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Elena Garro
ViceVersa Magazine

La culpa es de Elena Garro

Es casi imposible tratar de acometer una lectura del cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”, escrito por Elena Garro y publicado en 1964, sin referirse al hecho extratextual pero sin duda relevante de que la autora estuvo casada durante veintidós años con Octavio Paz, el gran monolito del ámbito cultural e intelectual del México del siglo XX. Por un lado, la enorme sombra de Paz tuvo un peso crucial en todo lo concerniente a la recepción de la obra de Garro y, dado que la relación no acabó en los mejores términos, puede explicar el relativo desconocimiento de su importancia como escritora durante el tiempo en el que estuvo viva (1920-1998). Por otro lado, y de manera más directamente relacionada con el texto específico que nos ocupa, los paralelos entre la protagonista del cuento (Laura Aldama) y la autora son notables, así como los existentes entre ambas figuras y la del probablemente más decisivo arquetipo histórico-mítico de la nación mexicana, la Malinche. Por si esto fuera poco, no sólo que Octavio Paz se parece al también autoritario marido de Laura en “La culpa…” (Pablo), sino que la reputación de Paz como el máximo intelectual de su país y de su tiempo se debe, en buena medida, a su famoso ensayo “Los hijos de la Malinche”, publicado en 1950, y en el que la traición / violación de la Malinche es construida, efectivamente, como el momento fundacional de una fatalmente problemática identidad mexicana.

En la medida en que es posible “entender” realmente la fabula de “La culpa…”, se puede decir que esta consiste en una serie de viajes en el tiempo y en el espacio realizados por Laura a raíz de su encuentro con su “primo marido” indígena durante un viaje hacia Guanajuato. En efecto, durante este periplo, el auto en el que viajan ella y su suegra Margarita, una señora bien y de la clase alta, se detiene como resultado de una extraña avería y ella es dejada sola a la espera de ayuda. De forma inexplicable más allá de lo mágico o, en su defecto, de la locura (nunca queda demasiado claro a cuál de estos dos órdenes pertenecen las experiencias de Laura y, de hecho, lo más probable es que pertenezcan simultáneamente a los dos), ocurre en este momento una regresión temporal que lleva a la protagonista a una nueva conciencia de su posición ambigua en el tejido de la multirracial sociedad mexicana en la que, hasta entonces, ella creía desempeñar un papel claro y estable, es decir el de señora blanca, urbana y de clase alta: “[Y]o me quedé en el puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos […]. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir”.

Como la Malinche, entonces, y como la misma autora Elena Garro (hija de un español y de una mexicana), Laura se queda literalmente “en el puente”, es decir entre dos culturas. Más aún, es sólo al caer en cuenta de esta fragmentación inevitable (“los pensamientos también se vuelven mil puntitos”) y de esta ambivalencia constitutiva (“la otra niña que fui”) que la experiencia mística tiene lugar o, más bien, puede tener lugar, para permitirle a la protagonista ver que el destino trágico de la falta de pertenencia a una única línea puede abrir, asimismo, la posibilidad de pertenecer, precisamente, a más de una, o tal vez más radicalmente todavía la posibilidad de que las líneas sean fluidas y mutables por el ejercicio de la memoria y la narración: “‘Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como ésa’, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina”.

El retroceso en el tiempo conlleva, sin embargo, también una conciencia de la propia culpa o, al menos, de la atribución de culpa que el sujeto femenino ha sufrido desde el momento mismo en el que la identidad mexicana empieza a aparecer como concepto imaginario pero poderoso para el ordenamiento de los distintos cuerpos y de sus flujos en la sociedad proto-colonial, o sea en el momento mismo del pacto político / sexual entre la Malinche y Hernán Cortés. Por eso, Laura “recuerda” lo inmenso de su traición, articulándola, no obstante, en un contexto más multilateral de relaciones sociales que no se reduce al malinchismo originario por medio no sólo de la imagen misma del “puente” sino, más fundamentalmente, por la recurrencia de la sentencia “la culpa es de los tlaxcaltecas”, enunciada por el personaje al principio del cuento y durante su primer encuentro con su “primo marido” (así como también en el título, por supuesto). Como escribe al respecto Elizabeth Montes Garcés, “Laura constantly repeats ‘La culpa es de los tlaxcaltecas’ when she encounters her primo marido – meaning that she is not the only one that is supposed to carry the blame, even though she has been forced to play the role of the guilty party over and over again”.

Así, la reflexión de Laura sobre sus acciones y la culpa que le corresponde por ellas puede ser interpretado, en cierta medida, como una verdadera refutación del mito elaborado por Octavio Paz en “Los hijos de la Malinche”, según el cual el colaboracionismo semi-voluntario de la Malinche representa el origen de la fijación mexicana con la ruptura y la negación. Efectivamente, Garro propone una lectura de la violenta historia de la imposición de la dominación colonial en México desde la cual la mujer, lejos de ocupar el espacio hermético de la traición y, consecuentemente, del germen de un futuro maldito, puede ser, parcialmente, una víctima de las circunstancias, pero también, y mucho más originalmente, el inicio de un nuevo y mejor futuro no manchado por la supuesta “traición” y sólo posible, al fin y al cabo, después de que acabe el reino del hombre o, en otras palabras, el patriarcado.

De hecho, el verdadero leitmotiv de la obra, que aparece incluso más frecuentemente que el de “la culpa es de los tlaxcaltecas”, es el que anuncia “el final del hombre”, que se repite de forma constante. Quizás Garro intenta, por medio de esta por otro lado bastante lapidaria profecía, apuntar hacia un momento en el que no sea el violento y autoritario sujeto masculino mexicano, “turbio y confuso”, “absurdo” y desmemoriado, pero también atormentado casi inconscientemente por su propia contribución a la derrota, el que pueda atribuir culpas y traiciones, castigando a la mujer a desempeñar el rol de la traidora o, como en el caso concreto de Paz y de Garro, condenando a la mujer a la intrascendencia (no olvidemos que Paz le impidió a Garro continuar con sus estudios universitarios después de su matrimonio).

Muy por el contrario, en el proyecto feminista del cuento de Garro se intenta llegar, por vía de la elevación del sujeto femenino, a un sujeto masculino que, en el momento posterior al “último día”, asuma su propia historia y la comparta de manera igualitaria con el eterno subalterno de la tradición mexicana, es decir la mujer o, más concretamente aún, la mujer dispuesta a y capaz de ver, y de reconstruir, sus propias raíces y sus propios vínculos con el obsesivamente negado mundo de lo indígena.

Forget Paz! La Malinche de Garro es mucho más sugerente y mucho más productiva para la comprensión de la configuración de subjetividades en el México inestable y caleidoscópico actual…

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