porque según la leyenda quien mienta y ponga su mano sobre la boca del rostro, la pierde.

La piazza di Spagna, otra de las imperdibles plazas, está finalizando tal vez la calle más costosa de Roma, Hermès, Prada, Gucci, Louis Vuitton, Valentino, Armani, Chanel, Bulgari, etc., todos están aquí. La fuente central tiene forma de barco, de ahí su nombre La Barcaccia. En las escaleras que conducen hacia la iglesia de Trinitè dei Monti afloran los turistas como los tulipanes en el Keukenhof en abril.

El cuarto y último día lo dedicamos a las catatumbas, a las afueras de Roma, una visita que bien vale la pena si se quieren conocer las sepulturas utilizadas por los cristianos durante los primeros siglos. Más allá del misticismo que generan, es realmente interesante recorrer las extensas galerías subterráneas ya que constituyen un auténtico testimonio de la antigüedad. Caminar en la oscuridad entre las tumbas y las paredes húmedas parece una escena tomada de una película. Los jardines exteriores de las catatumbas no se quedan atrás pues constituyen un perfecto telón de fondo para una sesión de fotos que recuerdan algunas imágenes del video de la canción “No Rain” de Blind Melon.

Cae la tarde y no podemos evitar regresar a la Fontana di Trevi, tal como lo hemos hecho a lo largo de estos cuatro días. En medio de nuestro itinerario, sin quererlo, o tal vez, queriéndolo, siempre terminamos encontrándonos con esa bella fuente ubicada en el cruce de tres calles en el centro de la ciudad.

Aquel que haya dicho que todos los caminos conducen a Roma estaba equivocado. Al final, todos los caminos conducen a la Fontana di Trevi. A partir de ahora, todos los caminos de mi memoria me llevarán aquí.

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