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willy wong
Photo by: Harut Movsisyan © from Pixabay 

La Desgracia Es Ajena

Existe un cuestionable dolor social que se ha convertido en la primera gula poblacional y el segundo páncreas maltrecho imposible de domar. Como la obesidad y la diabetes, que son aniquiladoras dependiendo del estímulo que les otorguemos, la división ciudadana nos ha empezado a demoler con una perspectiva locamente controversial. Vociferamos la inconformidad y la desatención que nos atañe y, lo que es peor, solo de cuerpo hacia afuera. Ese dolor, al alma, casi ni la toca, o si lo hace, es muy poco su rozamiento. Tantas veces, sino siempre, el análisis y el juicio se nos queda en el caparazón y no cala en el razonamiento. En lo profundo de la última fibra invisible de nuestro ser, únicamente reposa la oración religiosa que aún no la hemos terminado de entender. Qué difícil se nos hace meditar y percibir los acontecimientos que viven y sufren aquellos que creemos no tienen conexión con nosotros. Conexión que usualmente reducimos a un enganche emocional consanguíneo, dejando atrás la decencia que se demanda en la simple proximidad humana. Nos apega el amor idílico, los celos, la consternación de un insulto, la restricción a las compras de moda, la afección a nuestro bolsillo. Nos alborotamos ante los toques más cercanos y más superficiales. De un tiempo a esta parte, o mejor dicho a este infierno, hemos olvidado la unión que no requiere sangre ni apellido. Hemos despreciado a esos que nos convierten en lo que somos, pues alguien es alguien por la gracia de la interacción con otros. De un tiempo a este calvario, si la tribulación está fuera del ámbito que nos beneficia y protege, se la arrimamos a los bomberos sin uniforme o al gobierno al cual ayer elegimos y hoy reclamamos. En estas eras, quizás comparables a las sangrientas del Imperio Romano, nos aliviamos, nos engañamos, diciendo que ya nadie es bastón de nadie. Que las libertades y la tranquilidad privada no deben perturbarse con la desdicha de él, de ella, de los “ellos”; y eso incluye el ni siquiera atender una llamada, un mensaje tecnológico, una melancolía. Cuánta insensibilidad, insolencia y analfabetismo robustecemos segundo a segundo. Cuánta frialdad desplegamos al hambre de escucha y sustento. Cuánta soberbia aplicamos a las comunas que sentimos lejanas del status quo. Cuánta ignorancia al pensar que la desgracia es ajena y no el resultado colectivo de nuestra nula asertividad.


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